martes, 5 de enero de 2010

Peculiar encuentro

Existe una serie de personajes que, como dicen los pedantes, son del común. Sin ser tan mediáticamente “famosos” como la ínclita Belén Esteban representante de la más vanguardista cosmología o sin ser unos modernos héroes populares tipo Cristiano Ronaldo, si están, no obstante, en boca de todos en algún que otro momento. Con ellos ocurre lo mismo que con los personajes que dan nombre a las calles de nuestras ciudades: nos suenan todos, pero no tenemos ni idea de que son o fueron, hicieron o dejaron de hacer. Con estos otros ocurre otro tanto, tenemos una vaga referencia de sus andanzas pero no sabemos, a ciencia cierta, nada concreto sobre ellos.
Forman parte del acervo popular, siempre hemos oído hablar de ellos relacionados con diferentes circunstancias, pero resulta difícil, por no decir imposible, hacerse una idea de cómo eran o son, en el caso de que aún existan y doy fe que alguno existe.
Estoy hablando de criaturas como Perico, el de los palotes; o bien Antón, el pirulero; Benito el de la purga milagrosa o también Jorge el de la tripa que estira y encoje; de Piruja la inolvidable bruja...
Cuántos y cuántos personajes de los que todos hablamos y que seguro nadie se imaginó cuál sería su aspecto o si lo imaginó lo hizo de niño que es de cuando datan nuestras primeras referencias historiográficas de los mismos. El caso es que se trata de personajes absolutamente “conocidos” sin nadie en realidad los conozca o refiera que los haya conocido.
Pues héteme aquí, que, por increíble que parezca, en cierta ocasión tuve la inusitada oportunidad de conocer a uno de esos personajes. Fue en un viaje a lo más profundo del Magreb, ¡quién lo iba a decir!

Atar, es un pueblo perdido en un pedregoso desierto de los muchos que constituyen la árida Mauritania. Es un cruce de caminos que van y vienen de sabe Alá dónde. Caminos que se pierden de vista en una trayectoria infinita apuntando a un horizonte de piedra y arena (¡qué poética imagen, pardiez! Aconsejo su relectura para empaparse hasta las trancas de tan bella escena).
No tiene Atar más interés, a ojos de un sacrificado turista, que un destartalado mercado típico de aquellos lares en que los parroquianos acuden a hacer sus compras con tanto desinterés como desgana parecen tener los vendedores.
Pero es parada obligada. Varias razones así lo aconsejan: Primero, porque no son en exceso abundantes los pueblos en los desiertos (normal, si no no lo serían); segundo, porque pese a lo vasto del desierto el personal femenino no suele encontrar acomodo donde aliviar su vejiga y tercero, porque, tras horas y horas de atravesar páramos eternos, arenales infinitos y pedregales sin límite hay que estirar las piernas y refrescar el gaznate.
Así que allí nos hallábamos, sentados en una destartalada y polvorienta terraza de un mísero bar. Con la mente puesta en una cerveza fría pero dando cuenta de una Coca-cola caliente. Y es que la realidad se impone: en una república islámica está prohibido el consumo de alcohol (al menos en público) y, por otra parte, el concepto de “frío” en un desierto es algo muy relativo. Lo que para los mauritanos es una bebida gélida para nosotros es un sopicaldo calentorro de difícil ingestión. Pero en fin, es lo que hay.
Allí estábamos, digo, y no muy lejos de nosotros, nuestros guías y conductores, estaban haciendo chanzas en su jerigonza incomprensible. Se reían a grandes carcajadas seguramente de nosotros. Cosa que nada tendría de extrañar que así fuese.
Al cabo de un rato, acertó a pasar por allí una mujer con un aspecto similar al de tantas del país: enjuta, menuda y envuelta en mil sayas multicolores. Se acercó a nuestros acompañantes y se entabló una conversación en el habitual tono elevado y algo airado que se estila por esos países y del que los españoles hemos tomado cumplida herencia. Pero pronto la cosa fue a más, el tono de la charla se tornó violento y la mujer empezó a gritarles mientras ellos replicaban con más chanzas y carcajadas. Estas elevaron su volumen cuando ella se lió a darles manotazos y proferir voces que seguro no eran piropos precisamente. Escupía por aquella boca vocablos cargados de veneno y que seguro hacían una indecorosa referencia a la parentela de los interpelados que seguían tomándose a chunga el cabreo de la mujer.
La gente cercana asistía al espectáculo con distraído interés y completa pasividad. Ella se fue alejando de ellos pero, presa de una arrebato que iba en aumento, comenzó a tirarles piedras y palos, munición bastante abundante por cierto. El grupo de hombres que la había emprendido con ella esquivaban como podían los proyectiles sin perder por ello un ápice de su hilaridad.
Ya lejos, las piedras ni siquiera se acercaban a la diana pero no así lo insultos que se intuían muy graves a juzgar por la saña con la que los profería y en los que insistió aun cuando había desaparecido de nuestra vista.
Con la vuelta de la normalidad, desconcertados por el espectáculo, preguntamos a los conductores que aún seguían con la sonrisa en la cara, qué había sucedido. Por señas nos hicieron saber que nada grave, y llevando su dedo índice a la sien, en un gesto absolutamente comprensible en todo el mundo, nos transmitieron que se trataba de una loca.
Y entonces fue cuando reparamos en un hecho insólito. Sin apenas darnos plena cuenta, habíamos asistido a un encuentro inusitado con uno de los personajes a los que antes me refería. Efectivamente habíamos tenido delante de nuestras narices, en carne y hueso, a la mismísima “Loca de Atar”. Tantas veces habíamos oído hablar de ella y allí estaba, ¿dónde sino? Inolvidable.