sábado, 24 de diciembre de 2011

TRAPITOS


A raíz de mi última entrada en el blog, acudieron a mi memoria episodios de mi pasado relacionados con la indumentaria a la que me sometía mi madre y no pude por menos que entresacar de entre todos algunos de los momentos más inolvidables y algunos de los “modelitos” más peculiares.

Entendamos aquí peculiares en el sentido estricto de que se hacían notorios de alguna u otra manera por sus especiales características. Como queda dicho mi señora madre tenía un gran sentido práctico de la vida. La elección de la ropa con que nos disfrazaba (perdón, quise decir vestía) no podía ser una excepción.
Ya comenté en su momento que ella siempre nos compraba ropa que reunía dos importantes características: una, que fuese de calidad (entiéndase, duradera) y, otra, que fuese económica. Ni que decir tiene que la estética no tenía cabida en este binomio, era una cuestión accesoria: si la prenda, además de barata y duradera era bonita, pues miel sobre hojuelas, si no... qué se le va hacer. Y así era en la mayoría de los casos. En consecuencia, así pasé yo gran parte de mi niñez y pubertad: vestido con horrorosas prendas que, además, eran eternas.
De la primera prenda de la que tengo memoria es de unos pantalones cortos de “escay”. No de cuero, no, de escay. Los había hecho, con sus propias manos, y tenían un llamativo color verde-puñeta. Eran tan rígidos que si se ponían en el suelo sobre las perneras se quedaban tan tiesos como si albergaran dentro mi propio cuerpo. Tenían un problema: cuando les daba el sol directamente reblandecían y alcanzaban una temperatura tan notable que sería posible cocer unos huevos en su interior. Y de hecho ocurría o, más bien, ocurrió y eso puede explicar muchas cosas al día hoy, sobre todo lo relacionado con mi descendencia. Sin embargo, tenían una ventaja: suponían una buena coraza contra los azotes de la zapatilla materna. Y como eran más frecuentes los azotes que los días de sol yo salía ganando. Incluso aprovechaba cuando me los ponía para perpetrar alguna trastada que tenía pendiente. Los conservé muchos años con el impecable aspecto del primer día; acabé retirándolos cuando las piernas se me llenaron de pelos y hacía feo. Claro.
Conservo también un buen recuerdo de una trenca marrón que, como siempre, mi madre compró con “crecederas”. Esto es, con el fin de que sacara partido de su asegurada larga duración y que la talla no supusiera un problema, me la compró un “poco” más grande de la cuenta. Mi cuerpecillo se perdía dentro de aquel imponente abrigo. Era tal su desmesura que yo era capaz de girar dentro de la trenca sin que ésta se moviera un ápice. Así, los ocasionales espectadores quedaban atónitos al comprobar cómo mis pies y mi cabeza giraban media vuelta hasta ponerse en sentido contrario mientras la abotonadura de la prenda permanecía mirando al frente. Este espectáculo causaba gran hilaridad entre el público en general pero no era de especial agrado para mi madre que me miraba con unos ojos inyectados en sangre que no hacían presagiar nada bueno para mi inmediato futuro.
El problema de la holgura se ponía de manifiesto cuando, al arrancar a andar, lo hacía yo primero y, segundos más tarde, me seguía la trenca; o bien, cuando al frenar bruscamente la marcha, se me venía encima obligándome a dar un pequeño traspié si quería conservar el equilibrio. Así, estuve años, hasta que la naturaleza se apiadó de mí y tuvo a bien otorgarme un cuerpo lo suficientemente acorde con el tamaño de la prenda. Siempre me asombró el buen ojo que tenía mi madre para saber cuál iba a ser el tamaño que yo iba a tener de mayor. O tal vez mi crecimiento se vio constreñido por el tamaño de mi indumentaria. No lo sé, si esta última fuese la razón, lástima que no hubiera escogido una talla aún mayor pues a estas alturas tendría yo una envergadura envidiable. En fin, que la trenca en cuestión se conservó durante muchos años en un armario e incluso llegué a hacer de ella un uso ocasional; pero desistí el día que me llevé a la boca lo que yo creí se trababa de un caramelo olvidado en el bolsillo y era, en realidad, una de aquellas bolitas de naftalina que salvaguardaban su vejez y a las que mi madre era muy aficionada.
¿Y los zapatos? ¿Qué decir de los zapatos? Cómo será que, en cierta ocasión, una compañera de clase (“La Chamorro”, para más señas) muy prudente ella me espetó, de buenas a primeras, que si tenía algún problema en los pies. Extrañado yo por aquella intempestiva pregunta aclaróme ella que lo decía porque “como siempre llevaba unos zapatos tan raros...”. Fue la primera vez que fui consciente de que, efectivamente, siempre me había caracterizado por gastar un calzado bastante peculiar. Duradero, eso sí, pero peculiar.
Tenía yo unos playeros que, bien mirados, eran más propios de la indumentaria de un payaso que indicados para la práctica deportiva. Diferentes tonos de verde combinados con amarillo y unos ribetes negros les daban un toque especial. La forma no iba a la zaga: tenían el talón recortado en chaflán lo que confería a mis andares un estilo muy particular al no “hacer pie” de forma natural. Digamos que eran los predecesores de esos tan modernos que tienen por suela un balancín.
Pero recuerdo especialmente unas botas excepcionales. Eran de media caña con cremallera interior. Rojas. Sí, rojas y con la suela de goma gruesa de color blanco y borreguillo interior, muy abrigadas. Muy discretas. Indestructibles. Doy fe de ello pues, en vano, puse todo mi empeño en hacerlas trizas. Tenían, además, una curiosa particularidad: eran “calcetinófagas”. Es decir, se alimentaban de calcetines. Uno salía de casa con aquellos horrorosos calcetines con que mi abuela me había obsequiado como regalo de Reyes (allá por el mes de agosto) y, no bien había andado unos pasos, los calcetines desaparecían. Y así par tras par. Era una misteriosa cualidad sólo comparable a la conocida habilidad que tienen las lavadoras para hacer desaparecer esa prenda, con la salvedad de que éstas sólo desaparecen uno de cada vez. ¿A dónde van a parar los calcetines cuando desaparecen? Donde quiera que sea, gran parte de los que pueblan ese lugar son míos.
Pues bien, esas botas aún se conservan. Las heredó mi señor padre que las saca a pasear a menudo y les mantiene la dieta, por supuesto.
Mención muy especial merece un pijama que me acompañó durante muchos años y que aún se conserva para asombro de propios y extraños. Tiene un color indeterminado, tirando a beige, y con pintas. Se trata de un “esquijama” de material sintético que tiene la especial capacidad de generar energía electroestática en cantidades sorprendentes. Después de pasar una noche en la cama, cuando me desprendía de él y lo arrojaba sobre la cama, todo el bello de mi cuerpo se erizaba en la misma dirección que había tomado el pijama. El cabello también seguía la misma pauta hasta tal punto que no necesitaba peinarme: perdida la electricidad se asentaba sobre mi cabeza todo en el mismo orden y dirección tal cual me hubiese lamido una vaca. Un portento. Más sorprendente aún era que, por la noche, brillaba en la oscuridad. La energía acumulada desprendía un luminoso halo en derredor de mi cuerpo de tal manera que no necesitaba encender la luz para ir al baño en plena noche. Cualquiera que se cruzase conmigo por el pasillo de casa creería, sin ambages, que estaba ante la presencia de una aparición divina rodeada de un halo de santidad. Como imagino que habría más pijamas que el mío, cabe preguntarse por el verdadero origen de ciertas apariciones marianas de relumbrón y relativamente recientes.
El pijama en cuestión tenía un problema que venía derivado de que en mi casa había otro igual: el de mi hermano. Este, en color granate chillón. Pues bien, cuando se daba la circunstancia de que ambos, mi hermano y yo (que a la sazón dormíamos en camas vecinas), nos levantábamos a un tiempo se desataba de inmediato toda una parafernalia de fenómenos eléctricos entre uno y otro. Chispazos, rayos, descargas y toda profusión de luminarias fruto de la carga energética que ambos pijamas albergaban. Todo realmente inofensivo pero muy vistoso y espectacular como si de una noche de fuegos artificiales se tratase.
Con todo, pese a los años que gasté el pijama nunca fui del todo consciente de su peculiar aspecto hasta que fui a la mili. Mi madre entendió que era la prenda apropiada para llevar en aquella ocasión y así lo hice. Aún hoy me da cierto apuro contar la experiencia vivida. Recuerdo un pabellón larguísimo que albergaba no menos de doscientos reclutas en interminables filas de literas. Yo dormía en un extremo y los baños estaban justo en el contrario. El momento anterior a la retreta siempre era de gran algarabía como corresponde a esa circunstancia y a la edad de los mozos. Pues bien, cuando aquella noche emprendí camino al baño, con la sacrosanta costumbre de dar una postrera relajación a mis esfínteres, advertí extrañado que, a mi paso, se iba haciendo un sepulcral silencio a lo largo de todo el pabellón y luego seguía un intenso murmullo. No sin cierta congoja por la expectación que despertaba mi sola presencia procedí a mi tarea mingitoria y al salir y recorrer el camino a la inversa el murmullo había devenido en carcajadas y alusiones a mi pijama. De entre tanta hilaridad destacó una voz que en perfecto “cordobés” exclamó: “¡Adiós, tú, Spiderman!”. Y con ese nombre me quedé. Con ese nombre y con el pijama, claro está. Y aún lo conservo por si alguna vez tengo oportunidad de participar en alguna fiesta de pijamas de la que seguro me echarán por “abusón”.
En fin, otra ocasión habrá de hablar de aquellas “pachangas” que mortificaron cruelmente mis infantiles pies, o de aquel “plexiglás” con gorra a juego que me acompañó años al colegio, o bien las corbatas de “estiraytoma” que aderezaban mis galas domingueras, las sempiternas zapatillas de cuadros convertidas en chinelas con mirilla para el dedo gordo tras su prolongado uso, los jerséis de lana convertidos chalecos imposibles, los vaqueros artesanos pobre remedo de unos quiméricos Lee, la elegante y versátil batita de “buatiné” ... Todo un universo textil que, al echar la vista atrás, me produce, con carácter retroactivo, cierto sonrojo, pero que, como contrapartida, me ofrece el consuelo de que, a pesar de todo, no me ha traumatizado más que un poco. Un poco. Bueno, no tan poco.

domingo, 18 de diciembre de 2011

El difícil camino hacia la elegancia


Yo hubiese querido ser un hombre elegante. Pero en mi camino hacia la elegancia se cruzó mi santa madre. No estoy hablando de una elegancia inglesa tipo David Niven, sino de algo menos solemne o encorsetado, hablo de algo más recatado. Una elegancia más de andar por casa, vamos. De esas que te permite saber combinar colores, saber cuál es la mejor elección en cada momento, esas cosas. Se trata, más bien, de un “saber vestir”.
Pero, como digo, me tocó en suerte una progenitora con un curioso sentido de la estética masculina. Y preciso lo de “masculina” porque, en lo tocante a su persona y, por extensión, al género femenino gozaba, sin embargo, de un gusto exquisito. Digamos que, pese a no abogar decididamente por lo del “hombre y el oso”, sí consideraba que el hombre, como tal, debía estar tocado de otras virtudes más esenciales y no tan frívolas como el saber vestir.
En ella primaba más la limpieza que la estética; el orden que la presunción; el sentido práctico que los vanos aderezos, y el ahorro que el buen gusto en la indumentaria.
Cuando yo era niño decíase que el “uso de razón” era algo que se adquiría a la temprana edad de siete años, coincidiendo con la primera comunión. Ignoro si la primera ingesta de la sagrada forma confería al sujeto esa capacidad o si, por el contrario, se administraba la hostia (con perdón) a aquél que se consideraba había adquirido ya criterio propio. Sea como sea, tengo para mí que el “uso de razón” se adquiere cuando uno toma conciencia de sí mismo, y eso, en mi caso, tuvo lugar a la avanzada edad de 17 años. A no ser que yo, como todos, a los siete años tuviera la “razón” pero no el “uso”, pero esa es cuestión a tratar en para mejor ocasión.
El caso es que, como digo, yo adquirí conciencia de mi propio ser bien avanzada la adolescencia. Y cuando digo mi “ser” quiero decir por dentro y por fuera. Y esto significa que hasta entonces no fui consciente de que, si bien interiormente no era un dechado de perfección, exteriormente, al parecer, era un auténtico esperpento, según me fue referido por cuantos coetáneos me topaba al paso, especialmente si del género femenino se trataba.
Hasta entonces había sido un maniquí en manos de mi señora madre que padecía de lo que se da en llamar “Síndrome de Kent”. Ya saben, el de la Barbie. Hasta aquel entonces en ningún momento me habría planteado, y mucho menos cuestionado, que sus elecciones, en lo relativo a mi indumentaria, pudieran ser objeto de reproche alguno. Antes al contrario, bien orgulloso me sentía de poder lucir aquellos modelitos que tan amorosamente me confeccionaba con sus propias manos y de los que ella se mostraba tan contenta y orgullosa. ¡Qué pantalones! ¡Qué jerseys! ¡Qué manos, las de mi madre!
Pero algo empezó a quebrarse en mi interior cuando, la crueldad de alguno de mis compañeros, y especialmente “compañeras”, me hicieron ver una odiosa realidad. Con sus críticas y sus burlas (sí, burlas) sobre mi aspecto fueron abriéndome la puerta a un nuevo mundo desconocido y arcano del que yo no había tenido noticia hasta entonces.
Fui tomando conciencia de aquellos horrorosos colores, de aquellas combinaciones imposibles, de aquellos cuadros, aquellas rayas, de aquellas formas trasnochadas... ¡Dios mío, qué había hecho conmigo mi madre! Era un monstruo sin yo saberlo. Debo reconocer que sentí vergüenza con carácter retroactivo: ¡diecisiete años de vergüenza! Es mucha vergüenza.
Como no podía ser menos, el adolescente que aún vivía en mí decidió rebelarse y cambiar las cosas. No obstante, era difícil pues no tenía yo nociones bastantes respecto a cómo proceder con la elección de mi vestimenta. Se me habían hecho llegar, de forma inconexa y apresurada, unos principios básicos respecto a combinación de colores (marrón y azul, ¡nunca!) o de figuras (cuadros y rayas, ¡jamás!) que apenas si eran suficiente base sobre la que asentar una incipiente elegancia en el vestir pero que, al menos, y duras penas trataban de paliar mi estrafalario aspecto.
Los primeros intentos de modificar ese estado de cosas fueron recibidos con recelo, cuando no con manifiesto rechazo, por mi madre a la que no se le escapaba una y sabía que aquella rebelión obedecía a influencias foráneas: “¿Quién te meterá a ti eses coses en la cabeza?”- refunfuñaba cuando yo ponía resistencia a enfundar un jersey azul con un pantalón marrón.

Todos mis males devenían, como digo, de estar por completo en manos de mi madre que tenía unos principios muy arraigados. Lo importante era ir limpio y doy fe que yo era un jaspe con patas. También era amiga del orden, de modo y manera que la elección periódica de camisa, jersey y pantalón obedecía a un riguroso orden en función de cuál de esas prendas estuvieran más arriba en el montón correspondiente del armario ropero. Si el jersey que tocaba era azul de cuadros, el pantalón marrón de rayas y la camisa verde estampada pues... a jorobarse. Es lo que toca y “¡no se te ocurra desordenar el armario!” eligiendo colores so pena de cortarme las manos.
Su sentido práctico y del ahorro hacía que la gran mayoría de la ropa que yo gastaba fuera confeccionada por ella misma. Rara vez se recurría la amplia oferta comercial del ramo pero de hacerlo ella reducía esa oferta a uno o dos establecimientos que no se caracterizaban precisamente por ir a la vanguardia de la moda, por mucho que llevaran sugerentes nombres como “Novedades Eloína” o “Confecciones La Nueva Ola”. De lo que sí puedo dar fe es de que vendían un género de primerísima calidad a juzgar por la duración del mismo. Por ello, decir que yo “gastaba” una prenda es una auténtica hipérbole. Gastar, lo que se dice gastar, aquello no se gastaba nunca. Duraba años y años, y sólo cuando los cuellos de los jerseys me cortaban la circulación de la sangre; los pantalones a duras penas me tapaban los tobillos, o los botones de las camisas saltaban cual proyectiles a los ojos de los viandantes debido los prodigios que la sabia naturaleza obraba en mí, sólo entonces aquella prenda se retiraba de su uso ordinario.
Obsérvese que digo “uso ordinario” pues aun entonces esa prenda, previa ingeniosa transformación (mi madre fue pionera en el reciclaje), adoptaba un nuevo uso (bayetas, cinturillas, retales...) que prolongaban su vida “ad eternum” . Yo tengo visto como una camisa mía se transformaba en un mantel, o un jersey de lana en un par de calcetines, o un pantalón de pana en el tapizado de una banqueta.
Capítulo aparte merecen los zapatos. Entre las muchas virtudes de mi señora madre no estaba la de hacer zapatos, luego se veía obligada a recurrir a establecimientos especializados en el ramo. Pero éstos eran del mismo jaez que los textiles. Me adelanto a decir que calzo un número 37, a todas luces talla en exceso pequeña en correspondencia con mi estatura. Añado que padezco de un modélico pie cabo. Ambas características las imputo, sin duda, a que, dada la duración del calzado, siempre prolongué su uso más allá de lo aconsejable comprimiendo mis pies y evitando que éstos expansionaran naturalmente. Es decir, mi madre era fiel seguidora de la técnica china de empequeñecer los pies con la que alcanzó notables resultados.
Con todos estos antecedentes era de esperar que mi aspecto exterior no fuera precisamente atractivo. Tanto es así que cuando, tras arduos esfuerzos conseguía alguna cita con alguna chica de mi interés, al verme llegar en lontananza con aquel peculiar aspecto se batía en retirada, hecho éste del que tuve conocimiento años más tarde cuando mi querida esposa me confesó que en más de una ocasión estuvo a punto de huir despavorida antes de que nadie pudiera relacionarla conmigo. ¡Traidora!
Debo añadir que hubo un período crítico en el que mi lucha por sacudirme de encima la influencia materna auspiciado y fomentado por agentes externos puso en marcha una contraofensiva materna que consistía en boicotear con contundencia cualquier intento de trastocar el estado de cosas. En aquel período, si alguien me regalaba alguna prenda o a mí, cosa extraña, se me ocurría comprarla, mi madre se encargaba de inmediato de destrozar la pieza “sin querer” en la lavadora, con la plancha, en el tendal... Aún recuerdo aquella maravillosa chaqueta de lana que me había traído de un exótico viaje y que yo no me quitaba ni para dormir. Cuando no quedó más remedio que lavarla y mi madre se hizo cargo de ella me puse en lo peor. Y así fue: mi madre hizo uso de sus amplios conocimientos en “jibarización” y la redujo a un tamaño tal que a la mismísima Barbie le hubiese tirado de la sisa. ¡Qué disgusto, qué aflicción!
Pero he de decir que a día de hoy son un hombre casi por completo rehabilitado. Gracias a los sabios cuidados y consejos de mi esposa luzco un aspecto relativamente normal, si bien aún, de cuando en cuando, cometo alguna torpeza de forma totalmente inconsciente. Vaya en mi descargo el hecho de que desarrollo mi actividad laboral en Oviedo y que, como es mundialmente conocido, allí el listón en cuestión de elegancia en el vestir está muy alto. Pero, gracias a Dios, ya se encargan mis compañeros, esos del Oviedín de toda la vida, de reprenderme convenientemente si cometo la tropelía de poner una camisa de cuello debajo de jerséis de cisne o cuando quito la americana al superar el termómetro los 48 grados, etc. etc. Y es que uno no acaba nunca de aprender.
Espero haber aprendido lo suficiente como para que, llegado el día de mi muerte, pueda ser, como dijo James Dean, un “bonito y elegante cadáver”. Por si acaso ya he elegido una urna funeraria en tonos azulados haciendo juego con el color de mis ojos. No sólo hay que morir con dignidad, también hay que hacerlo elegantemente.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Matones aéreos



El aeropuerto de vuelos domésticos de México D.F. es como todos los demás. Y, como todos los demás, permite observar la más diversa fauna, con las peculiares características de cada país, por supuesto.
Era el caso de unos personajes que deambulaban, matando las interminables horas de espera, por entre las tiendas del “dutifrí”. Tenían estos tipos un aspecto realmente llamativo: sombreros blancos al más típico estilo JR rematado con dos tiras de cuero acabadas en borlitas plateadas, camisas negras de satén y botas camperas de tacón alto bien repujadas y pobladas de remaches. Al verlas pensé en la algarabía que se iba a desatar cuando pasaran el escáner de seguridad.
Pero lo más chocante de su aspecto era el enorme crucifijo que portaban colgado al cuello. No casaba del todo bien con aquel estilo de matón a sueldo y que parecía la encarnación de algún héroe de narcocorrido de los troveros de Sinaloa.
No cabía duda, aquella extraña amalgama entre lo sacro y lo mafioso era una de las muchas y muy variadas manifestaciones de la peculiar manera de vivir la Religión que tienen los mexicanos.
La suerte quiso que aquellos grotescos personajes hubieran de viajar con nosotros en el mismo vuelo. Sentados unas filas más adelante, aún habrían de depararnos un hecho aún más llamativo y sorprendente, pues no sé muy bien de dónde sacaron la estatuilla de un santo. Y digo “estatuilla” quedándome más corto que el dedo meñique, pues sabréis que el santo aquél que portaban los cuates tenía dimensiones portentosas y en ningún caso hubiera dicho que se trataba de una figura “portátil”. Antes bien, estoy por asegurar que debieron de tener alguna disputa con el sobrecargo del avión al respecto de si la figura en cuestión debiera o no pagar pasaje. Si los niños mayores de 7 años lo hacían, cómo no iba hacerlo aquel pedazo de santón por muy quieto que se estuviera.

Sea como fuere, el caso es que allí estaba, a bordo. Y no bien se hubieron acomodado los hombretones, empezaron un extraño trajín con la figura: se lo pasaban de mano a cada cierto tiempo en lo que imagino era una suerte de turno de plegarias.
Pese a lo extraño de la maniobra he de decir que, personalmente, me sentí muy seguro y desapareció el consabido cosquilleo en las tripas propio de los momentos previos a todo vuelo. Estaba claro que en aquella ocasión estábamos a salvo de cualquier percance aéreo. No creo que el “santón” se atreviera a contrariar aquellos hombretones, cuya ira imaginaba terrible. Estoy seguro de que cualquier plegaria en su boca sería lo más parecido a una orden cuyo incumplimiento acarrearía graves consecuencias, así pues, el santo estaría muy solícito y haría lo más diligentemente posible los trámites precisos con la autoridad competente (léase Dios) con el fin de procurar un viaje placentero a sus “amigos”. Y por extensión a nosotros.

Pero no eran estos siniestros individuos los únicos personajes curiosos que componían el pasaje. Justo a nuestro lado viajaban también otros dos pasajeros que, si bien no destacaban por su aspecto, si lo hacían por sus comportamientos. El uno estaba enfrascado en una atentísima lectura de la Santa Biblia; el otro, lo estaba en una conversación telefónica con su “mamacita” y para la que no hubiese necesitado el “celular” a tenor del volumen de su cháchara. Y tanto el uno como el otro parecían del todo ajenos al resto del mundo o por lo menos a éste. Y digo parecía pues los acontecimientos posteriores pusieron de relieve lo contrario.
El vuelo estaba a punto de partir. Las puertas ya estaban cerradas, y habíase iniciado ya el grotesco cursillo acelerado de seguridad que las azafatas se empeñan en impartir pese a no interesar a nadie cuando, de improviso, hubo un parón.
Se abrieron de nuevo las puertas ante la extrañeza y alarma de todos y entró con gran fatiga una bella señorita que paseó su palmito por todo el pasillo luciendo un generoso escote que hizo volver el cogote a más de una fila en pleno. Más de uno pensó que aquel ejemplar bien merecía un retraso y más de una masculló que aquello era un ejemplar caso de retraso “mental” del piloto. ¡Machista asqueroso!

El caso es que la diosa fortuna quiso que fuera a sentarse precisamente, entre uno y otro personaje, el de la biblia y su parlanchín compañero. Ambos los dos dieron con premura por finiquitada su respectiva ocupación; el uno con un sonoro cerrar de libro que rozó el divino desaire y el otro con un “que-Dios-la-bendiga-mamasita-adiós” que evidenció un total desarraigo filial.
Los dos se adornaron con las más afectadas y bobaliconas de las sonrisas y se deshicieron en amabilidad hacia la recién llegada. Prestos se pusieron a la tarea de colocar los bultos de la señorita (las maletas, me refiero) en el compartimento correspondiente haciendo sobrado hueco para ellos a costa de aplastar los suyos (las maletas, ya saben). La dama les premió con una coqueta sonrisa y ellos echaron una primera y furtiva ojeada a las procelosas oscuridades de su escote.
Tras el despegue se desató entre ellos en animadísima charla a tres bandas aderezada con frecuentes ojeadas a aquel llamativo balcón que se les ofrecía ante sus ojos. Estoy seguro que si aquel avión hubiese carecido de ventanillas, aquel par de pardillos en absoluto se hubiesen percatado de ello.

A mitad del vuelo uno de los matones se incorporó y se dirigió al excusado. Pero lo extraño del caso es que llevaba en sus brazos a su bien idolatrado santón. Ignoro si es que temía que una micción de altura supusiera un riesgo añadido al hecho de volar o bien era que el santo tenía problemas de próstata. En definitiva, que por delante de nosotros pasó la extraña pareja y pudimos, a continuación, ver al matón ensayar diferentes movimientos para poder entrar en el diminuto habitáculo con su acompañante.

Tras un tiempo prudencial, salieron ambos y, de vuelta a su asiento, la damisela, a la que no había pasado inadvertida la curiosa estampa de santo y matón, interpeló a éste:

-Bonita figura, Señor. –Y añadió, coqueta- Me refiero al santo, por supuesto.
-¿Le gusta, señorita? Es San Cristóbal, patrón de los viajeros. Es muy milagrero, aquí donde le ve. ¿Le gustaría echarle una rezadita?
-Si a usted no le incomoda… Señor.
-Faltaría más, señorita. Ándele y agárrelo usted misma.
-Pero siéntese, señor. Aquí al ladito mío. Seguro que a este señor tan simpático no le importará cambiarse de sitio.

El hijo de su madre. Quiero decir: el hijo de la mamacita a punto estuvo de objetar algo pero echó un vistazo a aquella imponente figura de negro que le miraba como una frialdad que apagaría un fuego y decidió tragar saliva y levantarse.

-Así que dice usted que es San Cristóbal. Dijo la damisela con el santón ya en su regazo. El santo diríase que también se había quedado petrificado al verse tan cerca de un busto tan señalado. O ya lo estaría de antes. Desde luego muy tieso estaba.

-No, no, no –se apresuró a terciar el lector bíblico- Les aseguro que, como experto en la materia, ese no puede ser San Cristóbal. Si lo fuera debería llevar en su hombro al niño Dios y éste santo no lo lleva. ¿Lo ven?

Esas habrían de ser sus últimas palabras en aquella conversación. El matón le miró a la par que levantaba levemente el ala de su sombrero.

-Le digo yo, señor, que este es San Cristóbal. Es el santo patrón de toda mi familia y no le vamos cambiar de nombre ahora, después de tantos años, por muy experto que usted sea, señor.

El experto bíblico quedóse cual estatua de sal como si la esposa de Lot se tratara. Con la mano en alto sosteniendo la sagrada Biblia en actitud de argumento inapelable que no pasó de ademán. Pero la cosa aún podía empeorar y empeoró.

-¿Qué le hubo, güey? ¿Algún problema? No bien vi, que al no presentarse y que lo hizo un piche cagón vine a ver qué vaina estaba ocurriendo.

Era el otro matón. Más grande y amenazador si cabe, que contemplaba la escena de pie ante la fila de asientos del dispar trío.

-Nada hermano, aquí estaba platicando con esta señorita y el piche santurrón este, no más va y dice que el santo no el santo. Que nuestro santo no es San Cristóbal. Y dice que es un experto. ¿Cómo lo ve?

Y entonces tal sucedió como si el tiempo hiciera un bucle hacia atrás y repitiera la misma escena que un minuto antes.

-Oiga, señor –dijo el segundo matón y levantó levemente el ala de su sombrero- Le digo yo, señor, que este es San Cristóbal. Es el santo patrón de toda mi familia y no le vamos cambiar de nombre ahora, después de tantos años, por muy experto que usted sea, señor.

El experto bíblico bajó la mano y con ella la Biblia, claro está, y seguramente deseó verse fuera del avión y puso cara de estar pensando en un paracaídas.

-Mire compadre, vamos a hacer una cosa. Por qué no se va a platicar sobre el santo con mi mamá que está sentada no más al lado de su piche amigo. Ella le platicará quién es el santo. Hágame el favor y déjeme sentarme acá a la vera de mi hermano. ¿Qué le parece?

Debió parecerle de perlas pues, sin abrir la boca más que para decir un educado “señorita” a modo de despedida, corrió pasillo adelante a encontrarse con su amigo y dispuesto a engrosar su cultura santoral de la mano de la que, al parecer, era la madre de aquel par de facinerosos, es decir, la matona madre.
Y allí se quedaron los cuatro: los matones, la señorita y el santo, en animada plática. El santo en el regazo de la dama hierático y solemne con una sonrisa benevolente y un poco picarona. La damisela extasiada con tan buena compañía, hacía ojitos a diestra y siniestra y los matones sin quitar ojos ora al santo, ora a la santa; ora por devoción, ora por … mirar.

martes, 26 de julio de 2011

Mi tía Alvarina


Mi tía Alvarina era una mujer de campo a duras penas incrustada en una ciudad, a la que seguramente no se adaptó nunca. Era, en el estricto sentido de la expresión, una buena persona. Paciente, risueña, jovial, poseía una encantadora ingenuidad que la hizo protagonista de múltiples y divertidas anécdotas que ella misma contaba entre risas contagiosas. Algunas de ellas rozaban el esperpento otras se adentraban de lleno en el mundo del más hilarante absurdo.


Se me viene a la cabeza aquella ocasión en que me la topé por la calle con el brazo en cabestrillo y una mano profusamente vendada. Mi alarma inicial tornóse en pasmo cuando me contó que la causa de aparatoso vendaje era que la había mordido un ¡conejo muerto! Yo no daba crédito a semejante historia aunque tratándose de mi tía todo era posible. Con una sonrisa de oreja a oreja me contó que había comprado en la plaza un conejo para guisar. El conejo, claro está, estaba muerto y despellejado pero no troceado debidamente para el guiso. Así, pues, procedió diligente a la tarea con un machete de manera tal que cogió el animal de forma que su mano izquierda quedó a la altura de la boca del conejo y al dar el primer hachazo, el bicho contrajo su mandíbula de tal suerte que los incisivos se incrustaron con fuerza en la mano de mi tía. La herida fue grande y la profusión de sangre aconsejó una visita a la Casa de Socorro. Los profesionales encargados de la cura no atinaban con el vendaje pues apenas si podían contener la risa tras haber escuchado los hechos que provocaron la avería. Durante días, mi tía contaba divertida la historia a todo aquél que se encontraba por la calle y que, como yo, le preguntaba por el aparatoso vendaje.

No mucho antes (o después, no sé), le aconteció otra de sus curiosas anécdotas. A menudo salía a pasear por el Muelle de Gijón, donde, por aquél entonces no era raro ver a algún chaval que, pese a estar prohibido, pescaba con su caña en las oscuras las aguas del puerto. Solo a los chavales se les ocurría hacerlo pues lo único que podía sacarse de allí eran “muiles” grandes y gordos, pero llenos del fango que, a la sazón, tapizaba por entero el fondo de la dársena. En fin, tal vez por eso los carabineros hacían la vista gorda, pues aquello divertía a los chavales y sus piezas no tenían ningún valor económico y mucho menos gastronómico por muy grandes que éstas fueran.
Pero mi tía, pese a que ya llevaba décadas en la ciudad y debía estar al corriente de aquella circunstancia como cualquier gijonés, se dejó embaucar por dos mozalbetes que la asaltaron tratando de venderle una hermosa pieza que acababan de sacar del agua. Como digo, mercó aquella pieza y se fue muy ufana para casa con la intención de prepararla para la cena.
Pero, como era de esperar, fue hincar el cuchillo en la panza del animal para proceder a su limpieza y expulsar éste una pasta negra y nauseabunda que, por supuesto, no invitaba en absoluto a continuar con la faena ni mucho menos pensar en cocinar aquella inmundicia. Así, pues, resolvió tirar a la basura el enorme pez. Pero discurrió que mejor sería hacer uso del triturador eléctrico que tenía instalado en su bañal de la cocina. Dicho y hecho: introdujo la cabeza del animal en la embocadura del aparato y dio al interruptor. Y allí se fraguó el desastre. La cola del animal empezó a girar a una velocidad endiablada y, toda vez que su panza estaba agujereada por el cuchillo, por acción del frenético giro convirtióse aquello en un aspersor de maloliente pasta negra que la dejó a ella, a las paredes y al techo de la cocina del color de betún.
Tardó un día entero en limpiar el desaguisado y semanas en tratar de desprender el olor de las paredes, amén de tener que pintar de nuevo el techo de la cocina.
Pero a ella se le saltaban las lágrimas cuando nos lo contaba y reparaba en la cara de asco que se nos quedaba a todos imaginándonos la escena.

Realmente, muchas de sus anécdotas tienen que ver con cuestiones gastronómicas pues viene a mi memoria otra de las suyas relacionada con esos menesteres. Mi tía casó con Pedro; un santo varón que tenía verdadera pasión desde joven por todo lo ruso. Tanto es así, que cuando se abrieron las fronteras con ese país tras años desencuentros con la España franquista, mi tío fue de los primeros en entrar en la Unión Soviética. Repetidos viajes terminaron dando su fruto en forma de fraternas amistades con las que mantenía correspondencia e intercambio mutuo de regalos de cortesía.
En cierta ocasión, recibieron de sus soviéticos amigos un paquete con variados presentes entre los que se encontraba algo que mi tía identificó de inmediato como una suerte de embutido típico de Rusia. No tardaron en empezar a dar cuenta del curioso manjar advirtiendo que no era precisamente de su gusto. No obstante, ante lo curioso del presente, mi tía dio a probar de aquella rareza a todo el que pasó en aquellos días por su casa, que no fueron pocos. No había visitante que no se dejara seducir por el encanto de mi tía, siempre dadivosa, ofreciéndoles una lonchita de aquel extraño embutido, si bien la desaprobación era generalizada. Pero nadie quiso perder la oportunidad de probar algo nuevo y distinto. Aunque aquella extraña longaniza estaba muy lejos de los estupendos chorizos de Carbayín, patria chica de mi querida tía.
No pasó mucho tiempo desde que se acabó el embutido cuando llegó una nueva misiva de sus amigos rusos. Preguntaban si les habían gustado los presentes y que les encantaría que lucieran adecuadamente los “cirios” que les habían remitido.
Como es lógico no tardó en aflorar la risa de mi tía al percatarse de que se había comido en lonchas media docena de velas de un extraño color marrón y que se lo habían dado a probar a toda la vecindad y parte de la familia. Con razón habían encontrado un poco seco, pastoso e insípido la “chorivela” de la estepa rusa. Pero bueno, todos los que, más por cortesía que por apetencia, probaron aquel “manjar” entendieron al punto que eran cosas de mi peculiar tía a la que bien podía perdonárselo todo.

Muy relacionado con este episodio está otro no menos sorprendente. Fue el caso que, como quiera que sus nietas estudiaron en un reputado colegio de religiosas, mi tía trabó amistad con algunas de las monjas que impartían la docencia. En una de sus conversaciones les relataba alguno de sus muchos padecimientos físicos: que si un dolor aquí, que si un desarreglo allá... El caso es que las bienintencionadas monjas le hablaron maravillas de los milagrosos efectos que tenían unas reliquias que ellas custodiaban y que ponían a su disposición cuando quisiera. Eran éstas unos huesecillos de la mano de un beato muy venerado en su Orden.
Mi tía, fácil de convencer, no se atrevió a declinar tan generoso ofrecimiento y aceptó llevar a su casa las reliquias por unos días. Pues bien, ni corta ni perezosa, le faltó tiempo para prepararse una infusión con aquellos huesecillos que si bien no desprendieron mucha sustancia, con unas cuantas gotas de anís y una cucharadita de azúcar se dejó beber. Varias fueron las ocasiones en que repitió la operación sin que ella notara más mejoría que la derivada de la ingesta del anís cuya proporción iba siendo cada vez más generosa.
Al cabo de unos días devolvió las reliquias a sus custodias y, por no desairar su fe, les comentó que era “mano de santo” y que habían erradicado por completo sus males. Las monjas quedaron muy satisfechas y un poco extrañadas pues advirtieron que los huesos estaban ligeramente más blancos pero seguramente lo atribuyeron a una intervención divina.


Es abundante y variado el anecdotario; tanto que difícilmente tendrían cabida en este blog todas y cada una de sus andanzas que forman parte de la intrahistoria de mi familia. Pero sirvan estas pinceladas como sentido homenaje y emocionado recuerdo que difícilmente nos palía de su ausencia.

jueves, 14 de julio de 2011

El fisio


Soy un débil, ¡qué le voy a hacer! Más bien soy un frágil estructural, que es una forma fina de decir que carezco de fortaleza física. Esta característica siempre ha estado reñida con mis aspiraciones atléticas, de forma y manera que cualquier actividad física que he practicado ha devenido, más pronto que tarde, en lesiones de diferentes partes de mi anatomía.

De esta circunstancia se han derivado dos consecuencias inmediatas, una buena y otra, si no mala, si peculiar.

La buena es que, gracias a lo variado de mis lesiones, con los años, me he convertido en un experto en anatomía y puedo presumir sin cuento de que conozco partes de la anatomía humana que no son del común y disfruto de un conocimiento de la patología traumatológica pareja a la de un aventajado estudiante de Medicina. Pocos son los que alguna vez han oído hablar del “gran trocánter femoral” o del “delgadito plantar” y menos del “periostio peroneal” o del “relieve inguinal del cordón espermático”. Y, claro está, nadie ha padecido lesiones tan llamativas como “fascitis plantar”, “condromalacia rotuliana” o, la más sonora de todas, “desplazamiento compartimental del paquete de Hoffar”. Como se puede observar, no hay mal que por bien no venga y de seguir con la práctica deportiva estaré a un paso de la Licenciatura en Medicina.


Pero la otra consecuencia, digamos, la más peculiar, es que a lo largo de mi ya dilatada vida han sido muchos los traumatólogos y fisioterapeutas que he tenido que visitar. De modo que también me he hecho un experto en estas lides. Debo decir que el anecdotario derivado de esta circunstancia es bastante rico, pero el caso que descuella entre el resto aconteció no hace mucho y merece capítulo aparte.

Andaba yo por entonces con una de mis múltiples averías. Concretamente un problema en un gemelo. Harto ya de volver a casa cojeando tras una breve carrera me decidí a probar un nuevo “fisio” del que me habían dado las mejores referencias. Y allí estaba yo sin sospechar lo que me esperaba. Debo decir que, de entrada, me sorprendió que en la sala de espera, como suele ser habitual en estos profesionales, hubiera cierta profusión de títulos adornando las paredes, y que había algunos harto curiosos que hacían referencia a patología equina (¡equina!) pero no le di mayor importancia.

Cuando me hallé ante el experto los trámites preliminares fueron los habituales: filiación, antecedentes, motivo de la visita… Aquí relaté con todo lujo de detalles los síntomas que aquejaban mi maltrecha pantorrilla.

Pero la primera sorpresa vino cuando, de repente, me dice:

−Bueno, desnúdate y échate en esa camilla.

Sin mucho tiempo sin reaccionar y acostumbrado, como lo estamos todos, a no replicar a los facultativos comencé el “deshabillé” no sin pensar para mis adentros: “Debe de ser que no me escuchó; yo le dije que era un problema de la pantorrilla”. El caso es que al poco rato estaba en calzoncillos sobre aquella camilla mientras el experto “manipulaba” distintas áreas de este cuerpo que se ha de comer la tierra. A continuación, se situó a la altura de mi cabeza y me tomó las manos por las muñecas mientras tiraba de los brazos hacia atrás.

La sorpresa debía reflejarse en mi cara pero nada salía de mi boca y así permanecí incluso cuando la situación tomo un cariz muy preocupante: sentí (que no vi por mi posición en “decúbito supino”) que depositaba sobre mi vientre unas bolas de cristal y volvía a repetir la operación con mis brazos. Quitaba aquellas bolas y ponía otras y lo mismo.

Pero cuando estuve a punto de saltar de la camilla fue cuando, ni corto ni perezoso, en una hábil y rápida maniobra introdujo algunas de aquellas bolas dentro de mis calzoncillos en contacto directo con mi partes más nobles.

Fue entonces cuando pensé que me había equivocado. Traté de recordar quién me había recomendado a aquel chalado. Muchas fueron las ideas que se amontonaron en mi cabeza. A lo peor, no lo había entendido bien y no era un “fisio”. Tal vez se trataba de una broma y había una cámara oculta que de inmediato empecé a buscar por el techo que era lo único que tenía a mi alcance visual. Mientras mi mente funcionaba desenfrenadamente y admitía y descartaba las más peregrinas posibilidades que explicaran aquella ridícula y bochornosa situación, el experto seguía con su trajín de cristales en mis intimidades.

Menos vergonzante pero sin duda más sorprendente fue cuando me dijo que dijera en voz alta alguno de los medicamentos que tomaba habitualmente.

¡Tonto, más que tonto! –pensaba–. Pero allí estaba yo, sin rechistar, repitiendo en voz alta: “¡Amlodipino…!”… “¡Enalapril…!” Y él tirando de mis brazos hacia atrás.

¡Una hora! con aquel ritual al que, al final, me llegué a acostumbrar. ¡Ojo! Subrayo lo de “acostumbrar”, algo muy distinto a “disfrutar” como más de alguna retorcida mente estará pensando. Proclamo desde ahora mismo que lo de introducir cosas en mis partes es algo que me llegó muy adentro (nunca mejor dicho) y de lo que no obtuve ningún placer. ¡Ninguno! ¿queda claro?

Por fin aquello acabó con un sentencioso:

-Efectivamente: lo que pensaba. Todo es debido a ciertas carencias de microsustancias orgánicas.

Yo no sé muy bien porqué respiré aliviado como si todo lo anterior adquiriera sentido, de repente. Más aliviado aún me sentí cuando me dijo que ya me podía volver a vestir: mi integridad seguía a salvo (¿o no?).

A continuación, vino una explicación sobre lo que me pasaba y cuál era la solución. Tenía que hacerme con unas pastillas sobre las que me facilitó profusa documentación que tenía que leerme en casa. En la siguiente sesión ya veríamos el gemelo. ¡No estaba equivocado!: era un fisio y se había enterado de que mis males no estaban en mi entrepierna sino en la pantorrilla y, lo mejor, me la iba a mirar. Pero ¿porqué no había empezado por ahí?

Cuando llegué a casa y me dispuse a leer la documentación que me dio con el fin de dar aún más sentido a lo que acaba de ocurrir me entró una nueva preocupación. Juro que, tras leer aquello, creí haber caído en manos de una peligrosa secta religiosa. Lo que me prescribía el experto respondía al estrafalario nombre de “Diente de león azul” cuyos efectos se veían potenciados debido a estar bajo la advocación de la Virgen de la Salud. Seguía todo un tratado de teología barata y panegírico de diferentes santos y vírgenes a los que, al parecer, debía encomendar mi alma y, por supuesto, mi pantorrilla.

Mi estupefacción derivó en algo muy parecido a un “síndrome de Estocolmo” pues, incompresiblemente, volví al día siguiente. No obstante, cuando me preguntó por mi opinión sobre lo que había leído no pude menos que responder que se le pedía demasiada fe a una persona que si no era estrictamente ateo sí navegaba por las turbulentas aguas del agnosticismo (¡qué metáfora, Dios mío!).

Creo que en ese momento aquel hombre vio como su arsenal terapéutico se había visto seriamente mermado a las primeras de cambio. No le quedaba más remedio que emplearse a fondo con los procedimientos más “tradicionales” y me ordenó que te tumbara de nuevo a la camilla, esta vez ¡vestido!¡Uf! Tuve la impresión de que empezaba yo a retomar el control de la situación. Pero poco dura la alegría en casa del pobre.

No bien me hallé echado, sacó de una maleta una especie de sargenta eléctrica que me aplicó sin contemplaciones a mi zona dolorida. Aplicó la suficiente presión para hacerme gemir. Como viera que el dolor era ya insoportable activó un mando y la presión se detuvo. Pasado un tiempo aún con la sargenta atenazando mis carnes, me preguntó si ya sentía menos dolor. Como quiera que mi respuesta fue afirmativa accionó de nuevo el vil instrumento y otra vez me hizo retorcerme de dolor y le escuchaba decir que cuanto más aguantase el dolor más efecto surtiría la terapia. Decidido como estaba yo a solucionar mis males aguanté varias embestidas hasta que por mi mejilla empezaron a rodar grandes lagrimones de dolor y decidí que ya era suficiente. Aguanté así varios minutos y cuando creí que todo había acabado, el contrariado fisio, en un inequívoco acto de venganza por mi descreída actitud, comenzó a mover sin contemplaciones la sargenta de un lado a otro haciéndome soltar aullidos de dolor.

Creí que nunca llegaría el momento de la liberación, pero antes de que eso ocurriera él insistió mucho en que cuando soltara le dijera cuál era la sensación que experimentaba en ese preciso momento. Huelga decir que la primera idea que vino a mi cabeza fue la de alivio; la segunda, fue acordarme de los progenitores de mi torturador. Creí que todo había acabado por ese día, pero para mi sorpresa me dijo que al día siguiente le llevara un comprimido de cada uno de mis habituales medicamentos, convencido como estaba que ejercían sobre mi salud una perniciosa influencia.

Hay que reconocer que, en parte por curiosidad, en parte por masoquismo y en parte por … no sé qué, volví pese a que ya tenía un segundo motivo para no hacerlo: ¡la sargenta! Pero allí estaba yo de nuevo. Cuando quise darme cuenta estaba de nuevo en la camilla, ¡desnudo! ¡otra vez! Vuelta a empezar. Pero esta había de ser un poco diferente pues las extrañas maniobras fueron precedidas de una explicación sobre el método. Lo que ponía sobre mi vientre y “dentro de mí” no eran bolas de cristal sino frascos con diferentes sustancias a las que yo reaccionaba, al parecer, de diferente manera. Había sustancias perniciosas a las que yo reaccionaba con aversión y otras, en cambio, de forma neutra. Y me puso un ejemplo paradigmático: era sabido mundialmente(¿) que algo absolutamente pernicioso para la salud era el “Actimel” al que, como es lógico debía reaccionar con aversión. Y aquí vino el súmmun de mis males. Sin cortarse un pelo sacó un frasco de Actimel y, cual hábil prestidigitador, lo introdujo bajo mi calzoncillo y tiró de mis brazos hacia atrás.

Recuerdo que pensé que si en ese momento llegase a entrar alguien en la consulta y me viera allí desnudo, tumbado con un Actimel entre los genitales no hubiese sacado precisamente una idea positiva de mi persona. Por otra parte, tratando de ver algo positivo de aquella embarazosa situación, levanté la cabeza y traté de hacerme una idea de lo que sería sentir por primera y única vez en mi vida la sensación de poseer un considerable protuberancia genital de la que poder presumir en la playa (vulgo: “marcar paquete”).

Afortunadamente, aquello no duró poco mucho y, acto seguido, extrajo el frasco de marras y depositó sobre mi vientre uno de los comprimidos que yo le había traído y de nuevo tiró de mis manos hacía atrás:

¿Ves? –dijo– Está claro: el mismo efecto que con el Actimel. No deberías tomar esas pastillas.

Ni que decir tiene que yo, personalmente, no experimenté cambio ninguno ni, por supuesto, vi que la pastilla saltara sobre mi vientre ni nada semejante.

Y luego vino otra sesión de sargenta tan dura o más que la del día anterior. Y así durante cinco sesiones. Y alguno se preguntará que, a fin de cuentas, cuál fue el resultado de la terapia. Pues he de decir que no he vuelto a tener molestias en el gemelo. No sé muy bien la causa: si fueron los frascos, la sargenta o bien las pocas ganas que me quedaron de volver pese a lo que piense alguna mente calenturienta.

En cuanto a los efectos secundarios derivados de tan peregrina acción terapéutica he de decir que sólo se cuenta una pequeña adicción al Actimel del que hago uso a menudo, pero del que, obviamente, no pruebo ni un trago pues sabido es que se trata de algo muy malo para la salud.

viernes, 8 de julio de 2011

La Ley del Progreso


Hoy quiero ponerme un poco serio. Tan sólo un rato, lo suficiente para contar una pequeña historia que viene a colación de los controvertidos “derechos de autor” casi siempre en la palestra y hoy más que nunca con motivo del desafortunado “affaire” protagonizado por la SGAE. Uno más.

La historia es la siguiente: Mi padre tenía un oficio muy peculiar. Era artesano de la madera; concretamente, tornero. Pero el oficio se morirá con él. Como tantas otras ocupaciones que se han visto avocadas a la desaparición debido a un cambio en la tecnología. Si en un momento dado, la aparición de una nueva tecnología favoreció su oficio al reemplazar su ‘torno eléctrico’ al arcaico ‘torno de pie’, décadas más tarde un nuevo cambio tecnológico, concretamente la aparición del ‘torno copiador’, acabó con su forma artesanal de tornear la madera.
Y es que el mundo cambia en la medida que se van sucediendo distintos cambios tecnológicos. Estos favorecen a ciertos sectores de la población y perjudican a otros, pero es la “ley del progreso”.

Pero mi padre, además, complementaba sus ingresos con otra ocupación que le ayudaba a mantener a su familia: la Música. Tras haber aprendido desde la niñez a tocar un instrumento se dedicó muchos años a amenizar los bailes de aquí de allá. Dura ocupación la de este tipo de músicos: ensayos, viajes, carga y montaje de equipos, veladas interminables, ausencia de festivos... Yo no recuerdo haber pasado ninguna Nochevieja con mi padre, ni día de Reyes, fecha similar.
Pero este oficio, como todos los demás también está y estuvo al albur de los cambios tecnológicos. Hace unas décadas los artistas de relumbrón iban de plaza en plaza con las partituras debajo del brazo o, si acaso, acompañados de un pianista. Cuando llegaban a la sala donde actuaban allí estaba la orquesta titular conformada por músicos como mi padre. A estos les facilitaban las partituras, éstos como buenos profesionales que eran interpretaban aquellas partituras, ensayaban unas cuantas veces y actuar “en vivo” ante el público. De esta manera, parte del caché de las estrellas iba para los músicos que les acompañaban.
Pero vino un importante cambio tecnológico: la música grabada, o sea, el conocido como “playback”. Y esto, como siempre, favoreció a unos y perjudicó a otros. Como favorecidos, los “artistas” que ya no traían partituras ni pianista, simplemente traían la música enlatada. Ya no les hacía falta acompañamiento, ni tan siquiera ensayos, ni cuidar su voz y, lo más importante, ya no tenían que deducir parte de sus emolumentos. Y esto les pareció un invento excelente ¡cómo no! ¡que viva la tecnología! Los perjudicados fueron gente como mi padre, músicos al fin y al cabo (tanto o más que los “artistas”), que se quedaron sin esos ingresos. Pero había que “ir con los tiempos...”
La nueva tecnología también ofrecía a los “artistas” la oportunidad de grabar discos (que sus seguidores pagaban a precio de oro) que les permitían divulgar su música y obtener pingües beneficios sin tener que hacer viajes, cargar con el material, trasnochar, etc., etc. E incluso esa misma tecnología a ellos sí les permitía pasar la Nochevieja con su familia y amigos, viéndose a sí mismos en la televisión cantando (haciendo que cantaban) y sin ningún músico detrás. ¡Qué buena la tecnología! ¡Qué cosa más grande es esto del progreso! Mientras tanto yo seguía sin poder pasar esa misma noche con mi padre que seguía dando tumbos de escenario en escenario.

Pero los cambios no se detienen nunca y lo que otrora te favorece más tarde te perjudica y es que arrieros somos. El paso del tiempo trajo el último cambio tecnológico: Internet. Y claro está, de nuevo hubo un sector de la población que se benefició de lo que se les ofrecía: la gente de la calle se podía obtener música sin tener que pagar por ella. Adiós a los discos a precio de oro.
Pero, ¡ay! lamentablemente, esta vez los perjudicados iban a ser los “esforzados artistas” que, tan molestos como lo estuvo mi padre en su momento cuando los cambios acabaron con sus dos ocupaciones principales, se quejaron amargamente al ver comprometidos sus ingresos. Algunos de ellos se pusieron a temblar al pensar que en vez de comprarse dos Ferraris tal vez sólo podrían comprar uno. ¡Qué lástima!
No hay derecho –decían–, así se acabará con los músicos e incluso con la Música, repetían. Al parecer, aquellos a los que, en su momento, dejaron en la calle y quitaron el pan de la boca (en nombre del progreso) no eran músicos ni hacían Música. Al parecer una ocupación “vocacional” como es la Música no será apetecible para nadie si con ella no se puede uno comprar una casa en Miami.
Mozart, que algo tenía de músico y de artista, como otros muchos murió en la más absoluta indigencia, pero estuvo creando sus obras hasta el último día de su vida sin pensar en dedicarse a otra ocupación más rentable. Y no lo hizo porque esa era su vocación además de su oficio. De hecho la creación artística, desgraciadamente, siempre ha ido pareja a una vida cargada de privaciones sin que ello haya supuesto un impedimento para los artistas vocacionales.

Si ahora los supuestos “músicos” identifican su dedicación con abultados ingresos y están dispuestos a renunciar a su “vocación artística” cuando éstos no están garantizados, tal vez tengamos suerte y nos libremos algún que otro advenedizo que está en esto del “arte” por lo que está. Así tal vez queden aquellos que realmente amen y entienden la música como una actividad artística y placentera y no estrictamente económica. Pretender que la Música desaparecerá porque su práctica no esté asociada a beneficios económicos es mucho suponer. Es tanto como decir que cualquier actividad placentera para un ser humano desaparecerá si ésta no es convenientemente remunerada. ¿No es esa suposición una visión demasiado mercantilista de la actividad artística? Que el Arte (suponiendo que lo que hacen esos señores lo sea) haya devenido en una actividad remunerada no es suficiente argumento como para concluir que el dinero es la causa o principio del Arte. El que piense así debería pensarse seriamente “hacérselo mirar”.

Pero, además, a esos “artistas” nadie les prohíbe volver a sus orígenes. Siempre pueden ganarse la vida como se la ganaron muchos otros antes que ellos: viajando, ensayando, cargando y descargando el material, trasnochando y “cantando” de verdad por esos escenarios de aquí y de allá. Cuenta ahora, además, con la ventaja de que aquellos que les darán de comer pagando entradas (nada baratas) por ir a verlos, lo harán porque previamente conocieron su “arte” gracias a la divulgación que les dará internet. Y tal vez se acuerden de favorecer a esos otros músicos (que al parecer no cuentan) llevándolos consigo a los conciertos, en lugar de llevar la música en una lata.

Y que tengan fe y paciencia. Si en algún momento les favoreció la tecnología y luego ésta se mostró esquiva, tal vez más adelante les vuelva a sonreír la suerte. Es la “ley del progreso”.