sábado, 11 de diciembre de 2010

Romántico


Sentado en la penumbra, contemplo ante mí decenas de cabezas que la luz de la pantalla perfila en plata. Ahí delante está ocurriendo algo importante que ha vuelto pétreos a todos los espectadores.
Una chimenea crepita en llamas. Envuelve con su bermeja luz y su cálido abrazo a dos enamorados que, sentados en una tupida alfombra de piel de oso, brindan con elegantes copas de champagne por un futuro de miel y rosas. Una legión de velas esparcidas por doquier hacen danzar sus tenues pavesas. Las nerviosas burbujas del dorado líquido centellean a su luz antes de perderse en sus bocas que acabarán encontrándose, voluptuosas, en un apasionado beso. El triste y meloso canto de un violín endulza la escena. El clímax romántico llega a su zénit y está a punto de reventar los henchidos corazones de los espectadores.
Una mano cálida busca la mía y sin desviar un ápice la mirada de la romántica escena, alargo mi abrazo y rodeo tiernamente los hombros de mi entregada acompañante. Ella reclina, mimosa, su cabeza sobre mi hombro y deja caer lánguidamente sus sedosos cabellos sobre mi emocionado pecho. Luego, sello el encuentro recostando mi cabeza contra la suya en una íntima comunión preñada de emoción y pasión contenida.
El romanticismo exuda por cada uno de nuestros poros. Uno desearía que aquel abrazo durara por siempre o de lo contrario que el cielo se desplomara sobre nuestras cabezas dando un melodramático fin a tan apasionada escena.
Mas, algo perturba inopinadamente el momento: Desde la lejanía se deja oír apenas un murmullo grave que se acrecienta por instantes. Un leve temblor, ajeno a nuestra emoción, sacude nuestros pies. El murmullo deviene en estruendo que confirma el trueno. Y tras él, se adivina una intensa lluvia que va arreciando.
De repente, se aborta el abrazo. La cabeza se envara, la mano se tensa, la alarma se manifiesta y una exclamación sottovoce sale de la boca de mi querida esposa: ¡¡DIOS MIO, LA MI ROPA...!!
Delante de mí, observo idéntica escena: cabezas que se separan, tensión. Y un murmullo generalizado recorre la sala: “... ropa”, “... mi ropa”, “... ropa”...

El romanticismo ha saltado por los aires. La emoción tórnase en preocupación. La pasión, en contenida ira: las unas pensando en la lavadora, los otros..., los otros no piensan. No entienden. Lo normal.

Semanas más tarde, presente aún el impacto del romanticismo abortado, decido zanjar la cuestión y consumar la escena por un prurito personal de no ser rehén de lo prosaico.
Me esfuerzo en llegar antes a casa que lo haga mi esposa. Me doy tiempo así a componer una escena perfecta antes de que ella llegue: la sorpresa forma parte del encanto.
Me hago con un buen vino. Preparo una frugal pero exquisita cena. Elijo la música adecuada y el volumen exacto. Elijo la vajilla de los invitados y la cristalería de postín. Un capullo de rosa “rojo pasión” sobre su plato. ¿El mantel? De lino. ¿La luz? La justa. Y velas. Muchas velas. Que no sea por velas.
Y es llegado el momento. La primera baza, la sorpresa, ya cuenta en mi favor. La he dejado sin habla. La cosa empieza bien. La cena es todo un éxito, mis poco explotadas artes culinarias han hecho un comedido furor. La luz de las velas ha templado el ambiente y la rosa ha sido un éxito. Cuando pasamos al sofá, la temperatura pasional ha subido unos cuantos grados con ayuda del alcohol.
Prolegómenos. Esa es la clave, según tengo entendido. Una hora. Será por prolegómenos. He logrado vencer el sueño y he ahogado algún que otro bostezo por no perturbar tan mágico momento. Todo está a punto.
Las escenas que siguen he de obviarlas, no por censura, sino por caballerosidad. El buen romántico no ha de ser lenguaraz, antes al contrario, guardará para sí, celoso de la intimidad, todo detalle escabroso que contamine la escena y ponga en peligro el inestable equilibrio entre el verdadero amor y las más bajas pasiones.
Así pues, encuadremos de nuevo la escena en el momento en que me hallo entregado de pleno a la pasión (romántica, por supuesto). Al borde del paroxismo veo reflejada en la cara de mi compañera una expresión de entrega total que acrecienta aún más el clímax de tan apasionado instante.
Hace horas hemos emprendido juntos un tortuoso y trabajoso camino que nos ha traído a asomarnos a este vertiginoso abismo de pasión, a estos desventíos de placer por los que estamos a punto de dejarnos rodar en una arrebatada y desenfrenada caída sin control. ¡Oh, ... el romanticismo! ¡Viva la madre que parió a Gustavo Adolfo Bécquer! ¡Que Dios tenga en su gloria a Mariano José de Larra! ¡Qué grande, Dios mío, qué grande es esto...!

Mas, un horrible rictus inunda la cara que tengo a un palmo de la mía. Los ojos perdidos en el infinito toman ahora una fija presencia que me miran con expresión de pánico. El cuerpo abandona su rítmico balanceo y se agarrota cual si estuviera disecado. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? ¿Dónde me he equivocado? Mi cara es la esencia misma de la interrogante con un punto incluido.
Al fin va hablar. ¡Qué angustia, madre mía! ¿Qué dirá?

―¡EL GAS! Se "te" ha olvidado apagar la llave del gas.

Doyme. No puedo más. Reconozco mi absoluta incapacidad para alcanzar un clímax de pasión romántica. Abomino de cualquier pretensión de acercarme al ideal romántico. Abrazo la fe de la prosa y el realismo. Me alío a las tropas de la terrenalidad más absoluta. Soy un hombre sin sensibilidad ¡qué se le va hacer!