martes, 19 de agosto de 2008

De Lukla al Kalapatar (al pie del Everest)

Fotos de la ruta

Por paradójico que resulte, la caminata hasta el Kala Patar, esto es, hasta la base del Everest, empieza no andando, sino en avioneta. Las emociones fuertes empiezan bien pronto pues el acercamiento hasta Lukla, principio y fin de la ruta, se hace en una avioneta que aterriza en el raquítico aeropuerto de esta pequeña localidad. La pista se asoma peligrosamente a un vertiginoso precipicio y, en un escueto recorrido de una inclinación inverosímil, acaba “estrellándose” contra el contundente muro que forma la montaña, a cuyos pies se levanta esta pequeña población.
En condiciones normales de vuelo, ya supone toda
una arriesgada experiencia aterrizar en Lukla; así pues, hacerlo como nosotros lo hicimos, inmersos en una espesa niebla, es algo que sobrecoge el espíritu de los más templados. Subidos a la chepa de los pilotos no pierde uno detalle de lo que hacen esperando atisbar en el más leve gesto un algo tranquilizador. Pero, ¡qué va!, bien al contrario, no es precisamente tranquilizador verlos dudar y preguntarse con la mirada uno al otro: ¿por dónde bajamos? Ni mucho menos ver asombrados cómo el copiloto, en un afán de mejorar la situación, limpia el cristal delantero del piloto con un pañuelo de papel. A uno ya no le sale la voz del cuerpo y se le congela la media sonrisa de circunstancias que había colocado en su cara en el despegue, cuando, ante una indicación del copiloto, su compañero dejar caer, literalmente, el avión siguiendo la dirección de su dedo. A la tercera repetición de semejante maniobra, uno está a punto de colgarse del cinturón de seguridad si no fuera por que lo reducido del habitáculo impide que te cuelguen los pies.
De repente, sin saber muy bien de dónde, aparece un pedazo de tierra con rayas blancas bajo las ruedas de la avioneta contra la que ésta se estrella con estrépito: ¡la pista! Luego el aparato ruge unos breves instantes y, de pronto, un brusco giro a la derecha y una parada súbita. El primero consigue que el ala izquierda no roce el muro de final de la pista y la segunda evita entrar por la puerta del exiguo edificio que hace de terminal. Hemos llegado.

Cuando nos apeamos del aparato y, atónitos, contemplamos la pista las piernas, que habían vuelto a tomar cierta consistencia, vuelven a flojear y susurramos: ¡No puede ser!

Nos sobreponemos y buscamos a toda prisa un pañuelo dónde enjuagar alguna que otra furtiva lágrima antes de afrontar avergonzados a una expectante multitud que espera al borde de la pista. Se diría que acuden a una diversión fácil, y puede que la única, y uno rememora a aquellos aficionados taurinos que, desde el tendido, anhelan en el fondo de su corazón que se produzca la tragedia.
Pero nada de eso, en realidad, aquella pobre gente acude en espera de ser contratados como porteadores por el recién llegado turista, al que por nada del mundo quisieran ver precipitarse barranco abajo, aunque sólo sea por que con ello se desprenderían también sus únicas oportunidades de trabajo.

Aún con las piernas de chicle y el estómago como un higo paso, comenzamos a caminar por un resbaladizo empedrado que rodea la pista y nos lleva a la calle principal del Lukla: lodges, tiendas, agencias de viajes, casas de cambio, cibercafés... todo un prodigio de modernidad y actividad comercial. Un acogedor logde, el primero, nos acoge y reponemos el ánimo con un “lemon tea”. Llueve y afuera hace frío. Vamos tomando conciencia de dónde estamos y, sobre todo, para qué estamos allí. Mientras, en el patio del edificio el Sherpa Phura negocia con los porteadores que calculan con precisión mecánica los pesos y la mejor distribución de la carga. ¡Ya está! Todo listo, es la hora de partir; ¡andando!

Al final de la calle principal hay que detenerse a cumplimentar el papeleo. Un poco ajenos al trámite, sólo nos sorprende el pequeño antro donde se realiza: está enjaezado de toda la parafernalia mahoísta, tan llamativa como naïf.
Cumplimentado el papeleo, un primer portalón con los molinillos budistas nos aguarda: hay que cumplir con la tradición y hacerlos girar uno a uno en el sentido de la marcha. ¡Cuántas veces se repetirá luego el ritual! Uno se suma a la tradición no por creencia, claro está, si no por superstición. Pero, a decir verdad, para que la suerte acompañe el gesto debe de ser preceptiva la fe, pues nuestras cilíndricas plegarias no debieron llegar a buen destino a juzgar por la escasez de sus resultados.

Una última puerta abre (y cierra) el camino que nos espera. Tras ella, las cosas parecen ponerse serias, pues el bien empedrado camino se precipita sin cuento barranco abajo en busca del fondo del valle donde aún no se ve ni oye el río.

Seguimos bajando mientras clarea algo el día. Aún así, no se ha vuelto a oír rugir el estruendo de los aviones. Esto significa que nuestro vuelo fue el único del día; el aeropuerto se ha cerrado pues las condiciones no son las más idóneas: ¡qué nos van a contar!

Cruzamos los primeros puentes colgantes, prodigio de resistencia pese a su escuálida apariencia y vertiginosa ubicación. El tráfago de gente y animales es sorprendente en este primer tramo del camino. Gran parte está compuesto por los porteadores que nos dejan atónitos: ¿Cómo es posible cargar con aquellos pesos, por aquellos caminos? No dejará de sorprendernos a lo largo de todo el recorrido. Aquellos paisanucos, piernicortos y trabados, calzados apenas con unas chanclas y sin abrigo que se precie, caminan con pasos cortos pero decididos arriba y abajo, abajo y arriba con su enorme carga a la espalda y anclada en la frente con una correa. Día y noche van y vienen; se detienen brevemente y dejan reposar su carga, sin desprenderse de ella, en unos recios bastones que llevan al efecto, o bien los apoyan en gradas de piedra o madera que, a lo largo del camino, están dispuestos para su descanso. Son como hormigas que silenciosamente se afanan en llevar las cosas más inverosímiles hasta los puntos más altos y lejanos, para que nosotros, “señoritos” occidentales, podamos tomar una cerveza, comprar toallitas de papel o darnos una ducha caliente a cinco mil metros de altura.

Según descendemos, el río se hace más presente, el murmullo inicial del agua deviene en estruendo. Atravesamos pequeños villorrios que, a juzgar por su apariencia, sobreviven del turismo y de pequeños cultivos dispuestos en bancales. En uno de ellos, entramos en un pequeño establecimiento, en la creencia de que se trata de un pequeño descanso; pero no, se trata de la comida pese a que sólo son las once de la mañana, cuesta hacerle entender al guía que somos españoles y que esas no son horas de tales menesteres.

Más adelante, en otra pequeña aldea, el sherpa nos hace detenernos ante una mesa petitoria con dos jóvenes locales tras ella. En realidad, no piden nada: imponen el “impuesto revolucionario” de los mahoístas. El pago está institucionalizado y extienden hasta un pequeño recibo de su pago. No es mucho, pero todos le hacemos la misma pregunta al sherpa: ¿Qué pasa si no pagamos? Aún estamos esperando por la respuesta.

El camino discurre por fondo del valle, ahora sube, ahora baja y, por fin, nos lleva hasta Pakdhin, donde acaba la primera etapa. Aún queda bastante tiempo hasta que oscurezca y afuera hace bastante frío y dentro no hay nada que hacer salvo dormir o charlar con nuestros compañeros: José Antonio, David y Julio. Esa va a ser una tónica predominante a partir de ahora: el frío y la inactividad. Antes de irnos a dormir el sherpa nos presenta a su “auxiliar” Manab, un jovenzuelo de 19 años tan tímido como sonriente.

Pakdhin – Namche Bazar

Amanece sobre las 6 de la mañana. Ha estado lloviendo toda la noche y aún lo hace aunque con desgana. La primera visión del día, es un grupo de japoneses en el lodge del otro lado de la calle que están realizando un tabla de estiramientos antes de empezar a caminar. Son todo un ejemplo a seguir y lo serán el resto de los días por su organización, disposición y disciplina en el andar; el problema es que, al ritmo que caminan, se necesitaría el doble de tiempo para llegar a donde se pretenda.

Tras el desayuno, de nuevo en ruta. Ha dejado de llover, pero el día está nublado y tristón. El camino sigue por en fondo del valle, pasando de una orilla a otra por los consabidos puentes colgantes, en los que en ocasiones hay que esperar a que pase alguna que otra cuadrilla de yaks (o naks) o de job-job cargados de enormes fardos y arreados por los continuos gritos y silbidos del arriero. Cada vez que nos cruzamos con un grupo de estas bestias, el sherpa, presuroso y preocupado, nos echa a un lado del camino e incluso nos hace salir de él. Parece una medida desproporcionada, pero, al parecer, estos animales son bastante asustadizos, impredecibles y con malas pulgas, pero, además de todo ello, tienen unos cuernos considerables. Así, pues, pronto aprendemos a hacernos a un lado en cuanto atisbamos su presencia.

De nuevo, a una hora intempestiva, hacemos una parada para comer. Pese a nuestra reticencia inicial, hacemos bueno el refrán de “comer y rascar...” y damos buena cuenta de abundantes viandas y de nuevo al camino. En breve, la cosa se complica: desde la misma orilla de río observamos un puente que cuelga allá en lo alto. La subida hasta él no es más que el principio: a partir de ahí el camino zigzagea por entre un espeso bosque durante un buen rato. Subimos a paso lento, muy lento; a la cabeza Manab marca el ritmo con las manos en los bolsillos y silbando una canción. Paramos muy a menudo, demasiado a menudo, pero los que mandan son ellos.

Por fin, el bosque clarea y aparecen las primeras casas de Namche. Parece mentira encontrar un pueblo de aquellas dimensiones, a casi diez días andando de la carretera transitable más cercana o a dos días del aeropuerto de Lukla. Dos cosas llaman en principio la atención, su disposición absolutamente vertical, como si se tratara de un gran anfiteatro azul y el mercadillo que hay a la entrada, justo al pie de una estupa, en la única parte plana de todo el pueblo. Se trata de un campamento de tibetanos que traen mercancías (casi todo material deportivo) del otro lado de la frontera por altísimos pasos y que ahora exponen amontonado al pie de sus tiendas. El resto del pueblo circunda esta pequeña planicie ocupada por tan curiosos personajes y es un laberinto de estrechísimas calles escalonadas en enormes peldaños. Hay de todo: Tiendas, cibercafés, hoteles, billares y hasta una discoteca. Uno se para a pensar en todo el trabajo que cuesta llevar todo aquello hasta allí o, incluso, ¿por qué allí y no más cerca?

Llegados al hotel, subimos, no sin cierta dificultad, los últimos gigantescos peldaños que suben a las habitaciones. Todo sabe a lujo teniendo en cuenta dónde estamos. E incluso nos dejamos caer en la tentación de una cálida y confortable ducha que será la última en muchos días. Antes de la cena, aún queda tiempo para pasear un poco por las calles en busca de alguna prenda deportiva que, no sólo por el precio, nos llama con una voluptuosa voz que nos incita al pecado del consumismo. Y, claro, como carne débil que somos, todos caemos en mayor o menor medida. ¡Qué se le va hacer!

Namche Bazar – Khumjung

La idea inicial era levantarse temprano, a las cinco, para ver amanecer en una collada desde donde divisaríamos las primeras cumbres nevadas. Pero, el tiempo no acompañó, y pudimos quedarnos en el calor del saco hasta un poco más tarde.

La jornada no iba a ser muy dura, apenas tres horas andando hasta Khumjung; así pues, dispusimos de un par de horas para pasear por las empinadas calles de Namche. Phura nos llevó hasta un extremo “su” pueblo, donde al doblar un escarpe rocoso, pudimos contemplar, gracias a un claro en las nubes, nuestros primeros "seismiles" ahí, delante de nuestras narices.

Allí mismo estaba la carnicería; más bien, el almacén de carne que, colgada del techo, no necesitaba de ninguna otra refrigeración: la temperatura ambiente era más que suficiente. Supimos que se trataba de carne de búfalo. Como a esa altura no habíamos visto ninguno, nos contaron que la traían, como casi todo, mediante tracción humana.

Llegada la hora de marchar, nos pusimos a ello dejando atrás durante bastantes días, aquello que, en cierta forma, era algo parecido a la "civilización". El camino en un principio eran escalones propios de titanes y discurría entre las casas de piedra del pueblo, luego, un poco más arriba pasaba por un templo budista, en el que, por supuesto, entramos a rendir honores y dejar el correspondiente donativo instados por el sherpa.

A la salida, la consiguiente sesión de molinillos que rodean todo el templo y empieza la subida en serio. Muy empinada, al poco, permite ver abajo, muy abajo, la totalidad del pueblo que recuerda a un Cudillero de alta montaña. Detrás de una collada cimera topamos con lo que, en su día pretendió ser un nuevo aeropuerto pero fue abandonado en breve debido a un accidente mortal. Dado el aspecto de la pista y su ubicación tampoco cabía esperar otra cosa. La idea (y el capital, por supuesto) había sido de los japoneses; los muertos, también. Por lo que tampoco extraña la determinación de abandonar el proyecto. Ahora sólo queda una explanada arrancada a la montaña y una reliquia industrial en forma de retropala que fue llevada allí, al parecer, colgando de un helicóptero chino y que debió ser la que perpetró tamaño estropicio.

Seguimos adelante por un sendero bastante más cómodo salpicado de parcelas amuralladas en las que pasta plácidamente algún que otro yak, que por ser los primeros que vemos (hasta ahora habían sido job-job), son objeto de múltiples fotografías que seguro hacen pensar a nuestros guías aquello de "estos turistas están locos", que es lo mismo que pensamos nosotros cuando vemos a los madrileños fotografiar con gran fruición a una vaca solitaria que los mira con desinterés al otro lado de un "matu". Al poco, avistamos por fin Khunde. Si Namche se caracterizaba por el predominio del azul y el abigarramiento, Kundhe destaca por el verde claro de sus techumbres y lo disperso de sus edificaciones. Tiene un aspecto tranquilo y agradable. Discurrimos por entre sus estrechos caminos que sortean casas y campos de labranza hasta llegar a una edificación que apenas se diferencia del resto pero que resulta ciertamente emblemática. Se trata del Hospital Hillary.

Realmente, no sé por qué me había hecho una idea tan equivocada de lo que iba a encontrame. Debía haber imaginado que se trataría de algo modesto como realmente es. Muy modesto: apenas una sala de consulta y un anexo para "residentes". Uno o dos, todo lo más.

Un médico nepalí, estudiado en China, es quien lo atiende y quien nos lo muestra bastante orgulloso. Esta vez no se hace necesario que el guía nos inste a dejar un donativo; por propia iniciativa decidimos que siempre será mejor donar a un hospital que a un monasterio. La lógica es aplastante: siempre nos será más útil y necesario un hospital que un lamasterio. Esa lógica, más tarde, tan sólo unas horas más tarde, se verá rotundamente confirmada por los hechos.

Desde la antojana del hospital, y sólo durante los breves instantes en que las nubes se entreabren, podemos contemplar entusiasmados las cumbres nevadas de unos enormes picos que parece imposible que estén ahí enfrente. Pero es sólo una visión fugaz que ese día ya no se repetirá.

Abandonamos Khunde sin llamar mucho la atención de los aldeanos quienes están mucho más pendientes de las evoluciones de un gigantesco helicóptero que a las afueras de la villa se dispone a elevarse portando, cómo no, a un grupo de japoneses. Muy cerca, a más de una hora, está ya Khumjung. Apenas llegados, lo primero, por supuesto, es ir al Monasterio. Es uno de las más importantes de la zona y tiene de especial que atesora, en el más estricto sentido del término, el cráneo de un yeti al que tendremos acceso siempre y cuando hagamos el correspondiente óbolo. Introducido el mismo por un monje en una ranura de un armario metálico, aquél abre con gran ceremonia las puertas del mismo y aparece ante nuestros ojos, lo que yo definiría como la mitad de un coco un poco deforme que podría ser el cráneo de un animal o una palangana de plástico deformada por el calor. No obstante, encima del curioso relicario, cuelga una leyenda que, en términos, pretenciosamente científicos enumera los distintos tipos de yetis que uno puede "encontrarse" por estos lares, dando razón de sus hábitos y costumbres, así como de su distinta apariencia. Dicha información entendemos que debe de ser de gran valor por si uno se topa con alguno de ellos, sepa en todo momento qué puede esperar de cada uno y comportarse en consecuencia.

Cabe añadir que el donativo, se nos asegura que también supone una salvaguarda contra el temido mal de altura. Habida cuenta de nuestra experiencia posterior, es una suerte para el monasterio que no volviésemos por el mismo sitio, si no, hubiésemos exigido, creo que con toda la razón, la devolución del dinero más mal invertido en toda la historia del Nepal.

Un poco más adelante y ya estamos en el refugio donde pasaremos la noche. Lo malo es que aún no es ni mediodía. Aun así, comemos y se nos plantea lo de siempre: ¿qué hacer el resto de la jornada? El día, despejado hasta entonces, empieza a estropearse. Se oculta el sol y empieza a hacer un frío de muerte y no apetece más que irse al saco e intentar dormir. Pero aun así, son muchas horas y volvemos al salón, donde aún no han encendido la estufa, y tratamos de leer algo bajo un montón de mantas procurando sacar las manos lo justo e imprescindible para dar vuelta a las páginas del libro.

Las horas van pasando muy lentas. El salón se animaun poco con la presencia de otros turistas, sus sherpas e incluso con las travesuras de los hijos de los dueños que se empeñan en mortificar a un pequeño cachorrillo. Pero escaso entretenimiento nos parece, de todos modos. La cena se sirve muy temprano y, tras una charla amigable, nos vamos a la cama.

Khumjung

La hora de levantarse es siempre muy tempranera, pero casi se agradece pues llevamos mucho tiempo durmiendo. Esta vez la mañana trae sorpresa desagradable. Jose nos dice que Julio no se encuentra bien. Tiene diarrea y algún que otro malestar pero, en principio, ninguno pensamos en el mal de altura: estamos sólo a 3.800 metros y, además, él es el único que ya ha estado a gran altura en los Annapurnas.

Hay que cambiar los planes sobre la marcha. Si la idea inicial de Phura era hacer una pequeña jornada hasta Phortse Tenga, ahora decidimos volver a lo que, en realidad, estaba previsto en el programa: hacer el día de aclimatación en Khumjung para seguir al día siguiente en dirección a Gokyo.

Julio se queda en la cama mientras el resto salimos a dar un pequeño garbeo. Atravesamos el pueblo en dirección a una colina que está justo enfrente. A mitad de ladera, aparece por primera vez el Everest. Allí a lo lejos sólo se ve su cima con una gran melena blanca de nubes. Pero en primer término, aparece el majestuoso y elegante Amma Dablan que nos irá acompañando a largo de casi todo el camino.

Hace mucho frío y está casi todo helado, e incluso hay un poco de nieve que cayó durante la noche anterior, aun así, estamos mucho tiempo sacando fotos entusiasmados como estamos por ver al fin el Everest.

Seguimos subiendo colina arriba. Justo en la cima y muy escondido está un hotel, el "Everest View", que tiene un aspecto inmejorable. Se trata, naturalmente, de una inversión japonesa, para japoneses. Estamos un rato disfrutando de las vistas que por momentos van desapareciendo para dejar paso a unas nubes que no presagian nada bueno. Tornamos pues al refugio. Julio sigue igual así que nos hacemos a la idea de que vamos a tener que pasar otra jornada encerrados allí. Pero el tiempo vuelve a mejorar y Phura nos propone bajar de nuevo al pueblo donde más tarde tendrá lugar una celebración "budista" con cánticos y bailes. Nos parece una idea atrayente. Todo es mejor que quedarse acurrucados bajo una manta en salón del refugio. Sin embargo, desde arriba sólo se ven banderas mahoístas y ninguna persona donde se supone va a tener lugar el evento.

Aun así, bajamos. Somos los primeros en llegar; se ha ido de nuevo el sol y hace un frío que pela. Aquello aún no empieza, seguramente por falta de quórum. Un locutor, tras una mesa petitoria con toda la parafernalia mahoísta, arenga por megafonía a unos indecisos parroquianos que muy tímidamente se van acercando al lugar. Phura nos ha llevado a un pequeño hotel desde cuya terraza acristalada podemos ver, en primera fila, el espectáculo. Mientras, él ha ido a situarse detrás de la mesa petitoria y por su situación y comportamiento, deducimos rápidamente que se trata de un pope del aparato mahoísta local. Algo que no nos cuadra en absoluto con su afán probudista.

Comienza el espectáculo: danzarines ataviados con trajes regionales aderezados con simbología mahoísta, evolucionan descalzos pese al frío ambiental que rivaliza con la frialdad del público compuesto en su mayoría por niños. Tras los bailes todo parece indicar que es llegado el momento de "pasar la gorra". Rápidamente el hasta entonces hierático Phura abandona su posición de privilegio y se dirige a nosotros seguido de un escriba. Nos insta de nuevo al donativo y a dejar constancia por escrito de nuestro contribución en el libro que porta su acompañante. Se trata, claro está, de que los turistas sirvamos de ejemplo a la masa que aún sigue retraída y que incluso se bate en retirada ante la perspectiva de tener que contribuir con la causa.

Pese a que el locutor, con una asombrosa locuacidad fruto de la improvisación habla, habla y habla suponemos que reclamando una generosa contribución, el público se hace el remolón y recula disimuladamente. Nuestro ejemplo ha servido de poco y la recaudación no prospera. La verdad es que, a juzgar por el paupérrimo aspecto del público congregado, no cabría esperar otra cosa. Cuesta imaginar que aquella gente tenga posibles suficientes como para emplear parte de ellos en algo que no sea satisfacer sus más perentorias necesidades. Y mucho menos emplearlo en hacer donativos a una fuerza política. Todo esto, por supuesto, a ojos de un español. Nuestro conocimiento de la situación social real de aquella gente y de lo que por ellos pueda estar haciendo el partido mahoísta no posibilita un juicio medianamente objetivo. Así que es preferible oficiar de lo que somos, esto es, turistas; lo que implica: oír, ver y callar, Y, en este caso, también pagar.

Acabado el acto volvemos a nuestro refugio envueltos en aguanieve por lo que, pese a lo desangelado del salón, proporciona una agradable sensación, aunque sea lejana y momentánea de abrigo acogedor.

Julio sigue igual; tan sólo con la tarde ya avanzada se atreve a levantarse. Al calor de la estufa y de una animada conversación se le ve bastante mejor. Somos optimistas, o queremos serlo: mañana estará en condiciones de seguir adelante con nosotros. Sinceramente, yo, con el pesimismo que me caracteriza, tenía el pálpito de que no sería así. Pero lo políticamente correcto era ser optimista para que él lo fuera más. Y en esas nos fuimos a la cama.

Khumjung - Phunki Tenga

El día empezó mal. La llamada a la puerta a una hora intempestiva no presagiaba nada bueno y la voz preocupada de Jose lo confirmó enseguida: Julio estaba peor. Habían pasado la noche en blanco. Uno padeciendo, el otro oficiando de enfermero, dándole todo lo que tenía a su alcance en un intento inútil de que mejorara. Todo en vano, apenas si se tenía en pie y de su garganta salía un sonido burbujeante que nos heló el ánimo (el cuerpo ya lo teníamos) y nos dejó muy preocupados aunque tratáramos de disimularlo.

Llamamos cuanto antes a Phura que en seguida dispuso la forma de llevar al enfermo hasta el muy próximo hospital Hillary. El mismo Phura y Jose se lo llevaron en andas con las primeras luces. Quedamos el resto en una preocupada espera. Cuando, pasado el tiempo no teníamos noticias nos fuimos también al hospital para saber cómo iban las cosas. Allí estaba Julio, entubado y a la espera del helicóptero que lo evacuase con urgencia a Katmandú.

Tratamos de animarlo en lo posible y nos despedimos de él un poco sobrecogidos y aprensivos, sensación que tardamos bastantes días en superar. Lógicamente, tuvimos que recomponer los planes. Ya no iríamos al Gokyo primero y al Kala Patar después, como estaba previsto. El sherpa, no sabemos muy bien por qué, consideraba que era mejor invertir el recorrido: subiríamos al Kala Patar y luego, por un paso elevado, el Chola La, pasaríamos, si estábamos "fuertes", al vecino valle del Gokyo sin tener que descender de nuevo.

En compañía de Manab y de David, emprendimos camino hacia Phunki Tenga. Prácticamente era todo en bajada y ofrecía unas vistas inmejorables del Amma Dablan, justo enfrente que aparecía y desaparecía entre los claros de un espeso bosque de coníferas. El camino está bastante concurrido entre montañeros, sherpas y cuadrillas de yaks transportando material.

El lugar de destino estaba en lo más hondo del valle. Se trataba de un poblado de apenas tres casas y un refugio al pie de río, sobre el que recientemente se había construido un puente de madera en sustitución de otro que una riada se había llevado por delante al arrancar de cuajo una monumental piedra sobre la que se asentaba uno de los extremos del puente colgante. Llegamos a mediodía, comimos y de pasar en aquel villorrio el resto del día. Somos pocos los que nos quedamos allí; la mayoría de la gente, después de comer sigue camino hacia arriba, hacia el monaterio deTianboche que, desde luego, descubriríamos al día siguiente, se trata de un lugar bastante más agradable que el lugar donde, al parecer, debíamos pasar la noche.

El sol brillaba y el frío no era mucho, pero la profundidad del valle adelantó mucho la oscuridad de modo que no quedaba otra que irse al saco. Las horas pasaban y Phura y Jose, que se habían quedado a esperar el helicóptero en el que evacuarían a Julio, no llegaban. Un poco por preocupación y otro poco por matar la ociosidad, decidí volver sobre nuestros pasos a su encuentro camino arriba. Casi a punto de anochecer, y muy arriba, nos encontramos y me pusieron al corriente de los laboriosos trámites con el seguro y el piloto del helicóptero para conseguir una rápida evacuación antes de que se metiera la niebla o la noche. A duras penas, consiguieron embarcarlo y a esas horas ya lo hacíamos en Katmandú, fuera de peligro. Al final del viaje, nos enteramos que estuvo hospitalizado casi una semana.

La noche se nos echó encima. En la penumbra que proporcionaba la misérrima luz del refugio, cenamos aún un poco sobrecogidos y aprensivos por el episodio vivido durante el día. Se había acabado el día y el sitio no invitaba a otra cosa que no fuera meterse en el saco.

Phunki Tenga - Dingboche

La claridad del día tardó en llegar al refugio. El cielo estaba azul pero la sombra dominaba aún el fondo del valle. Empezamos una empinadísima cuesta, pero aún tardamos un rato largo antes de que el sol, asomando tímidamente entre los árboles, nos calentara levemente. Todo el camino discurría entre un frondoso bosque de rododendros que se extendía justo hasta la collada cimera donde una gran planicie herbosa alojaba uno de los más bonitos y más importantes monasterios de la zona: Thiangboche.

A partir de ahí, el camino es más llevadero. El bosque es más ralo y el caminar se vuelve apacible. Siguiendo siempre a cierta altura sobre el río seguimos subiendo sin descanso hasta llegar a un agradable pueblo al pie del Amma Dablan. Es Pangboche. Allí comimos en un acogedor refugio, donde coincidimos con un "mañico" que bajaba del Kala Patar. A trompicones y entre bocado y bocado, nos fue relatando su experiencia por las altura, poniéndonos al corriente de lo que nos esperaba.

De nuevo en ruta, de nuevo a subir. Todo en un caminar lento, lentísimo, con muchas paradas para descansar. Los efectos de la altura aún no se notan en exceso, pero nadie pone objeciones al ritmo impuesto por los sherpas: ellos sabrán. No obstante, ese paso tiende a dar una sensación de fatiga, que no responde a la realidad.

Paso a paso, y a última hora de la tarde (por fin una jornada larga), llegamos a Dingboche.

Al pie de unos impresionantes seismiles, se trata de un pequeño pueblo agrícola en medio de un ancho valle glaciar parcelado de murallas de piedra que albergan las tierras de labor. En éstas se advierten, a menudo, gran número de montones de tierra que llaman nuestra atención. Más tarde sabremos que bajo los mismos se entierran las patatas durante meses. Envueltas en trapos y gracias al frío, la oscuridad y la sequedad ambiental, aguantan en esas condiciones mucho tiempo sin sufrir deterioro alguno. Y podemos dar fe de que son de inmejorable apariencia y de exquisito sabor.

Apenas si hay tiempo para preparar las cosas, tomar un té, cenar en la penumbra e irse a dormir. El cielo está plagado de estrellas. Se advierte a simple vista la vía láctea, pero el frío apenas permite deleitarse unos minutos con el espectáculo.

Dingboche

Este es el segundo día dedicado a la aclimatación. Así pues, no hay mucha prisa. No obstante, nos levantamos al amanecer, el sol aún no caliente el valle que está todo blanco por la helada. Según nos levantamos Phura nos hace cambiar de refugio sin saber muy bien cuál ha sido el motivo de esa decisión. El cambio es mínimo y, en cierta medida, a peor; sólo tenemos que cruzar el camino y allá está el nuevo refugio donde desayunaremos acompañados de un gran número de gente.

Luego, se impone un paseo para aclimatar. Subimos hasta un pequeño promontorio que permite ver el valle desde arriba y desde donde se ve de nuevo el Everest, amén del Island Peak y también el Makalu. Un poco más allá nos asomamos al valle vecino de unas dimensiones extraordinarias en el que se yergue Periche. Al fondo del valle se adivina el paso por el que deberemos pasar en dirección a Gokyo, el Chola - La.

Nos volvemos al pueblo donde el mayor entretenimiento será tomar el tibio sol en el porche del refugio dando cuenta de un lemon-te. De nuevo nos espera una tediosa jornada de espera. Se impone una larga siesta, pero aun así, la tarde se hace insufriblemente larga lo que nos echa al camino de nuevo: iniciamos una pequeña ascensión ladera arriba con el fin de entretenernos y de que nos sirva de aclimatación. Desde arriba se divisa todo el valle compartimentado en pequeñas parcelas de labor. Bajamos y pese al paseo, aún nos sobran horas. Más vueltas: esta vez caminando por el fondo del valle, río arriba, hasta que empieza a oscurecer.

Tras la cena nos entretiene una animada charla con Phura en nuestro mal inglés, no mucho peor que el suyo. Pero pese a ello la noche se nos va hacer demasiado larga.

Dingboche - Lobuche

El sol ya ilumina todo el valle pero el frío es mucho. Cuando emprendemos camino a cierta altura por encima del valle de Periche. Subimos de continuo en fácil andar, con una pendiente continua pero muy atenuada. El día es muy luminoso y estamos rodeados de picos nevados que se recortan contra un cielo color azulete.

Tras un par de horas llegamos al pie de la morrena del glaciar que baja desde el mismo Everest, es Duglha. Allí está ubicado un pequeño refugio en el que un considerable número de gente repone fuerzas antes de emprender la larga y empinada cuesta que salva la morrena.

Tras un reparador té al aire libre disfrutando de un sol que apenas calienta, acometemos la subida, como siempre, a un paso extremadamente lento, pero ahora casi se agradece pues los efectos de la altura, cerca de cinco mil metros, se hacen notar.

Arriba descubrimos un paraje tan peculiar como bonito. Se trata de una explanada repleta por todas partes de hitos grandes y pequeños, formados por el caprichoso amontonamiento de piedras que en precario equilibrio al parecer se levantan en recuerdo de los sherpas muertos. Curiosamente, es el único lugar en todo el recorrido en el que hay una relación, aunque sea mínima, con la muerte. En todo el camino no hemos visto ni veremos ningún cementerio ni lugar de cremación. Nada. Uno se pregunta que qué hacen con los muertos. O es que estos sherpas son eternos; resistentes son pero inmortales no creo.

Pero la jornada aún no ha acabado. Queda seguir valle arriba, paralelos al río prácticamente helado, pero en una pendiente muy leve. Así, hasta llegar a Lobuche. Este lugar apenas si son cinco casas de las cuales cuatro son refugios. Ya no hay agricultura ni nada que se le parezca; el pueblo vive exclusivamente de los montañeros.

La entrada en el gran salón del refugio nos da una sensación de calor tan acogedora como prometedora debido al techo de uralita. Pero desafortunadamente esa sensación no la volveremos a sentir más en el resto de nuestra estancia. El frío intenso será la sensación continua que nos acompañará día y noche durante casi los dos días que pasaremos allí. Descorazonador.

Tras la comida y haciendo de tripas corazón y decidimos salir a dar una pequeña vuelta; todo sea por hacer la tarde más corta. Y eso que no apetece lo más mínimo pues ya no luce el sol y el frío se ha intensificado considerablemente. Subimos trabajosamente, pues se nota la altura, hasta una pared lateral que contiene el glaciar Khumbu y desde donde, al otro lado, se divisa gran parte de éste. Es un glaciar bastante estrecho y de aspecto sucio, lleno de piedras. Nada que ver con los glaciares patagónicos, tan blancos y anchos.

Nos bajamos rápido pues el viento azota de lo lindo. El resto de la tarde nos la pasamos tiritando de frío en el enorme y desangelado salón del refugio intentando leer o conversar. En las habitaciones hace aún mucho más frío y en el curioso pasillo, bastamente empedrado que da paso a ellas, hay un termómetro que marca tres grados bajo cero. Los cristales de la habitación se hielan por fuera y por dentro, el agua que tenemos para beber por la noche, se hace cubitos, ir a las letrinas implica cierto riesgo pues su suelo está helado y cuesta mantener la estabilidad mientras se realizan las labores propias del lugar. En fin, que no apetece precisamente pasar mucho tiempo allí. Pero hay que aguantar y pasar dos noches. El único "consuelo" es que esa noche no se hará muy larga pues habrá que levantarse de madrugada: nos espera el Kala Patar.

Lobuche - Kala Patar

Son las cuatro de la mañana cuando nos levantamos. En el salón del refugio los porteadores y sherpas aún duermen tirados por cualquier parte y tapados con mantas. No hay más posibilidad que tomar un té y empezar a caminar. Hace mucho frío, luego Phura nos dirá que estábamos a quince bajo cero. La luz del frontal apenas nos permite ver nada. Se intuye un paisaje blanco por la helada y el crujir de nuestras pisadas lo confirma.

Seguimos como autómatas uno tras otro esperando que amanezca y, por fin, poco a poco, una luz plateada convierte las enormes sobras que nos flanquean en grondes masas de roca y nieve. Atravesamos un tortuoso camino que discurre entre los escarpes del glaciar hasta llegar, por fin, al último refugio antes de la cima y a un paso también del campamento base del Everest, se trata del Gorak Shep.

Entramos a reponer fuerzas y coger algo de agua caliente. El ambiente allí es extraordinario. El bullicio es grande. Hay mucha gente, que ha dormido allí. Ahora están desayunando y se palpa un ambiente de cierto nerviosismo ante la etapa final.

No queda más, hacia arriba. El refugio se halla al pie del Kala Patar y entre uno y otro se extiende una enorme planicie arenosa que hay que atravesar antes de acometer la subida final. Empezamos a un paso extraordinariamente lento, tal vez más por miedo escénico que por la propia dificultad o dureza de la subida.

Llevamos ya bastante tiempo caminando cuando Phura nos muestra en lo alto las banderas que marcan la cumbre. Eso nos anima y hasta tiene uno la tentación de acelerar el paso para acabar cuanto antes. Pero las distancias engañan y las fuerzas ya son pocas; así pues, aún queda un buen rato antes de coronar. Pero al fin todo llega. Ya estamos arriba. El entusiasmo se mezcla con la fatiga, el nerviosismo con el frío, la satisfacción con cierto mareo. Todo junto en una única sensación que, afortunadamente, tiende a desaparecer. Nos calmamos un poco y pasamos de ver a contemplar: allí está el Everest.

Aquí el Nuptse, mucho más elegante e imponente; y qué decir del Pumori que casi se puede tocar con la mano o de la imponente pala de hielo del Lingtren; allá lejos el Merhra Peak, un enano de casi seis mil metros y, cómo no, el siempre visible Amma Dablam. Y abajo un lago gris y el arranque del glaciar que se ve descender por todo lo extenso del valle del Khumbu. No se ve el campo base, que se esconde allá abajo tras un escarpe, pero sí se intuye la subida más lógica al monstruo.

En la cima donde estamos hay poco espacio y empieza a llegar bastante gente. Resulta bastante difícil revolverse y las rocas heladas dificultan las maniobras. Hacemos las fotos de rigor, incluida una con la camiseta del Metro de Madrid en honor y recuerdo de nuestro compañero Julio que se lo ha perdido y estará allá en el hospital de Katmandú.

Toca bajar pero eso no implica ninguna dificultad. Nos compadecemos de aquellos que aún suben y que, a juzgar por las dificultades de muchos, se adivina que no llegarán. El camino de vuelta se hace demasiado largo y frío. Al llegar de nuevo al inhóspito refugio, esta vez, da cierta sensación de alivio que se va pronto cuando empezamos a pensar que aún nos queda una larga tarde y una interminable noche en aquel lugar. Queda el consuelo de que mañana empezaremos a bajar y las cosas tienen que empezar a mejorar.

Lobuche - Pangboche

Hemos desistido de pasar directamente a Gokyo por el paso de Chola La; las fuerzas no son las suficientes. Bajamos pues por donde subimos. El río del valle, esta vez, está completamente helado, hace mucho frío y no veremos los primeros rayos de sol hasta llegar al "cementerio" de los sherpas. Luego, la bajada, el espledoroso día y el paisaje hace el caminar muy apacible. Especialmente cuando llegamos al fondo del valle que lleva a Periche. Se trata de un valle glaciar de unas dimensiones grandiosas, muy llano y ancho. Caminamos muy placenteramente disfrutando del entorno. Pasamos Periche y poco más tarde atravesamos al otro lado del río por un precario puente que sustituye a otro que, cómo no, se ha llevado el río en la primavera pasada.

Antes de parar a comer nos topamos con un sherpa tirado en unos matorrales del camino. Parece enfermo. Le ayudamos a caminar hasta un refugio próximo pero la actitud reticente de Phura para con él, cierto olor a alcohol y una botella vacía de whisky que porta en la parte trasera de la mochila, completan el cuadro.

La comida es un soleado cenador de un refugio que nos reconcilia con la olvidada la sensación de calor en el cuerpo. Eso y un pequeño reposo nos hacen de nuevo personas. Además, hoy también caminaremos por la tarde, lo que supone una agradable novedad. Aún tardaremos un rato en llegar a Pangboche. Ya habíamos estado en esta aldea, pero ahora se trata del barrio de arriba. Donde está el monasterio y también la escuela fundada por Hillary. No tendremos ocasión de visitar ninguna de las dos: el uno está cerrado; la otra, demasiado arriba para nuestras fuerzas.

Más que falta de fuerza, la alternativa que se nos presenta tras llegar es bastante más tentadora: aún hace un cálido sol y delante del refugio hay una espléndida antojana soleada. Nos dejamos seducir por la molicie y nos sentamos "cara al sol" a reabsorber todo el calor perdido. Sólo nos falta la cerveza, que hay, pero entendemos que sería vicio.

¡Qué sensación más placentera! Nos dedicamos por completo al ocio, o más bien a la ociosidad: contemplamos cómo los astutos cuervos se dejan caer al patio para picotear los restos de hielo que aguantan aún en la sombra; nos divertimos con un pequeño jak que se dispone a merendar o nos hacemos fotos con los sherpas y los porteadores, que si hasta ahora fueron más bien esquivos, se muestran ahora más sociables. En la cena también reina cierto optimismo pese a la oscuridad que a duras penas trata de combatir un artilugio que la dueña del refugio se empeña en encender tantas veces como éste se apaga, que son muchas.

Phura y Manab están comiendo jocosamente algo que según ellos tiene el mismo aspecto cuando entra en el cuerpo que cuando sale de él. Y efectivamente, tienen razón. Es una pasta marrón oscuro que cogen con las manos y mojan en una salsa que se adivina picantísima y engullen golosamente.

La sobremesa nos la ameniza el dueño del refugio. Un anciano sherpa que, al parecer, hacía expediciones de altura a juzgar por las fotos que cuelgan de las paredes. Pero ahora parece darse a otras aficiones a juzgar por su dificultades en el habla y por el oloroso aliento que despide cuando se abalanza sobre nosotros para hacer alguna comentario hilarante en su mal inglés. De todos modos, aunque hablase su lengua sherpa, las dificultades serían las mismas, seguramente.

Pangboche - Phortse

Hasta el frío matinal aquí se hace menos insufrible. Dos o tres grados bajo cero ya nos empieza a parecer una temperatura "civilizada". La suficiente como para disfrutar de salir al patio del refugio y hacer unas fotos con el peculiar personaje que anoche nos amenizó la velada. Ataviado con una estrafalaria cazadora y un generoso gorro, posa con una sonrisa de oreja a oreja entre nosotros.

A caminar. Bajamos por el mismo valle de subida, pero a más altura. Es muy aéreo, con vistas a todo el valle y a lo lejos el monasterio de Tyangboche que siempre tendremos a la vista. A veces, se estrecha y se vuelve vertiginoso hasta llegar a una atalayada collada que da vistas al pintoresco pueblo que es nuestro destino: Phortse. Acostado, literalmente, sobre una rampa en la falda de la montaña. Es aún muy temprano, pero ya se sabe: cuando se llega hay que comer y cumplimos con nuestra obligación. Luego, la tarde es plácida y soleada, con tiempo de sobra para pasear por el pueblo y subir al elevado Monasterio. Los problemas de salud vendrán a la noche, son lo suficientemente importantes como para cambiar nuestros planes definitivamente: bajaremos a Lukla y abandonaremos a Jose y David, que seguirán camino a Gokyo.

Phortse – Namche Bazar

La ruta que sube a Gokyo es al pricipio la misma que lleva a Namche Bazar, así que emprendemos todos juntos la marcha. Se baja una pendiente muy pronunciada que, entre una espesa arboleda, lleva hasta el río. Allí está Phortse Tanga y allí se divide el camino, luego es hora de despedirnos de nuestros compañeros. Ellos se irán con Phura y un porteador y nosotros con Manab y el otro. Nos despedimos no si cierta envidia y aunque sabemos que nos volveremos a encontrar en Katmandú, es más un “adiós” que un simple “hasta luego”.

Ahora, a nosotros nos queda una empinada cuesta hasta llegar al paso de Mong La. Subimos despacio y con la cautela añadida de que en medio del camino unos tibetanos están hostigando a un yak que no puede caminar por tener la cabeza atada a una pata y está bastante cabreado.

En el paso, un descanso y, desde ahí, todo es dejarse llevar. No volveremos a pasar por Khumjung ni por Khunde. Otro camino más cómodo y también bastante más concurrido nos llevará directos a Namché Bazar.
Vamos tranquilos, pero esta vez no es por la altura (ya hemos bajado lo suficiente), es una mezcla de falta de fuerzas y de sensación de derrota.

A nuestra espalda, a cada recodo del camino avistamos a lo lejos el Everest. Son los últimos vistazos, las últimas fotos que saben a despedida. El Amma Dablam, como siempre está ahí presente, como el guardián de nuestros pasos pero también dejará de serlo muy pronto. En una vuelta del camino aparece, allá abajo, Namché. Es como volver a la civilización, a un “buen clima”, a todas las “comodidades”, a una gratificante ducha, a una cerveza hasta entonces prohibida, a las últimas compras de material deportivo. Ya casi estamos en casa.

Namche Bazar - Pakdhin

Quedan aún dos días, pero como es terreno conocido, de buena gana lo haríamos todo de un tirón. Son muchos días los que llevamos de camino y tenemos ganas de llegar.

El camino hasta Pakdhin casi todo en bajada. La interminable cuesta que nos subía hasta Namche y que se nos hizo eterna, ahora la bajamos en un momento y disfrutándola un poco más. En un momento dado, en una especie de mirador, en el que no habíamos reparado al subir, Manab se detiene y nos muestra el Everest, allá a lo lejos, entre un claro del bosque. Esta sí: es la última vez que lo veremos.

El resto el camino apenas tiene historia. Discurre por el fondo del valle, siempre al lado del río. Disfrutamos un poco más si cabe pues ya no hay la incertidumbre de la subida, y, además, tenemos un tiempo espléndido y vamos gozando del paisaje. Como siempre, llegamos muy temprano a Pakdhin y aun así, también como siempre, comemos. Nos alojamos en el mismo refugio donde estuvimos al subir. Qué distinto se ve todo ahora.

Como luce el sol, nos sentamos afuera, al pie del camino, disfrutando del sol y del ir y venir de gente que continuamente pasa en ambas direcciones: montañeros, sherpas, ganado, chiquillos que va (o vienen, no sabemos) del colegio. Resulta muy entretenido. Cuando se oculta el sol desciende la temperatura y aunque no es lo mismo que por allá arriba, entendemos que es una buena disculpa para echarse una siesta. Luego matamos el rato con un poco de lectura. No cabe más.

A última hora, al calor de la estufa, tenemos una pequeña charla en nuestro inglés de trapo con unos británicos, padre e hijo, que “suben”, pero como resulta muy trabajoso no prospera demasiado. No vamos pronto a la cama. Estamos deseando llegar a Lukla. Allí aún tenemos que pasar una noche más pero trataremos de convencer a Manab para que nos adelante el vuelo. Un día entero en Lukla puede hacerse bastante largo. El único entretenimiento es ver aterrizar y despejar las avionetas si hace el suficiente buen tiempo para que puedan hacerlo.

Pakdhin – Lukla

Ya está. Hoy es el último día. Sólo nos resta subir hasta Lukla y eso es poco menos de tres horas. No hace falta ni siquiera madrugar. Salimos al camino cuando los niños, ataviados con elegantes uniformes, van camino de sus colegios en pequeños grupos.

Y llegamos a Lukla justo a la hora de comer. Bueno, en realidad, como siempre, legamos y comemos, sea la hora que sea. Estamos en el mismo refugio en que iniciamos el viaje, pero ahora, que luce el sol y hemos acabado tiene un aspecto bien distinto. En plena comida Manab nos viene con la buena nueva de que hay vuelo para Katmandú ese mismo día. Aún más, en ese mismo instante.

Con la comida en la boca, literalmente, cojemos nuestros bártulos y echamos a correr hacia el aeropuerto. Apenas hay tiempo para nada: le damos las medicinas a Manab como habíamos prometido y alguna cosa más y a esperar la avioneta. No tarda en llegar. Hace muy buen tiempo y van y vienen avionetas a todas horas. Hay que aprovechar. Cuando subimos a bordo, el piloto justo delante de nosotros está dando buena cuenta de una sopa que le sirve una azafata a pie de pista. Con la última cucharada, suelta el freno y allá que rueda pista abajo la avioneta. El despegue pese a nuestras reticencias es coser y cantar. Y el vuelo, con buen tiempo, una maravilla. A nuestra derecha, vemos una estupenda perspectiva de toda la cordillera del Himalaya.

Ahora ya puede estrellarse ese maldito trasto, nosotros ya hemos cumplido, aunque a medias, con nuestro objetivo. La única incertidumbre ahora es saber si, tal y como insistimos a Manab que así fuera, hay alguien esperando en el aeropuerto de Katmandú.

El nos aseguró que así sería, pero... no hay nadie perfecto.

Paseos por la Portugonia


Desde Herodoto hasta Denis Tito, que al parecer ostenta el cuestionable honor de ser el primer turista espacial, el viajero que inicia su andadura lo hace movido por las más diversas razones. Los hay que buscan (y hallan) aventuras y emociones; otros aspiran a postrarse extasiados y boquiabiertos ante las maravillas que el hombre legó a la posteridad: catedrales, templos, mausoleos...; están los que anhelan escrutar hasta el último rincón de los más afamados museos en busca de las grandes obras del arte universal; o aquellos que beben los vientos por perderse en exóticos paisajes plagados de la fauna más diversa, desde la más grande y peligrosa a la más diminuta y molesta; sin olvidar los que, algo más prosaicos y ávidos de sol, sucumben al encanto de playas de arenas sedosas y aguas cristalinas; y, por supuesto, están también los coleccionistas de países, esto es: los que buscan contabilizar en su pasaporte el mayor número de visados posible y para ello atraviesan desiertos o arrostran decididos duras penalidades por ver estampado en su documento el sello de Tombouctou o Samarkanda.

Yo, personalmente, me inclino más por la gente. Sin menospreciar, incluso compartiendo algunas de tan variopintas motivaciones, tengo para mí que conocer un país es conocer a su gente: saber cómo pulula por sus calles, cómo vocea en sus mercados, susurra en los templos o conversa en los cafés. Saber qué come y cómo, qué bebe y dónde, lo que les divierte, lo que les une entre sí o les separa de mí. Todo ello ayuda a componer esa imagen que, junto a paisajes, monumentos, templos o museos, nos vamos formando de un determinado país.

El viaje a la Patagonia, no podía ser una excepción. En principio, ofrecía la oportunidad de conocer un paisaje (¡y qué paisaje!) y dos países: Argentina y Chile. Respecto a su gente, hay que admitir que, dada la idiosincrasia de la Patagonia, habría que prestar más atención a la cualidad que a la cantidad, pues la cantidad, a decir verdad, es más bien escasa. Pero, por suerte, lo pintoresco de sus personajes compensa con creces su escasez.

Son los patagónicos (en especial los dan en llamar “pioneros”) gente peculiar que confiere a la tierra un carácter especial. O tal vez es al contrario: es la peculiaridad de la tierra la que hace tan especial a la gente. ¡Tanto da! Sea como sea, a la Patagonia se la conoce mejor charlando con personajes como Pedro, el de Lago Posadas, que sabedor de ser él mismo una leyenda, la cuenta (hasta en catalán, si se tercia) mientras la paladea orgulloso; o bien probando el exquisito “lemoncelo” que su esposa prepara y que conserva claras reminiscencias de su oriunda y lejana Italia.

Se aproxima uno más a esa despoblada tierra donde los pueblos parecen islas, caminando y bebiendo cerveza artesanal con Pablo el guía-carpintero-lavandero de El Chaltén que, apasionado, nos dio a probar el dulce fruto de los notros como si en él se encerrara la esencia de los Andes patagónicos de los que se decía enamorado. Se la entiende más y se la saborea mejor probando la deliciosa tarta de limón que ofrecía el peculiar cantinero de La Leona, cuyo aspecto sería un ejemplo de extemporaneidad y desubicación, si no estuviéramos en Patagonia. O bien, escuchando la apasionada erudición de glaciarismo de Federico de El Calafate, que aderezaba sus alocuciones con música del país y las salpicaba de alusiones políticas que me traían recuerdos de un reciente pasado español un tanto naïf.

Se empapa uno de Argentina, atendiendo serios y aplicados la verborrea del taxista que en un corto trayecto desglosaba, en breve pero sesudo análisis, la situación socio-político-económica de toda América Latina (¡toda!), haciendo hincapié, por supuesto, en la importantísima implicación que en la misma tiene la distinción entre una concepción bolivariana o sanmartiniana de la nueva América; amén de otras consideraciones y otros temas que abordó sumariamente tales como: la política de ingerencia norteamericana, la incomprensibles preferencias de los turistas fruto de una equivocada política de información turística, el problema de la seguridad ciudadana y otros temas menores, como el tráfico, la lengua, etc. Y todo ello, sólo por 20 pesos (viaje incluido, claro está).

Pero si de conocer gente se trata y, por ende, de vislumbrar la esencia de un país, el periplo patagónico habría de depararme, además, una muy agradable sorpresa. Otras gentes, no precisamente patagónicas habrían de brindarme, por añadidura, la oportunidad de asomarme al incipiente conocimiento de otro país: Portugal.

Efectivamente, la suerte, esquiva en ocasiones anteriores se revelaba propicia esta vez y me regalaba con la grata presencia de un grupo de compañeros de viaje del “vecino país”. Fue así como cada kilómetro recorrido por la Ruta 40, me iba acercando a Ushuaia, a Bahía Lapataia, pero también a Portugal.

Aquellos compañeros del “ripio”, hermanos de fatigas andinas, camaradas del bife y de la “Kilmes” o el Merlot, compadres de la empanada y el mate, estoicos sufridores del viento patagónico fueron dándome a conocer un país que, sin haber pisado jamás, adivinaba ya como una buena tierra para visitar.

Portugal también estaba allí, mientras trepábamos morrena arriba al pie del Fitz Roy o nos escurríamos sobre un glaciar, mientras ofrendábamos al Gauchito Gil o a la Difunta Correa, cuando contemplábamos la cachazuda placidez de las ballenas o escuchábamos el guirigay de la pingüinera (¡qué giro!), cuando perseguíamos al escurridizo piche y escrutábamos al esquivo guanaco, al intentar hacer fotos (“¡fotito, fotito!) al desconfiando choique o avizorábamos al cóndor o al cauquén y disfrutábamos del lobo marino (de un pelo, que no de dos) y su primo el elefante (también marino, por supuesto); mientras nos cubría la nieve en el Lago Escondido o nos azotaba el viento en el bosque petrificado y el sol en la Cueva de las Manos.

Juntos, mientras compartíamos larguísimas galopadas por las desoladoras rutas patagónicas, escuchábamos a Gieco, voceábamos con Rodrigo (“¡Maradó, Maradó...!) o tarareábamos el chamamé, fui construyendo el mosaico de un país mientras recorría otro distinto. Dos por el mismo precio ¿qué más se puede pedir?

Nada tiene de extraño que, meses más tarde, sintiera la necesidad de escaparme hasta Portugal. Cuando llegué a Lisboa, más que conocer, “reconocí” una ciudad, su ciudad, la de ellos, pero también un poco la mía. Allí estaban mis compañeros patagónicos. De nuevo juntos, tuve la sensación de hallarme de nuevo en Patagonia reviviendo cada uno de los momentos de aquel viaje. A la par, cuando pienso en Patagonia, me asaltan recuerdos de Portugal. Todo es uno, como si Portugal y Patagonia fueran un continuo y no supiera dónde empieza una y termina la otra. Tanto es así que juraría que de camino a Lisboa, a la altura de Castelo Branco, creí ver una indicación en la autopista que decía “Bajo Caracoles 63 Km.” y otro que rezaba “Estancia Don Manuel 35 km.”. No sé ... tal vez lo soñé. Y soñé también que en Lisboa di cuenta de un suculento bife, regado por un merlot mientras escuchaba tangos en una establecimiento llamado Café Buenos Aires. Sí, tal vez lo soñé.

Así las cosas, me siento especialmente afortunado de haber conocido un país cuyo visado sería la envidia del coleccionista de países. Nadie busque en catálogos viajeros, ninguno espere encontrar referencia en los foros o reseñas en los libros de viajes, desistan todos de visitar y menos conocer, un lugar que sólo está en mi memoria y seguro en la de “mis portugueses”; nadie les hablará jamás de un lugar llamado Portugonia.

La integración china


De unos años a esta parte, un nuevo tipo de establecimiento comercial ha entrado a formar parte de nuestras vidas para solaz de aquellos que gustan de zambullirse en la sociedad de consumo. A nadie sorprende ya encontrarse, en los mejores locales de la ciudad, un bazar chino.

Varias son las circunstancias que, en principio, llaman la atención de estos locales tan peculiares y que gozan de una sorprendente aceptación, únicamente explicable si atendemos a sus precios.

Dejaremos de lado las leyendas urbanas que rodean al colectivo chino en nuestro país. Leyendas que, sin empaque, se adentran de lleno en el escabroso y truculento asunto del canibalismo o bien rescatan una remozada versión del Sacamantecas que ahora, más acorde con los tiempos, se ha reconvertido en traficante de órganos. Asuntos ambos que por el morbo que suscitan bien merecerían un largo comentario que dejaremos para mejor ocasión.

Hay otras curiosas circunstancias que rodean estos bazares y que no son tampoco los horarios maratonianos, ni su gran tamaño y situación privilegiada, su versatilidad (uno encuentra desde paleta y caldero de playa para el niño hasta un recargador eléctrico de pilas) o su misceláneo abigarramiento.

Nada de eso. A mí me llama poderosamente la atención su nombre. Efectivamente, todos sin excepción escogen para su negocio un nombre de indudables resonancias chinas que incluso, en ocasiones, va escrito en caracteres originales. O es de suponer que eso es lo que significan esos extraños grafismos anexos al nombre en caracteres latinos. Nombres como “Hua Sing Po”, “Hi Suan Kiin” o “Toon Su Chin” ya no extrañan a nadie.

Sin embargo no conozco a nadie que cuando se dirige al correspondiente bazar de su barrio diga con naturalidad: “Voy a comprar un juego de brochas al Pong Chi Sua”; si no, “voy al chino de la esquina”. Sin entrar, por otra parte, en consideraciones sobre si estará o no abierto: tenemos la seguridad de que sí lo estará aunque sean las 2 de la madrugada. Otro cantar es: ¿quién puede necesitar un juego de brochas a tan intempestivas horas?

¿A qué se debe la elección de esos nombres? No digo yo que deban caer en el recurso facilón y llamarlos “La Flor de China”, “La Perla de Sanghai” o “La más Barata de Pekín” porque sonaría un poco antiguo. Ni que se decanten por algo tan pretendidamente chic como “Chino’s Bazar” o “Pequine’s Fashion”. Pero podrían elegir algo más propio del país y que fuera más pegadizo para los aborígenes, esto es, para nosotros.

Pongo como caso ejemplar aquella familia china que reconvirtió su negocio, un restaurante chino, en ¡una sidrería! y le puso por nombre el asturianísimo nombre de “Casa Lin”. En un paradigmático sincretismo, acertaron con algo autóctono sin renunciar a sus raíces mandarinas, toda vez, que el dueño atendía a tan escueto nombre. Pena es que tamaña audacia comercial no se viera acompañada por el éxito. La verdad sea dicha que aún existen muchos prejuicios entre los sidreros y uno de ellos es que no ven con buenos ojos que les eche un culín (Ku Lin) una joven nacida a la sombra de la portentosa muralla. Pero ese es otro tema y merece comentario aparte.

Tengo yo para mí, que esto de la elección del nombre es una muestra más de la proverbial falta de integración de la comunidad china en España, en general, y en Asturias, en particular. Efectivamente, raro es ver a un chino tomando un culín de sidra mientras da cuenta de una ración de bígaros, o a los mandos de un utilitario cagándose en la “madle que palió” al taxista que le cerró el paso. Raro es verlos quemándose “les pestañes” en la foguera de San Xuan, o dando una vueltina por el Muelle de Oriente paseando a los críos por muy del oriente que sea.

Sus bazares son su hogar; son su pequeña china. Ellos están allí en su país, no en el nuestro, y seguramente esperan que por la puerta entren sus paisanos de rasgados ojos y no los ojipláticos autóctonos. De ahí que el nombre de afuera sirva de reclamo a los chinos, no a los españoles que no atienden ni atienden lo que allí está escrito y menos cuando lo escriben en su propia lengua. Sabremos que un chino está integrado cuando cambien el rótulo de su establecimiento.

De esta conclusión se desprende un hecho altamente positivo, especialmente para aquellos que adoptan a una niña china y que últimamente son legión. Se cuenta que muchos de estos esforzados y admirables padres, con el fin de que sus hijas no olviden el poco o mucho chino que saben cuando llegan y con evidentes muestras de pensar en su futuro, las llevan a clases de chino.

Pues bien, está bien pensado pero no hace falta el esfuerzo económico de unas clases particulares. Puesto que los bazares chinos son, como hemos visto, una parcelita de China en España, podrían reconvertirse (sin renunciar a su proverbial espíritu mercantil) en guarderías donde las nuevas españolitas podrán empaparse de la cultura china sin salir de nuestro país. Además, se cuenta con la ventaja del horario: los padres no sólo podrán dejarlas durante el horario laboral sino que pueden salir a cenar y, después de la espuela, pasar a buscar a su niña y, de paso, comprarse el juego de cuchillos que tanto necesitaban y que se les había olvidado comprar por la mañana.

Historia de una cabeza


Mi madre siempre anheló tener una familia numerosa, pero su segundo parto, a la sazón, mi nacimiento, dio al traste radicalmente con sus expectativas. Se dijo para sí e hizo saber a los demás que ese sería su último parto, que nunca más volvería a pasar por una experiencia traumática semejante. Y todo por culpa del extraordinario tamaño de parte de mi anatomía; más concretamente al volumen de mi cabeza.

Me apresuro a decir, para que los malpensados no se hagan una idea inapropiada de mi físico, que aunque éste no sea para tirar cohetes, mi cabeza actual no dista mucho de lo que podría considerarse como normal y el cuerpo está al tenor de la misma. El problema no es, sino que fue: Al nacer yo poseía una hermosa y esplendorosa cabeza propia de un adulto que remataba, prominente, mi cuerpecillo de bebé.

Con el devenir de los años, el cuerpo fue adoptando tamaño y formas propias de cada edad sin que, por el contrario, la cabeza experimentase cambio alguno en cuanto al tamaño. Tanto es así, que para constatar la veracidad de tal afirmación, puedo decir que, al día hoy, poseo una talla de cabeza exactamente igual a la que tenía cuando nací. Hasta tal punto esto es cierto que actualmente puedo cubrirme sin problemas con los mismos gorros que me adornaron en mi más tierna infancia. Si ir más lejos, no hace mucho me vi en la obligación de demostrar a un incrédulo interlocutor esta curiosa particularidad y busqué y hallé uno de aquellos gorros de paja con los que se enjaezaba a los infantes allá por los años sesenta y que mi madre, aquejada desde jovencita de prematuro “síndrome de Diógenes”, guardaba desde entonces. El gorro en cuestión se ajustó a mi testa como un guante a su mano respectiva. Y más allá del ridículo aspecto que me confería podría haber salido de paseo con el citado aderezo.

Semejante proeza se debe, según la pertinente explicación médica, a que yo tuve la ocurrencia de nacer con un pequeño trastorno sin importancia y estadísticamente muy infrecuente conocido como “adultus cápita” o también “hypercephalis infans”, esto es, poseía una cabeza propia de adulto siendo un niño. Una cabeza grande y bien formada que fue el asombro de la profesión médica que desfiló por la cabecera de la cama de madre y neonato en cuanto se propaló la noticia. La “Gota de Leche”, lugar de mi nacimiento, fue por aquél entonces hervidero de médicos, tráfago de pediatras que quería constatar con sus propios ojos aquel hecho sin parangón. Todos ellos, a la postre convinieron en certificar que con aquella fecha y en aquel lugar se acababa de batir la plusmarca mundial de “cerramiento de fontanela”. Registro que, con orgullo, aún ostento en la actualidad y del que queda fe en una placa conmemorativa que a tal efecto tuvieron a bien fijar las autoridades competentes en la fachada de tan noble edificio gijonés y que aún se conserva para sorpresa y maravilla de los viandantes que reparan en ella: “Al ilustre patricio y prócer gijonés Armando Martín Fernández que dio fama a esta Santa Casa con su inaudita hipercefalea. Enero de 1960. El pueblo de Gijón”. Lo de Armando, no se trata de una equivocación; antes al contrario, pues ese fue el nombre que, presa de un enorme aturdimiento debido a la traumática experiencia, fue capaz de balbucear mi madre ante las preguntas de las atónitas enfermeras. Más tarde, recobrada templanza y seso acordaron darme la gracia por la que hoy se me conoce, pero para entonces en los registros oficiales de la inveterada institución ya figuraba el nombre de Armando.

En este curioso incidente sin importancia, se apoyan mis descreídos críticos para poner en tela de juicio la veracidad de lo que aquí se cuenta, toda vez que niegan que esa sea mi identidad. En ese dato y la circunstancia de que semejante plusmarca no está registrada en el afamado Libro Guinness de los Records. Esta circunstancia no hace más que evidenciar su propia ignorancia aderezada con grandes dosis de envidia, pues es sabido que dicho libro, no fue introducido en España hasta años más tarde, habida cuenta de las autoridades de por aquel entonces mantenían unas actitudes absolutamente xenófobas que les hacía repudiar cualquier “invento” foráneo.

Para el lector bien intencionado que dé justamente por bueno lo que antecede, diré que, si bien me siento orgulloso, como digo, de haber protagonizado un hecho tan singular, no siempre las consecuencias derivadas del mismo han sido todo lo gratificantes que cupiera esperar, más allá del hecho de que nunca, con excepción de la mencionada placa conmemorativa, se ha dado la importancia que, modestamente, creo que el hecho se merecía.

Fueron (y aún hoy lo son) varias las circunstancias derivadas de mi particularidad física que me trajeron importantes consecuencias en los años sucesivos.

Uno de ellos que, aunque parezca baladí, a mí me contraría enormemente por lo que supone de merma emocional, es que apenas existen documentos gráficos de mi más tierna infancia. Y si existen están borrosos o aparezco siempre en una posición de “decúbito prono”. No se conservan fotos de mi persona como las que adornan todos los álbumes familiares, es decir, en posición sedente. Las pocas que existen (no más allá de dos), siempre aparezco con el brazo de un adulto a mi espalda, tal si fuera el muñeco de un ventrílocuo. Tan enigmática mano no hacía más que preservar mi verticalidad, pues de otro modo era imposible obtener un daguerrotipo en posición de sentado pues el tamaño y peso de mi cabeza hacía que, no bien me habían situado en la posición más conveniente, al retirarse unos metros para efectuar el disparo, yo perdía de inmediato la verticalidad estampando con estruendo la cabeza contra el piso, ora hacia adelante, ora hacia atrás, ora hacia los lados. Por demás diré que semejante porrazo devenía en inconsolables llantos que resultaban muy poco fotogénicos, por cierto, lo que obligaba a largas sesiones de carantoñas y pantomimas hasta que se consideraba que yo volvía a estar de nuevo en perfecto estado de revista a los fines fotográficos. Y vuelta a empezar para desesperación del fotógrafo.

Tan solo muchos meses más tarde y coincidiendo con una visita familiar a la playa algún ocurrente personaje, dio con el método adecuado para que mi sedente verticalidad no se viera comprometida. Era tan simple como ingenioso: bastaba con hacer un hoyo en la arena en el que poder encajar convenientemente mis posaderas y evitar el inestable balanceo de mi cabeza.

No obstante, como digo, no son muchos los retratos que se conservan, lo que en cierta medida, supone como si parte de mi infancia me hubiera sido hurtada. Además, el hecho de que las pocas que se conserven tengan la apariencia descrita sumado al proverbial escarnio que los hermanos mayores hacen con los que les suceden y que en el caso de mi hermano tuvo especial virulencia, yo crecí creyendo que era el nieto de “Doña Rogelia”.

Pero, con todo, no es esta una de las consecuencias más indeseables de mi hipercefalea. Quizá la más significativamente desagradable se derivó del hecho de que el abultado tamaño sólo atañía a la estructura craneal, que no a la talla cerebral. Es decir, que por muy grande que fuera mi cabeza, mi cerebro nunca estuvo en correspondencia. En consecuencia, siempre adolecí de lo que se da en llamar holgura cerebral. Esta dolencia cursa con unos síntomas tan evidentes como molestos para quien los padece. Cuando el paciente acomete un movimiento de arrancada brusco, es decir, comienza a caminar demasiado bruscamente, siente, por efecto de la inercia un pequeño golpe en la parte posterior del cráneo; de forma análoga cuando detiene su marcha de improviso por el mismo efecto físico, siente golpear en la parte frontal del cráneo.

Aunque estos síntomas resulten un poco molestos, en general se termina uno acostumbrando o bien trata de minimizarlos no realizando arranques y paradas bruscas o, bien se adquiere una extraña habilidad consistente en pequeños movimientos de cintura casi imperceptible que, a modo de servomecanismo, palían la rigidez del tronco y minimizan el impacto.

No obstante, en general, tiende a producirse un pequeño roce de la masa encefálica con las paredes craneales lo que trae como consecuencia una irritación cerebral (“cerebritis por holgura intracraneal”) que pese a no tener graves consecuencias, genera leves trastornos cognitivos: el acto de pensar implica un esfuerzo suplementario, toda vez que se ve acompañado un pequeño escozor. Una vez metido en materia, esto es, cuando uno lleva tiempo pensando, la zona se desensibiliza y apenas si se nota el escozor mientras no “enfríe”. Así las cosas, como consecuencia cognitivo-comportamental directa, se advierte que o bien uno rehuye cualquier tipo de actividad mental o, por el contrario, una vez iniciada se propende a no detenerla; la manifestación conductual externa de los individuos aquejados de semejante trastorno es una actitud ausente unas veces o que deriva, en ocasiones, en una verborrea incontenible y extenuante tanto para el sujeto paciente como para sus posibles interlocutores, que, en cierto modo, también pasan a “padecer” al sujeto.

Son pocos los tratamientos paliativos de semejante dolencia. El más eficaz pero también el más invasivo, y por tanto poco recomendable, consiste en la introducción, vía trepanación, de silicona líquida neutra que al ser una sustancia inerte rellena sin más consecuencias el espacio intercraneoencefálico. Al parecer, otras pruebas realizadas con espuma de poliuretano no han sido en absoluto satisfactorias pues, dado el carácter expansivo de la materia, tendía a invadir otros compartimentos como las fosas nasales y el oído medio, lo que derivaba en consecuencia harto indeseables: sordera, anosmia, etc.

Con todo puedo decir que yo creo haber dado con una solución en absoluto invasiva y más próxima a lo que se entendería como dentro del ámbito de lo que se conoce como terapia cognitivo-conductual con claras implicaciones psicosomáticas, en tanto en cuanto parece existir una evidente transformación morfológica fruto de una actividad cognitiva inducida.

En detalle, se trataría de pensar en “tonterías”. Efectivamente, he comprobado empíricamente cómo las ideas absurdas y sin importancia, sin contenido racional alguno, tienen el mismo efecto en el cerebro que los gases tienen en el intestino, esto es, inflarlo sin por ello llenarlo de contenido. En consecuencia, las tonterías inflarían el cerebro de manera artificial sin que ello implicara un pensamiento racional con contenido, evitando así, una actividad cognitiva en sí misma y por ende lo que esta produce. Sin embargo, el aumento de tamaño hace que el cerebro encaje de forma natural en las paredes craneales desapareciendo así la holgura encefálica determinante etiológico de la irritación y sus desagradables consecuencias.

No me siento especialmente satisfecho de que, debido a esta singular solución, uno manifieste un comportamiento bien extraño a los demás, que desconocedores de la verdadera razón de tanta tontería, me asigne de forma gratuita, irracional e inmerecida la etiqueta de “tonto de remate”. No obstante, bastaría con pensar en ellas y no transmitirlas si no fuera porque la experiencia me dice que si pienso demasiadas se produce la misma molesta sensación que uno tiene cuando tiene un exceso de gases intestinales, en cuyo caso la única forma de aliviar esos síntomas es proceder a verbalizar las tonterías. Pero, siguiendo con la analogía, del mismo modo y manera que la liberación de gases intestinales se realiza mediante actos sonoros manifiestamente desagradables, la liberación de los “gases” cerebrales también implica actos sonoros (léase alocuciones) e igualmente desagradables, especialmente para los interlocutores que circunstancialmente se encuentren presentes a los cuales, desde aquí, pido disculpas por anticipado.