viernes, 21 de noviembre de 2008

Asturias Masai

Cualquier tema puede ser susceptible de polémica, en especial, si un asturiano anda de por medio.
Efectivamente, resulta notorio para cualquier foráneo que nos visita la especial tendencia que los asturianos mostramos por la polémica: somos capaces de iniciar una sonora trifulca por los temas más baladíes. Más que polémicos diría yo que damos en un "pelín" pendencieros. Yo he visto con estos ojos, que se ha de comer la tierra, discutir agriamente sobre si Luis Enrique medía un metro ochenta o tan solo un metro setenta y cinco. Cinco centímetros dan para horas de discusión.
Pero con carácter general, en todas partes, hay temas especialmente sensibles a la polémica. A la cabeza de los mismos se sitúan, cómo no, grandes temas como la Política y la Religión. Tanto es así, que en la mesa de las buenas familias está terminantemente prohibida sacar a colación esos temas y mezclar los evangelios con las patatas fritas o la socialdemocracia con la bechamel.
No le van a la zaga otros asuntos que, de habitual, irritan ciertas sensibilidades, condición desencadenante de la polémica. Dejando a un lado las cuestiones futbolísticas (discusión que forma parte de la idiosincrasia patria), uno de ellos es el viejo tema de las diferencias hombre/mujer (ya abordado en otra entrada de este blog).
Pero polémico entre los polémicos siempre está el tema de los nacionalismos y/o regionalismos. Siempre que se suscita esta temática salen a relucir los más atávicos y ancestrales sentimientos, que promueven los más bajos instintos que ponen
en juego el armamento dialéctico más pesado, cuando no, de otros argumentos manifiestamente más contundentes.
Pues bien, como buen asturiano que soy, no rehuyo la polémica. Antes al contrario, no me arredro un ápice ante esa perspectiva y por ello estoy decidido a abordar hoy un tema tan espinoso como el del "Nacionalismo Astur" sin miedo a la crítica y a las consecuencias. Pretendo arrostrar con valentía el tema tabú de los presuntos orígenes del pueblo asturiano con el fin de entablar un fiero debate del que no dudo saldrán vencedoras mis novedosas tesis sobre el tema.
En efecto, pretendo exponer una revolucionaria y novedosa teoría sobre el origen de los asturianos que presumo herirá más de una sensibilidad y socavará los principios del nacionalismo asturiano y hará temblar los sacrosantos fundamentos de los llamados "asturtzales".
De todos es sabido que el sentimiento nacionalista astur se asienta en el principio, hasta ahora incuestionado e incuestionable, de un supuesto origen celta de los actuales asturianos de pura raza, lo que nos hermanaría con conjunto de pueblos sembrados por todo el arco atlántico europeo. Cualquier opinión en contrario sería como mentarle a la madre a los más recios nacionaliegos, pues su tierra es su madre y a ti te encontré en la calle. Pues bien, en un inusitado arranque de audacia pretendo refutar tal teoría por falaz y demostrar con fehacientes pruebas que los asturianos no tenemos un origen céltico sino que provienen de "Centro África". Sí, sí. Ya está dicho.

Hago aquí una pausa valorativa para que se asimile debidamente la enjundia de tamaña aseveración y porque narrativamente permite un momento suspense que viene muy bien para captar la curiosidad del lector. Si bien, también puede servir, me temo, para que muchos abandonen la lectura después de haber proferidos serios exabruptos atentatorios contra el buen nombre de mi estirpe. Por si sigue habiendo alguien ahí, sigo mi discurso...

Tras largos años de sesudos estudios y de una farragosa recopilación de datos estoy en condiciones de aseverar y demostrar que, efectivamente, lejos de provenir de pueblos norteuropeos, los asturianos somos parientes lejanos de tribus originarias de una amplísima zona comprendida entre el valle del Riff hasta los vastos territorios al sur del Níger.
Más concretamente, estos pueblos, en una emigración tan peligrosa como enigmática y por vía marítima a bordo de rudimentarios cayucos, habrían desembarcado en las costas asturianas a la altura de lo que más tarde se conoció como el Puerto de Luanco, en Gozón. Pero adentrémonos decididos en las innumerables pruebas que avalan mi teoría, para satisfacer cuanto antes la desmedida curiosidad de los más escépticos, a los que imagino boquiabiertos y ojipláticos, al borde del suicidio aplastándose la cabeza entre dos madreñas o abriéndolsela directamente con una fesoria. La primera prueba, paradójicamente, se puede encontrar en uno de los iconos fundamentales del nacionalismo astur, es decir, en Don Pelayo. Dice la leyenda que hallada que fue su tumba, se encontró en su sarcófago un trisquel y un fémur de grandes dimensiones. Los estudiosos, en una sesgada y torticera interpretación pronacionaliega, centráronse únicamente en el símbolo celta como prueba irrefutable de la tesis tradicional. Obviaron pues el peculiar resto óseo que, a mi modo de ver, tiene una vital importancia, en lo que aquí se cuenta. Este nos hablaría de un individuo de considerables dimensiones. No es que los celtas fuesen precisamente pigmeos pero tampoco estaban emparentados con los ancestros de Ardidas Sabonis.
Un individuo de esta altura (aproximadamente dos metros) sólo podría ser ¡un Masai!

Es más que evidente, que el mismo origen centroafricano tienen ciertos rasgos de nuestra lengua. Resultaría bien poco científico hacer aquí referencia a los muy manidos comentarios bufos que suelen hacerse sobre cómo dos aldeanos, al hablar entre sí, recuerdan la lengua masai. Me refiero al consabido diálogo de: "U ta tu pa?" "Ta pa Ponga" etc., etc.
Poco científico será pero, no obstante, denota un parentesco considerable, que no está más que haciendo referencia a un incuestionable hecho, cual es que muchos de los topónimos asturianos, tienen una clara reminiscencia centroafricana; basta cambiar un poco la grafía y el acento para darse cuenta de que podríamos estar hablando perfectamente de pueblos de Kenia o Tanzania. Verbigracia: Pon-gha, Ison-gho, Tebon-gho, Trion-gho, Karan-gha, Kolun-gha. O bien, Thara-mundhi, Treban-dhi, Khan-ghas; y por supuesto, el mismísimo referente de la asturianía: Kova-dhonga. Soy legión los vocablos que por su sonoridad recuerdan sobremanera al swahili o a la lengua masai dialecto de los cuales podría considerarse nuestro asturiano, si bien esta aseveración requiere aún más profundos estudios lingüísticos que se escapan a mi preparación académica.

¿Más pruebas? Por supuesto que las hay. Como antes dejé dicho sostengo que la invasión centroafricana debió producirse por tierras de Gozón, hecho que se constata con un dato tan sutil como contundente: uno de los apellidos más notables e ilustres de la zona es el de Mori, que derivó en Morís por otros lares. Pues bien, aquellos conocedores y amantes de la buena música africana, recordarán que, en su momento, fue exportada a la vieja Europa, y por ello no les será ajeno el nombre de un gran cantante llamado Mori-Kanté. Obsérvese la plena coincidencia entre patronímicos harto significativa. Pero, aún hay más, resulta asombroso que el nombre de la canción que, a la sazón, le dio fama en nuestro país, llevaba por título el de "Yeke Yeke". Y "ye que" no cabe mejor demostración de la relación entre ambos pueblos ¿o no?

Y qué decir de aquella curiosa circunstancia, ajena por supuesto a la mera coincidencia, que significó la contratación por parte del Sporting de Gijón (otro de los idolatrados iconos de la asturianía, al menos para algunos) de un delantero centroafricano y que respondía al sonoro nombre de "Ye-Kini".
--¡Ye Kini, Ye Kini!-- gritaba enfervorecida la grada.
--Que no, coño, qué va a ser Quini, si ye negro (lease, de color) -- Respondía cierto sector del público que asistía al encuentro desde Babia.
Cabe decir que tan ilustre deportista que deambuló con su buen hacer por medio mundo, de equipo en equipo, cuando llegó a Gijón, fue como si hubiese retornado a su casa y en ella pretendió quedarse y así habría sido si una inoportuna lesión de rodilla lo hubiese impedido. De no ser por este avatar aún hoy haría las delicias del público gijonés, esta vez reconvertido en el Rey Baltasar de la tradicional cabalgata; y los niños gritarían: ¡Melchor, Gaspar.... Ye-Kini! Pero me estoy yendo por la ramas.

Años más tarde con el avance de la investigación técnico-genética se supo que, efectivamente, había una relación a nivel genético entre ambos delanteros lo que explicaría que compartiesen una ancestral olfato de gol. Este fundamental dato no se reveló en su momento por interesadas presiones pro-nacionalistas no exentas de un tufillo bastante racista que siempre tuvieron cierta tirria al oscuro Baltasar y que se sentían más identificados con el más rubio y céltico Gaspar.

Basta ya de negar la evidencia. Está claro que por estas y otras cuantiosas pruebas que sería prolijo enumerar, se puede asegurar que asturianos y centroafricanos estamos entroncados en un mismo pasado lejano. El hecho de que la pátina del tiempo haya aclarado nuestra piel y suavizado ciertos rasgos, físicos y culturales, no puede ser razón suficiente para renunciar e ignorar a nuestros ancestros y con ellos a una cultura milenaria de la que debemos estar harto orgullosos.

Yo sé que llevo dentro un negro y cada vez que oigo retumbar el "djembé" se me saltan las lágrimas tanto o más que con el roncón de la gaita.

Como colofón diré que, la prueba definitiva, el determinante absoluto de la veracidad de mi tesis está a punto de salir a la luz, toda vez que se solucionen unos pequeños inconvenientes de última hora. Me explico: Hace tiempo hice partícipe de mi teoría a una buena amiga, de espíritu inquieto y vocación viajera. Esta, movida por la curiosidad que logré transmitirle, partió rumbo a Africa, donde pasó varios meses dedicada, entre otros menesteres que no vienen al caso, a estudios de campo que corroborasen tan arriesgada tesis.
Pues bien, no hace mucho recibí un escueto y enigmático mensaje que decía: "¡Albricias! He encontrado pruebas irrefutables de la existencia de tus ancestros en la zona. En breve, te remitiré datos concretos".
Desgraciadamente, no he vuelto a tener noticias suyas. Solo espero que esos datos cruciales confirmatorios de mi tesis y por extensión, mi propia amiga, no se encuentren en estos momentos en el húmedo, frío y negro vientre de un cocodrilo, en el fondo del río Kiragüira, allá entre el Serengueti y el Masai-Mara. Sería una pena por los datos y por ella también, claro.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Clavos y Tornillos

El estudio del dimorfismo sexual depara curiosas y sorprendentes sorpresas; basta con reparar un momento en algunas especies de aves o insectos, donde el tamaño, la forma y el color pueden ser abrumadoramente distintos. Hasta tal punto que diríase que macho y hembra son especies diferentes.
En cambio, en el caso de la especie humana las diferencias no son en absoluto tan evidentes, siempre y cuando descartemos como tales los muchos aderezos culturales de los que ambos sexos suelen hacer gala. Más allá del tamaño y el peso, no hay más diferencias que las que se observan en algunos caracteres sexuales secundarios. Y ¡benditas diferencias!, pues me apresuro a decir, que son éstas las que proporcionan abundante regocijo a unos y otras. Más a unos que a otras, me temo.
Pero por tratarse de diferencias morfológicas bastante evidentes apenas si hay controversia respecto a las mismas. Así, pues, no es esa la aproximación que pretendo hacer aquí al tema del dimorfismo sexual humano. Para los interesados en esa perspectiva más científica remito al lector a los parsimoniosos estudios abordados por los más doctos en Psicobiología que han tomado como paradigma de estudio una peregrina, por no decir ridícula, tesis: la contribución al dimorfismo morfológico por parte del órgano bomero-nasal de la rata de laboratorio. Profusa documentación habrán de encontrar en la abundante literatura científica que sobre el tema se halla en los más especializados establecimientos del ramo.

Pero como digo, no es ese el acercamiento que aquí pretendo por carecer de interés la controversia que éste pueda suscitar. No ocurre lo mismo, ni de lejos, cuando el dimorfismo sexual entre hombre y mujer se aborda desde una perspectiva intelectual o conductual. Aquí sí que uno se adentra de lleno en un proceloso jardín del que salir indemne se torna labor de titanes.
Pero, en mi afán de liberarme de mis miedos, decido lanzarme al ruedo, prescindir de lo políticamente correcto y tomar el toro por los cuernos y sin medir ni temer las consecuencias de tan audaz propósito me dispongo a exponer aquí una novedosa y audaz teoría que contribuya de una manera determinante a establecer cuáles son las principales diferencias entre machos y hembras de nuestra especie.

Recurro para ello al conocido recurso del pensamiento analógico como medio para esclarecer cuáles son las características que permiten establecer diferencias entre los hombres y las mujeres (y viceversa). Y, aunque sea brevemente, determinar cómo esas sutiles pero claras diferencias suponen un serio revés para el definitivo entendimiento entre ambos, cuando no plantean un abierto enfrentamiento entre los mismos (y mismas); enfrentamiento que recibe por mal nombre la “guerra de sexos” y que, dada la proporción de unos y otras en la demografía mundial, adquiere unas colosales dimensiones, pudiéndose considerar, por tanto, uno de los conflictos globales de mayor calado en la Historia Universal.

Sé que, por mi humilde condición de varón y por todo lo que aquí se vierta seré tildado de inmediato de “asqueroso machista” por, al menos, la mitad de los que se acerquen a este blog. ¿Adivinan qué mitad?
Ante lo que yo considero una injusta, infundada y prejuiciosa valoración me adelanto a decir varias cosas:

Una. Que una lectura detenida y desapasionada del texto revelerá bien a las claras mi reconocimiento primero y admiración después por lo que considero una clara superioridad en las cualidades femeninas.
Dos. Que mi condición de varón, es algo que me ha venido dado “de serie” y que, hasta ahora, poco o nada he podido hacer por remediarlo; pero sirva en mi descargo que actualmente sobrellevo del mejor modo posible una galopante crisis de identidad sexual que me aboca sin remisión hacia la transexualidad, sino física, al menos conceptual como digo más abajo. Pero eso es algo que abordaré más detenidamente en mejor ocasión.
Y por último: Que soy consciente de que dijera lo que dijera, cualquier aseveración está sujeta a un inevitable prejuicio “feminista”, y que cualquier acto que intentará en mi descargo, incluida una flagelación con látigo de siete colas en la plaza pública no conseguiría más que arrancar una exclamación propia de la afamada “sensibilidad femenina” que sería del siguiente jaez: “pues... no me das ninguna pena”. Curiosa sensibilidad es esa.

Pero basta ya de prolegómenos, y entremos en materia, no sin antes anunciar que me hago absolutamente responsable de lo que sigue y que estoy dispuesto a dar todas las explicaciones que se consideren necesarias o acometer todos los actos de desagravio que se me exijan con cristiana e humilde resignación del que se sabe pecador. Pues antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un hombre sea perdonado por hablar (aunque sea bien) de las mujeres.

El enunciado general de mi tesis respecto al dimorfismo sexual se resume en una simple pero asequible analogía: los hombres son clavos; las mujeres, tornillos.
El desarrollo de tan audaz y novedosa teoría, ya es harina de otro costal y requiere un parsimonioso análisis de todo lo que en sí encierra para alcanzar una correcta interpretación de tan escueta pero contundente aseveración.

Hagamos, pues, una detenida descripción de estos cotidianos objetos; un pequeño estudio de sus características, tipos, funcionalidades e, incluso, de su idiosincrasia, si de tal pudiera hablarse al tratarse de objetos inanimados. Luego, será el momento de extrapolar el análisis a los distintos sexos y nos pasmaremos ante la absoluta identidad entre los conceptos: hombre-clavo y mujer-tornillo.

Ambos objetos, tienen básicamente una misma función, esto es, tienen un mismo sentido en este mundo: se les utiliza para unir fuertemente un objeto a otro con muy distintos fines. Es decir, conceptualmente podría decirse que comparten funcionalidad básica que es lo mismo que decir, que básicamente serían una misma cosa. Pero hay notables diferencias entre ambos.

Un clavo es un instrumento muy simple tanto en la forma como en el uso. Y subrayo lo de “simple”. Salvo en características como el tamaño, poco difieren unos de otros. Los hay más grandes y más pequeños, pero al fin y a la postre son una misma cosa. Otro tanto cabe decir de su funcionamiento. Su uso no requiere sutileza alguna, basta con golpear sobre su cabeza para que éste se introduzca en el material elegido en cada caso, siempre y cuando éste posea una dureza ligeramente inferior al propio clavo. Si el golpe no fuera suficiente, basta repetir la operación tantas veces como se considere oportuno hasta alcanzar los resultados requeridos. El instrumental necesario para tal operación tampoco requiere especial sofisticación; aunque preferentemente suele hacerse uso de un martillo, es posible realizar idéntica función con los instrumentos más variados: una piedra, un palo, un cenicero, etc. Todo depende del grado de “pensamiento divergente” que tenga el operario ocasional y que le permita transformar el objeto más insospechado en un elemento de fuerza con el que atizar sin reservas el consabido clavo.
Su extracción (difícil por otra parte) requiere de nuevo el uso de la fuerza; cuando aquélla es posible, siempre lo será en detrimento de la forma primigenia del artilugio, pues de habitual tal operación acaba descabezando o doblando ostensiblemente el artefacto, que sólo se enderezará de nuevo a base de golpes. En conclusión: los clavos son todos iguales; igualmente simples en su forma y en su utilización; basta aplicar con ellos un elemental mecanismo basado en la fuerza. Y una vez usados, se hace casi imposible su reutilización en condiciones óptimas y empleando de nuevo la fuerza.

Los tornillos, en cambio, requieren un estudio más detallado. Comparten con los clavos su variedad en el tamaño, pero su similitud se limita a eso. Existe una amplísima variedad de formas y características cada una de ellas diseñada específicamente para cumplir una misión bien diferente. Varían en el calibre, en el paso de rosca y, sobre todo, en su cabezal que establece de manera determinante qué especializado utensilio es necesario para su uso.
Existen tornillos de cabeza plana, redondeada, barraqueros, pavonados; a su vez, pueden ser de ranura lisa, en estrella, de tipo Allen o Torx; los hay roscachapa, tirafondos, spitz... con tuerca y hasta con contratuerca.
Cada uno de ellos, como digo, necesita de un utensilio que se adapte no solo en forma sino también en tamaño a sus características. De nada sirve un destornillador plano ante un tornillo de cabeza de estrella, pero de igual modo de poco sirve una llave Allen del 4 cuando el tornillo tiene cabeza del 6. Cualquier intento de utilizar una herramienta no indicada al tornillo acabará con la integridad del mismo sin haber conseguido el más mínimo resultado en la introducción del mismo allá donde se pretenda.
Por otra parte, la introducción de los mismos, en absoluto, requiere el uso de la fuerza que, en ocasiones, llega a ser, incluso, contraproducente al extremo de descabezar la pieza. Su uso requiere de la habilidad y no de la fuerza; son necesarios sutiles movimientos de muñeca a la vez que se ejerce una leve presión sobre el mismo. Una introducción demasiado rápida puede producir el sedado de la pieza y su consecuente fractura. Es, pues, necesaria su introducción a un determinado ritmo que vendrá determinado por múltiples factores circunstancialmente concurrentes: grosor, temperatura, dureza de la pieza y velocidad de introducción... En ocasiones, resulta más fácil la introducción cuando ésta se ayuda con cualquier material deslizante como la parafina, o bien se hace necesaria la operación previa de taladrar un agujero teniendo la precaución de que éste sea del grosor y tamaño adecuado, tanto del taco que se introducirá previamente como del tornillo que en él se introducirá. Si broca, taco y/o tornillo no se adecuan unos a otros la labor será infructuosa. Toda una odisea.
La extracción requiere de idéntica pero contraria habilidad y llevada a efecto como es preceptivo se conseguirá remover la pieza en idéntico estado que cuando se introdujo.
En definitiva: los tornillos son todos distintos, son más sofisticados en forma y en uso, están reñidos con la fuerza y requieren, en cada caso, de una herramienta diseñada al efecto que se adecue a sus características. Es decir, son elementos harto difíciles en su uso y las circunstancias pueden variar en cada momento.

Obviamente, no se les escapa al lector más avispado de quién hablamos cuando lo hacemos de clavos y de quién cuando lo hacemos de tornillos. Efectivamente, todos los hombres somos iguales e igual de simples. Sólo la fuerza tiene sentido cuando se trata con nosotros y no cabe ninguna especialización o sofisticación. Es lo que hay: cualquiera puede entender nuestro simple funcionamiento sin gran preparación. Somos clavos y punto.
Pero los tornillos, ¡oh, cielos, los tornillos! Quién no se ha visto en la situación de tener que usar un tornillo, ir a por el correspondiente destornillador y al proceder a su uso advertir que no, que no es aquel el utensilio adecuado; dar la vuelta y cambiar un destornillador plano por otro de estrella, pero al volver advertir con disgusto que no, que no es de ese tamaño, volver y rebuscar hasta darse cuenta de que ¡no tenemos el adecuado! Y se acabó el asunto.

Pero esa situación se repite hasta el infinito pues cualquier labor que nos propongamos hacer y que requiera el uso de un tornillo siempre será, cada vez, con un tipo diferente, que requerirá, claro está, unas nuevas condiciones, justo las imprescindibles para esa ocasión que no para la siguiente.
No creo que nadie dude que las mujeres son igualmente difíciles de tratar que los tornillos y que no todos los hombres tenemos las herramientas necesarias para el uso de todos los distintos tipos de tornillos. Nadie, en su sano juicio, pondrá objeciones al hecho de que cada mujer, como cada tornillo es diferente y que se requiere un tratamiento único y especial con cada una y en cada momento. Que lo que sirve para una no sirve para otra, que lo que sirvió para una en una ocasión puede no servir para ella misma para la próxima. Hay dudas quizás sobre la idea de existe una mujer distinta (aunque sea la misma) para cada situación.

En sólo una cosa las mujeres superan a los tornillos y es su capacidad de mutación.
En efecto, la mujer añade sofisticación a su condición tornillística gracias a su capacidad para transformarse ora en tornillo barraquero ora en roscachapa, de cambiar de cabeza de estrella o cabeza Allen. Circunstancia ésta, claro está, que complica sobremanera la cuestión pues cuando uno cree haber encontrado la forma y manera de “tratar” un tornillo conocido, de repente, éste varía su tipología y la herramienta que hasta ese momento servía ahora queda por completo fuera de lugar y uso. Ante nuestra frustración el tornillo "se retuerce" de risa o de furia que es peor. Vaya que si es peor.

Así, las cosas, a veces sueño con ser un tornillo. ¡Qué vida tan interesante! ¡Qué sofisticación! ¡Qué especificidad! ¡Qué prodigio de ingenio! ¡Qué maravilla! Y yo, aquí, un simple clavo igual a cientos y cientos de clavos más, sin nada que aportar. ¡Qué mala suerte la mía! Decididamente me quiero convertir en tornillo. Aunque... si no fueran tan retorcidos...