jueves, 14 de julio de 2011

El fisio


Soy un débil, ¡qué le voy a hacer! Más bien soy un frágil estructural, que es una forma fina de decir que carezco de fortaleza física. Esta característica siempre ha estado reñida con mis aspiraciones atléticas, de forma y manera que cualquier actividad física que he practicado ha devenido, más pronto que tarde, en lesiones de diferentes partes de mi anatomía.

De esta circunstancia se han derivado dos consecuencias inmediatas, una buena y otra, si no mala, si peculiar.

La buena es que, gracias a lo variado de mis lesiones, con los años, me he convertido en un experto en anatomía y puedo presumir sin cuento de que conozco partes de la anatomía humana que no son del común y disfruto de un conocimiento de la patología traumatológica pareja a la de un aventajado estudiante de Medicina. Pocos son los que alguna vez han oído hablar del “gran trocánter femoral” o del “delgadito plantar” y menos del “periostio peroneal” o del “relieve inguinal del cordón espermático”. Y, claro está, nadie ha padecido lesiones tan llamativas como “fascitis plantar”, “condromalacia rotuliana” o, la más sonora de todas, “desplazamiento compartimental del paquete de Hoffar”. Como se puede observar, no hay mal que por bien no venga y de seguir con la práctica deportiva estaré a un paso de la Licenciatura en Medicina.


Pero la otra consecuencia, digamos, la más peculiar, es que a lo largo de mi ya dilatada vida han sido muchos los traumatólogos y fisioterapeutas que he tenido que visitar. De modo que también me he hecho un experto en estas lides. Debo decir que el anecdotario derivado de esta circunstancia es bastante rico, pero el caso que descuella entre el resto aconteció no hace mucho y merece capítulo aparte.

Andaba yo por entonces con una de mis múltiples averías. Concretamente un problema en un gemelo. Harto ya de volver a casa cojeando tras una breve carrera me decidí a probar un nuevo “fisio” del que me habían dado las mejores referencias. Y allí estaba yo sin sospechar lo que me esperaba. Debo decir que, de entrada, me sorprendió que en la sala de espera, como suele ser habitual en estos profesionales, hubiera cierta profusión de títulos adornando las paredes, y que había algunos harto curiosos que hacían referencia a patología equina (¡equina!) pero no le di mayor importancia.

Cuando me hallé ante el experto los trámites preliminares fueron los habituales: filiación, antecedentes, motivo de la visita… Aquí relaté con todo lujo de detalles los síntomas que aquejaban mi maltrecha pantorrilla.

Pero la primera sorpresa vino cuando, de repente, me dice:

−Bueno, desnúdate y échate en esa camilla.

Sin mucho tiempo sin reaccionar y acostumbrado, como lo estamos todos, a no replicar a los facultativos comencé el “deshabillé” no sin pensar para mis adentros: “Debe de ser que no me escuchó; yo le dije que era un problema de la pantorrilla”. El caso es que al poco rato estaba en calzoncillos sobre aquella camilla mientras el experto “manipulaba” distintas áreas de este cuerpo que se ha de comer la tierra. A continuación, se situó a la altura de mi cabeza y me tomó las manos por las muñecas mientras tiraba de los brazos hacia atrás.

La sorpresa debía reflejarse en mi cara pero nada salía de mi boca y así permanecí incluso cuando la situación tomo un cariz muy preocupante: sentí (que no vi por mi posición en “decúbito supino”) que depositaba sobre mi vientre unas bolas de cristal y volvía a repetir la operación con mis brazos. Quitaba aquellas bolas y ponía otras y lo mismo.

Pero cuando estuve a punto de saltar de la camilla fue cuando, ni corto ni perezoso, en una hábil y rápida maniobra introdujo algunas de aquellas bolas dentro de mis calzoncillos en contacto directo con mi partes más nobles.

Fue entonces cuando pensé que me había equivocado. Traté de recordar quién me había recomendado a aquel chalado. Muchas fueron las ideas que se amontonaron en mi cabeza. A lo peor, no lo había entendido bien y no era un “fisio”. Tal vez se trataba de una broma y había una cámara oculta que de inmediato empecé a buscar por el techo que era lo único que tenía a mi alcance visual. Mientras mi mente funcionaba desenfrenadamente y admitía y descartaba las más peregrinas posibilidades que explicaran aquella ridícula y bochornosa situación, el experto seguía con su trajín de cristales en mis intimidades.

Menos vergonzante pero sin duda más sorprendente fue cuando me dijo que dijera en voz alta alguno de los medicamentos que tomaba habitualmente.

¡Tonto, más que tonto! –pensaba–. Pero allí estaba yo, sin rechistar, repitiendo en voz alta: “¡Amlodipino…!”… “¡Enalapril…!” Y él tirando de mis brazos hacia atrás.

¡Una hora! con aquel ritual al que, al final, me llegué a acostumbrar. ¡Ojo! Subrayo lo de “acostumbrar”, algo muy distinto a “disfrutar” como más de alguna retorcida mente estará pensando. Proclamo desde ahora mismo que lo de introducir cosas en mis partes es algo que me llegó muy adentro (nunca mejor dicho) y de lo que no obtuve ningún placer. ¡Ninguno! ¿queda claro?

Por fin aquello acabó con un sentencioso:

-Efectivamente: lo que pensaba. Todo es debido a ciertas carencias de microsustancias orgánicas.

Yo no sé muy bien porqué respiré aliviado como si todo lo anterior adquiriera sentido, de repente. Más aliviado aún me sentí cuando me dijo que ya me podía volver a vestir: mi integridad seguía a salvo (¿o no?).

A continuación, vino una explicación sobre lo que me pasaba y cuál era la solución. Tenía que hacerme con unas pastillas sobre las que me facilitó profusa documentación que tenía que leerme en casa. En la siguiente sesión ya veríamos el gemelo. ¡No estaba equivocado!: era un fisio y se había enterado de que mis males no estaban en mi entrepierna sino en la pantorrilla y, lo mejor, me la iba a mirar. Pero ¿porqué no había empezado por ahí?

Cuando llegué a casa y me dispuse a leer la documentación que me dio con el fin de dar aún más sentido a lo que acaba de ocurrir me entró una nueva preocupación. Juro que, tras leer aquello, creí haber caído en manos de una peligrosa secta religiosa. Lo que me prescribía el experto respondía al estrafalario nombre de “Diente de león azul” cuyos efectos se veían potenciados debido a estar bajo la advocación de la Virgen de la Salud. Seguía todo un tratado de teología barata y panegírico de diferentes santos y vírgenes a los que, al parecer, debía encomendar mi alma y, por supuesto, mi pantorrilla.

Mi estupefacción derivó en algo muy parecido a un “síndrome de Estocolmo” pues, incompresiblemente, volví al día siguiente. No obstante, cuando me preguntó por mi opinión sobre lo que había leído no pude menos que responder que se le pedía demasiada fe a una persona que si no era estrictamente ateo sí navegaba por las turbulentas aguas del agnosticismo (¡qué metáfora, Dios mío!).

Creo que en ese momento aquel hombre vio como su arsenal terapéutico se había visto seriamente mermado a las primeras de cambio. No le quedaba más remedio que emplearse a fondo con los procedimientos más “tradicionales” y me ordenó que te tumbara de nuevo a la camilla, esta vez ¡vestido!¡Uf! Tuve la impresión de que empezaba yo a retomar el control de la situación. Pero poco dura la alegría en casa del pobre.

No bien me hallé echado, sacó de una maleta una especie de sargenta eléctrica que me aplicó sin contemplaciones a mi zona dolorida. Aplicó la suficiente presión para hacerme gemir. Como viera que el dolor era ya insoportable activó un mando y la presión se detuvo. Pasado un tiempo aún con la sargenta atenazando mis carnes, me preguntó si ya sentía menos dolor. Como quiera que mi respuesta fue afirmativa accionó de nuevo el vil instrumento y otra vez me hizo retorcerme de dolor y le escuchaba decir que cuanto más aguantase el dolor más efecto surtiría la terapia. Decidido como estaba yo a solucionar mis males aguanté varias embestidas hasta que por mi mejilla empezaron a rodar grandes lagrimones de dolor y decidí que ya era suficiente. Aguanté así varios minutos y cuando creí que todo había acabado, el contrariado fisio, en un inequívoco acto de venganza por mi descreída actitud, comenzó a mover sin contemplaciones la sargenta de un lado a otro haciéndome soltar aullidos de dolor.

Creí que nunca llegaría el momento de la liberación, pero antes de que eso ocurriera él insistió mucho en que cuando soltara le dijera cuál era la sensación que experimentaba en ese preciso momento. Huelga decir que la primera idea que vino a mi cabeza fue la de alivio; la segunda, fue acordarme de los progenitores de mi torturador. Creí que todo había acabado por ese día, pero para mi sorpresa me dijo que al día siguiente le llevara un comprimido de cada uno de mis habituales medicamentos, convencido como estaba que ejercían sobre mi salud una perniciosa influencia.

Hay que reconocer que, en parte por curiosidad, en parte por masoquismo y en parte por … no sé qué, volví pese a que ya tenía un segundo motivo para no hacerlo: ¡la sargenta! Pero allí estaba yo de nuevo. Cuando quise darme cuenta estaba de nuevo en la camilla, ¡desnudo! ¡otra vez! Vuelta a empezar. Pero esta había de ser un poco diferente pues las extrañas maniobras fueron precedidas de una explicación sobre el método. Lo que ponía sobre mi vientre y “dentro de mí” no eran bolas de cristal sino frascos con diferentes sustancias a las que yo reaccionaba, al parecer, de diferente manera. Había sustancias perniciosas a las que yo reaccionaba con aversión y otras, en cambio, de forma neutra. Y me puso un ejemplo paradigmático: era sabido mundialmente(¿) que algo absolutamente pernicioso para la salud era el “Actimel” al que, como es lógico debía reaccionar con aversión. Y aquí vino el súmmun de mis males. Sin cortarse un pelo sacó un frasco de Actimel y, cual hábil prestidigitador, lo introdujo bajo mi calzoncillo y tiró de mis brazos hacia atrás.

Recuerdo que pensé que si en ese momento llegase a entrar alguien en la consulta y me viera allí desnudo, tumbado con un Actimel entre los genitales no hubiese sacado precisamente una idea positiva de mi persona. Por otra parte, tratando de ver algo positivo de aquella embarazosa situación, levanté la cabeza y traté de hacerme una idea de lo que sería sentir por primera y única vez en mi vida la sensación de poseer un considerable protuberancia genital de la que poder presumir en la playa (vulgo: “marcar paquete”).

Afortunadamente, aquello no duró poco mucho y, acto seguido, extrajo el frasco de marras y depositó sobre mi vientre uno de los comprimidos que yo le había traído y de nuevo tiró de mis manos hacía atrás:

¿Ves? –dijo– Está claro: el mismo efecto que con el Actimel. No deberías tomar esas pastillas.

Ni que decir tiene que yo, personalmente, no experimenté cambio ninguno ni, por supuesto, vi que la pastilla saltara sobre mi vientre ni nada semejante.

Y luego vino otra sesión de sargenta tan dura o más que la del día anterior. Y así durante cinco sesiones. Y alguno se preguntará que, a fin de cuentas, cuál fue el resultado de la terapia. Pues he de decir que no he vuelto a tener molestias en el gemelo. No sé muy bien la causa: si fueron los frascos, la sargenta o bien las pocas ganas que me quedaron de volver pese a lo que piense alguna mente calenturienta.

En cuanto a los efectos secundarios derivados de tan peregrina acción terapéutica he de decir que sólo se cuenta una pequeña adicción al Actimel del que hago uso a menudo, pero del que, obviamente, no pruebo ni un trago pues sabido es que se trata de algo muy malo para la salud.