viernes, 22 de abril de 2016

MAYITO

Tenía Mayito por entonces, ocho años. "Ocho y tres cuartos" protestaba él. Y aquella mañana era la primera de vacaciones en el pueblo, con todo el verano por delante.
 Desde la cama le despertó el insistente sonido de unos golpes en la habitación. Permaneció adormilado y acurrucado en colchón un buen rato sin saber muy bien dónde estaba. Hasta que escuchó refunfuñona la voz de su abuela que le llamaba desde el piso de abajo. La voz se acompañaba, de nuevo, por aquellos golpes: era la escoba golpeando el techo de la cocina que daba justo debajo de la cama.
Abrió los ojos y por las rendijas de la contraventana vio que el sol de junio brillaba con esplendor. Dio un salto y se arrojó de la altísima cama; se vistió lo más aprisa que pudo y se tiró escaleras abajo hasta la cocina. Allí estaba su abuela trajinando de aquí para allá. En la mesa tenía un gran tazón de leche y un plato con rebanadas de pan de hogaza untadas de natas con azúcar por encima.

--¿Ya marcharon a la yerba? --Preguntó inquieto y aún con voz de sueño.
--Cuántu ha ya, alma cándida --replicó la abuela--. Qué crees, ¿qué van a estar esperándote?
--Y... ¿que fueron, a La Campa?
--P'allá tan, sí. Nel práu Cristales, ¿acuérdeste ónde ta?
--Sí, sí. Bueno, pues marcho -- dijo Mayito y arrancó en dirección a la puerta.
--Hey, hey, hey. ¿Ónde va el señoritu? --protestó la abuela--. Enantes, desayuna.
--Pero...
--No hay pero que valga. Desayuna lo primero. Luego coges el abrigu y subes si quies. Pero lo primero ye lo primero. Y si non vas a faceme casu, vuelves a Xixón con tu ma. ¿Tamos?

Mayito sabía que su abuela no se andaba con bromas así que, a regañadientes, volvió sobre sus pasos y, sin sentarse, apuró el tazón de leche de un sólo trago. Limpió el bigote blanco con la manga y dio un par de enormes mordiscos a una de las rebanadas, cogió la otra y se puso en marcha de nuevo.
La abuela, sin darse la vuelta, pues la condenada "debía tener ojos en la nuca", le gritó de nuevo:

--¡El abrigu!
--¡Pero si ye verano, güelita!
--Ye lo mismo. Después, póneste malu y échenme a mí la culpa. Tú llévalu por si acasu, que nunca se sabe. Y nun hay más que hablar. ¡Coyme col dichosu guaje!

Con resignación, descolgó el abrigo del perchero. Metió sólo una manga pues en la otra mano llevaba aún una rebanada y salió a toda prisa camino de La Campa dejando a su abuela hablando sola en la cocina.
No bien había corrido unos metros se encontró con el primer barrizal fruto de la lluvia de la recién acabada la primavera.

--¡Meca, los chanclos!

Volvió de nuevo a la casa y allí estaba su abuela con los chanclos en la mano. Aquella mujer estaba en todo.

--¿Ónde ibes tú d'alpargatines? ¿Ónde crees que tas, en Xixón? Tas buenu tú. Un día vas a olvidar la cabeza.

Calzó los chanclos casi sin detenerse, terminó de poner bien el abrigo y arremetió caleya arriba en busca de los mayores. No estaba cerca, ni era cómodo el camino, pero no había cuesta tan pina que frenara su afán por llegar. Así que, en no más de media hora, estaba en la llanada de La Campa, sudando a mares, más por el abrigo que por la cuesta. Media docena de personas estaban afanadas en voltear y cargar la yerba y apenas si repararon en su llegada.

--Ya toy aquí, tíu. --gritó.
--¡Coño!, salió el sol. ¿Pegáronsete les sábanes, ho? ¿Qué vienes, a echanos una mano, manguán?
--Sí, ¿qué hago?
--Mira ver de iguar un ingazu y apaña es yerba de por ahí, anda.
Recorrió toda la finca con la vista en busca de un rastrillo pero nada vio. Fue hasta donde estaba el carro y tampoco.

--Oye, Marcelino --gritó a su tío-- no encuentro con qué trabayar.

Marcelino, dejó un momento la tarea, se incorporó, quitó el pañuelo anudado a la cabeza y pasó su antebrazo por la frente.

--¿Nun atopes l'ingazu? Mira, vas facer una cosa --dijo en un tono de voz que puso sobre aviso al resto de los presentes que, conocedores del percal, de inmediato repararon en que se fraguaba una burla de las de Marcelino. Así que detuvieron también su quehacer y atendieron a ver qué tramaba.

--Como nun hay ingazu --prosiguió-- vas tener que facelo con escoba. Y como aquí tampocu la hay, baxa hasta casa tu güela y pide-y una ¿oyes? Luego, subes otra vez. Di-y que te dea la escoba de la cuadra pa barrer el práu. ¿Oyístilo bien? Pues hala.

No había acabado de hablar cuando Mayito ya estaba corriendo camino abajo como una flecha en busca de la escoba.

--Estos guajes de la ciudá tan sin malear --comentó Marcelino meneando la cabeza y saboreando ya los comentarios que iba a dar la broma al volver a casa. Y siguió con la tarea, mas no pudo menos que sonreír imaginando la cara que iba a poner la abuela del chaval cuando le fuera con aquella ocurrencia.

La bajada, obviamente, resultó más llevadera, aun así aquel dichoso abrigo con que su abuela le mortificaba le traía a mal traer, pero no lo quitó pues, si llegaba a casa con él en la mano, temía cuál podía ser su reacción.
Empezó a gritar cuando aún faltaba un buen trecho para llegar:

--¡Güelita, güelita! La escoba.

Un poco alarmada, la abuela se asomó desde el corredor y vio venir al chaval al galope.

--¡Non pegues voces, rediós, que ya t'oyí! ¿Qué pasa? ¿Qué quies?
--La escoba. Díjome Marcelino que me dieras la escoba de la cuadra.
--¿Y pa qué quier el mi fíu una escoba, si pué sabese?
--No. No. Ye pa mí. Ye pa barrer el práu. Ye que no tienen ingazu que dame. Y no tengo con qué ayudalos.

La abuela, una vez recuperada de la ocurrencia, no sabía si reír o llorar. Tratando de mantenerse seria y oficiar como corresponde a su condición de abuela cascarrabias, dijo:

--¡Válgame Dios! Pero... tú ¿qué tas fatu, fíu? ¿La escoba? ¿Ónde se vio? ¿Pa barrer el práu? Venga p'arriba otra vez. Y di-y a tu tíu  que si ta ociusu. Que cuando baxe voy coger la escoba y voy davos encima'l llombu  a ti y a él. ¡A los dos!
--Pero... --protestó Mayito.
--Nin pero nin pera. Y como nun marches p'arriba ahora mesmo póngote a carretar cuchu toa la mañana. ¡Corre, p'allá! Home, ¿cómo lo pasará tu tíu? Una escoba. Voy da-y yo... --Y volvió a entrar en la casa refunfuñando, como siempre.

Mayito quedó de piedra mirando para arriba, al corredor, sin entender muy bien lo que pasaba, aunque empezó a sospechar que Marcelino le había tomado el pelo. Pero antes de marchar gritó a su abuela:

--Güelita, ¿puedo dejar aquí el abrigu? Haz muchu calor.
--Que no --gritó su abuela desde dentro con enfado--, ni se te ocurra. Y como me entere yo de que lu quites, vas llevales. Recoña... Esti condenáu rapacín...

Y otra vez volvió, Mayito, caleya arriba todo lo rápido que la fatiga y el abrigo le permitían.
Cuando lo vieron venir de nuevo, esta vez todos dejaron de trabajar para asistir a la mofa del tío Marcelino.

--¿Ú ta la escoba, rapaz? --dijo muy serio.
--No quiso dámela --replicó el chaval un poco sorprendido por la seriedad de su tío--, y dijo que nos iba a dar a ti y a mí con ella.
--¿Que no te la dio? Home... lo que me faltaba. Paezme a mí que lo quier tu guela ye que nun trabayes. Claro, como sabe que yes un señoritu, nun te la quiso dar pa que nun te cansares trabayando. Bueno, pues si ella nun quier que trabayes, nun voy a ser yo quien-y lleve la contraria, que buena ye. Así que, anda, siéntate ahí onde'l carru y descansa puquiñín, que tarás frayau.

Un poco descorazonado y efectivamente cansado, Mayito optó por seguir el consejo, aunque de mala gana.

--¿Nun tienes muchu calor con esi abrigu, guaje? --añadió Marcelino más tarde con mucha sorna.
--¡Jolín! Toy asau. Pero díjome güelita que ni se me ocurriera quitalu.
--Y sede. ¿Nun tienes sede? Bebi un poco de la bota que ta debaxu'l carru, ho.

La novia de Marcelino, Rosa, que estaba ayudando en la tarea, murmuró escandalizada mirando para él:

--Marce... que ye vino, ho.
--Déxalu, a ver qué fae. Qué dañu-y va hacer, muyer.

El chaval fue directo al carro, cogió la bota e intentó echar un trago lo mejor que pudo. Como no estaba él muy puesto en aquello de la bota, echó más vino por la pechera del abrigo que en el gaznate pero algo bebió. Y como estaba fresco no le desagradó demasiado.
Su tío miró para su novia con una risa reprimida comentó:

--Esti guaje ye la de Dios.
--Como se entere tu madre, mátate --sentenció la novia.

El chaval sentóse al sol apoyado en la rueda del carro y allí estuvo un rato. Cuando tenía sed, y como tenía el permiso del tío, cogía la bota y se aplicaba un buen trago al coleto.
Así que, entre el sol, el abrigo y el vino, se apoderó de él un terrible sopor y entró en un estado de letargo del que le despertó Marcelino tras un buen rato.

--Qué, guaje. Tas cocíu, ¿eh? Venga vamos pa casa a comer. ¿Tienes fame?

Iniciaron la marcha cuando el sol estaba ya en todo lo alto y durante la bajada el tío no dejó de meter cizaña:

--¡Ay, guaje! Con esti calor y tú con esi abrigu... Vas cocer. ¿Cómo nun lu quites, ho? Mira que hace-y casu a tu güela. Claro, como ella nun tien que llevalu. Si fuera yo, iba a ponelu... Tiénlo claro. ¿Cómo lo pasará? Menudu calorón... Esto ye fuego. Oye, y tú en tu casa, en Xixón, ¿andes tamién con esi abrigu puestu? ¿Vas a la playa con él, ho? Vaya cruz. Mira p'ahí que sudá lleva... Nun ye de creer. --Y seguía ahondando en la herida con toda la sorna del mundo.
--Déjalu en paz, Marce --decía la moza-- nun seas pesáu. ¡Probe...!

El chaval los seguía a ambos mudo y un poco mareado; con unas ganas horribles de deshacerse del puñetero abrigo.
Cuando llegaron a la antojana de casa, Marcelino, acabó sentenciando:

--Oye, Mayito. Ahora que nun te ve tu güela, quita esi abrigu, ho. ¡Qué coño! yo que tu quitábalu ahora mesmo y picábalu col hachu. Cagón ros... Mayito, ¿a qué esperes? Si, además tiéneslu tou manchau de vino; como te lu ve tu güela, cobres... Dafechu.

El chaval miró a su tío con cierta incredulidad, pero entre la seriedad con lo que lo decía, el mareo que tenía encima y calentón que tenía en la cabeza, no lo dudó más. Desembarazóse del abrigo con decisión, lo puso sobre el tronco de cortar la leña, agarró como pudo el hacha de la abuela y allá, mal que bien, se lió a hachazos con el dichoso abrigo.

--Di-y que pare, Marce --dijo Rosa-- que va a matalu tu ma.

Marcelino la miró con la con aquella sorna tan suya y no hizo más. Cuando el abrigo ya estaba lo bastante troceado, pese a lo cual el chaval seguía empecinado con el hacha, Marcelino se asomó a la ventana de la cocina donde estaba su madre ultimando la comida.

--Oye, mama ¿mandaste-y al guaje que picara leña?
--¿Entós? Por qué lo dices. Yo no-y mandé na. ¿Qué ta faciendo?
--Nun sé, pero... ta ahí, day que day al hachu que parez que ta endemoniau.
--¿Qué ye, ho? Ya-y dixe que nun lu quiero ver col hachu, eh --dejó todo lo que estaba haciendo la abuela y salió a la antojana secando las manos al mandil.

Cuando vio al nieto, como un poseso, destrozando el abrigo con el hacha creyó morirse.

--Pero... ¿qué tas faciendo, Mayito? Yo mátolu. Mira p'ahí que estropiciu de abrigu.

Y según dijo eso cogió de la puerta de casa una de las varas de avellano de las de guiar el ganado y arremetió contra el zagal. Y si no fuera porque se interpuso Marcelino, a buen seguro que se la hubiera roto sobre el lomo.

--Pero, mama como-y vas a dar con la guiá, ¿tas lloca, ho? --dijo Marcelino aguantando la risa.
--Palmira, muyer, tranquila que seguro que tien arreglu --se le unió Rosa a parar el envite.

A todo esto, el chaval viendo venir a la abuela enfurecida y temiendo por su integridad, soltó el hacha y echo a correr caleya abajo.
La abuela lloraba:

--Mira p'ahí que traces de abrigu. Y ahora que-y digo yo a la madre. ¡Cojona! col rapacín. Yo mátolu. ¡Mátolu! Voy a arranca-y les oreyes en cuanto aparezca por aquí. Será castrón...

Y mientras Rosa trataba de consolar y tranquilizar a la abuela, Marcelino salió en busca de Mayito que había puesto tierra de por medio, mucha. Pero no dio con él por más que buscó. Y así estuvo perdido el resto del día.

Lo encontró Rosaura, la del Poyeu, de la que iba para casa a eso de las diez de la noche, agazapado detrás un lavadero por la zona de Amandi.

--¿Qué faes ahí, rapaz? ¿Tú nun yes el nietu Palmira, ne? ¡Ay madre, tas fríu como un merucu! ¿Qué faes que nun vas pa casa?
--Ye que quier matame mi güela. --sólo acertaba a decir el chaval.
--Nun te apures, hombre. Vienes conmigo y verás como nun te fai na. Anda, avérate a mí que tas tiritando, fíu.

Costó trabajo convencerlo para que volviera a casa, pero el cansancio, el hambre, el frío y el miedo a la noche le hicieron claudicar aun a riesgo de las temibles consecuencias de su tropelía.
Mal había empezado las vacaciones y pese a que no era del todo consciente de haber hecho algo malo pues, al fin y al cabo, lo que hizo fue obedecer a su tío, se prometió a sí mismo enmendarse en lo sucesivo. Difícil tarea, no obstante.
La abuela ya había digerido parte del atragantón y, aunque un poco preocupada, sabía que el chaval terminaría apareciendo pero también estaba segura de aquella había sido la primera travesura del verano pero aún quedaban muchas más. ¡Qué verano le esperaba! Así que con resignación pensaba para su adentros:

--¡Ay, Mayito, Mayito! ¡Menuda pieza tas hechu!