miércoles, 10 de febrero de 2010

Racismo de andar por casa

Desde siempre se ha dicho que el español (y por extensión, el asturiano) no era racista. Aseveración que iba seguida, de inmediato, de una coletilla que decía que eso era porque en España no había suficientes negros; y se remataba el argumento con una referencia a los miembros de raza gitana con lo que sí lo éramos. Conclusión: no éramos racistas porque nuestra sociedad no nos había puesto a prueba.
Hoy la realidad socio-demográfica española ha cambiado considerablemente y merece la pena replantearse esa creencia popular sobre el racismo. Hoy hay más negros, y de otras muchas y procedencias, claro está, y cabe preguntarse si al haberlos hay más racismo. Ahora, sí somos puestos a prueba.

Efectivamente, era fácil no ser racista cuando en Gijón, en los años 60, solo teníamos conocimiento de dos negros: uno el Rey Baltasar, que por aquel entonces, más que negro era tiznado y que aun siendo así, en un manifiesto acto racista, desfilaba en último lugar en la Cabalgata. El otro era Esteban. Este, en realidad, tampoco era exactamente negro (negro te lo juro por mi madre): era un mulatazo de nuestra edad cuyo origen siempre desconocimos pero que la fantasía infantil le había atribuido el título de príncipe heredero de una tribu africana. Y, bien sea por esta aureola real, bien por su llamativo color o por sus simpáticos rizos y desenvuelto comportamiento, he de decir que decididamente se trajo de calle al sexo opuesto, no bien despuntamos a la turbulenta adolescencia. Tanto es así, que yo durante un tiempo le envidiaba y soñaba con ser negro y me pasaba horas y horas en la playa, tostándome al sol, tratando de conseguirlo, bien es verdad que nunca me atreví a decirle a mi madre que, para completar el cuadro, me dejara hacerme la permanente. Soy consciente de que, de haberlo hecho, hubiera sufrido serias consecuencias en un barrio donde un “niño” debía ser muy “hombre” y, además, parecerlo so pena de mofa y vituperio de sus pares.
Ignoro cuál fue el paradero de Esteban, pero todos guardamos un grato recuerdo de aquel personaje y nos concede un argumento a favor de la tesis de la ausencia de racismo en aquellas nuestras vidas. Pero la simpatía que despertaba en nosotros tan curioso personaje no sé si será suficiente para concluir la ausencia de racismo.

Y lo digo porque son varios los recuerdos que tengo de aquella época que desprenden un “ligero” tufo racista que asomaba en muchos de nuestros comportamientos o actitudes. Bueno, más que en los nuestros, en los de nuestros mayores. Sirva de ejemplo de lo dicho alguna que otra “perla” protagonizada por parientes de mi entorno más cercano.
Mi madre, sin ir más lejos, siempre me participó con cierta severidad sobre lo inconveniente que sería que yo me casase con una negra (“¡Dios te libre de aparecerme con una negra por aquí! ¡Home, estaba pensándolo yo! ¡No me faltaba más que eso!”). A veces pienso que si yo, como es costumbre en los adolescentes, hubiese hecho justo lo contrario de lo que me decían, y hubiera aparecido con una chica de color (negro) por casa, tal hecho hubiese hecho temblar los cimientos de mi, por otra parte ya instable, estructura familiar. Una auténtica tragedia doméstica. ¿Con qué cara hubiese salido mi madre a la calle, ido a la tienda o saludado a sus amigas o vecinas? Y en el caso improbable de que dicha relación consolidase lo suficiente como para dar fruto en forma de encantador mulatillo, no quiero pensar en la cara de mi madre cuando tuviera que pasearlo por la calle. Estoy seguro que, negando la mayor, habría dicho que su color obedecía a mis excesos playeros de los que ella, cómo no, me había advertido sobre sus desagradables consecuencias.

Más explícita en su racismo “inconsciente”(?) era una tía mía que, sin ella saberlo, fue la que pergeñó la ideología del “apartheid” puesto en práctica, años más tarde, en la República Sudafricana. Ella, en un alarde de tolerancia, decía que eso de maltratar a los negros estaba muy feo y era manifiestamente condenable: “No, no... que les peguen, no... pobres. ¡Que los aparten, que los aparten!”. Advertida de que su actitud era manifiestamente racista, ella replicaba escandalizada que no había tal, que más que racista, ella era “ordenada”. Por cuestión de “orden” entendía que los negros estuvieran con los negros, los chinos con los chinos ... En fin, todo un carácter.

Pero el ejemplo más sutil de un racismo que tenía tanto de ingenuo como de contumaz lo dio otro pariente mío en cierta ocasión en que presenciaba con mi hermano y conmigo el Telediario (antes sólo había uno). La noticia estrella era una visita de los, por entonces, Príncipes de España a un país centroafricano. Mientras el Rey (príncipe) oficiaba de tal y pasaba revista a las tropas extranjeras o visitaba una presa construida con capital español; la Reina (principesa) hacía las labores propias de su sexo real: visitaba un centro de acogida y formación de niños sordomudos. Lógicamente, los alumnos eran de raza negra lo que llamó poderosamente la atención de mi pariente que, tras un momento de duda miró hacia nosotros y preguntó extrañado: “Ah, pero... ¿los negros también pueden ser sordomudos?” Un incómodo silencio inundó la estancia hasta que la subsiguiente sección de deportes (de fútbol, me refiero) contribuyó a relajar un tanto la situación.

En resumen, que aunque no hubiera negros se respiraba un ambiente racista, diría yo que un tanto inconsciente pero que contradecía, bien a las claras, la creencia de que no había racismo en España; esto es, en Asturias. De ello se deduce que, siguiendo la lógica mencionada al principio, ahora que sí hay negros, deberíamos ser mucho más racistas o por lo menos más explícitos.
Pues, no. O eso creo. Las cosas están como estaban, cuando menos respecto a los negros. Los subsaharianos (como hoy se da en llamar en un evidente eufemismo racista que olvida que también sería tal un sudafricano blanco como la leche) gozan de cierta “simpatía” que yo diría que no es extensiva a otras “razas” (clinas, dirían los antropólogos) o nacionalidades.

Pero en esa “simpatía” que aún despiertan los “subsaharianos” hay ramalazos de racismo absolutamente inevitables, especialmente en lo tocante a las costumbres de profundo arraigo regionalista; “rasgos distintivos” que se diría por otros lares.
Una cosa es que nos caigan simpáticos o pintorescos y otra muy diferente que asumamos sin reparos que hagan una vida de absoluta integración con los modos y costumbres propios de los asturianos, que, como “nacionalistas” (léase “regionalista” si parece excesivo el otro término) están profundamente arraigados en nuestros genes. ¿No es el nacionalismo, a la postre, una suerte de segregacionismo?

Evidencia lo que digo el hecho de que pocos asturianos son los que admitan, por ejemplo, sin reparos el hecho de que un “señor de color” (negro, por supuesto), les eche un culín en una sidrería. Pase que lo haga un sudamericano (que ya se ve), pase que los concurso de echadores los ganen checos o polacos (que ya pasó), pero que un mocetón negro como un tizón nos diga “ahí va esi culín” chirría a la mayoría de los sidreros, y alguno hay que ve cómo, con ello, se socavan los sacrosantos principios de la asturianía.

Pero, esto no ha hecho más que empezar. De aquí a unos años, la estampa que describo no sólo será habitual sino que, por añadidura, el echador en cuestión responderá al asturianismo nombre de Xuacu Rubiera o Xicu Paniceres, será descendiente directo de “playos” (los del culo moyáu, ya saben) y hablará un asturiano más cerrado que un paisanucu de la Hueria Carrocera, allá por los confines de Carbayín.

¡No nos queda nada...! Así, pues, hay que pensar en dejar de ser tan “ordenados” pues los hechos son tozudos. Es hora ya de ir eliminando ciertos prejuicios. O eso o bien dejar de tomar sidra; y eso..., amiguín, eso sí que no. ¡Hasta ahí podíamos llegar!