sábado, 21 de abril de 2012

METÁFORA DE AMOR

Después de oír hablar tanto y tan bien del Puente de Triana, la verdad es que yo esperaba algo más. Cuando lo tuve ante mí, de nuevo comprobé que se trataba de otra exitosa operación de marketing andaluz en la que, hay que reconocer, son unos maestros. Como sabrán el marketing es la disciplina que permite vender un decrépito jamelgo por un hermoso corcel. Y es evidente que España entera está poblada de hermosos corceles andaluces, especialmente con sangre Sevillana.

Así que cuando, por fin, me encontré sobre el puente he de decir que se me cayeron las pistolas al río (Guadalquivir, claro). Sin embargo,  el paseo habría de depararme la oportunidad de reparar en  una curiosa metáfora sobre la futilidad del amor. Como suena.
El breve paseo lo fue de ida y vuelta. La ida me ofreció una hermosa estampa de amor romántico; la vuelta, justo la otra cara de la moneda. Pero me explico.
El Puente de Triana, como otros muchos, pues hasta en eso no es nada original, se ve afectado por un virus, que ya es pandemia, cuya sintomatología más aparente se manifiesta en la proliferación de candados atenazados entorno a las rejas de sus barandillas. Cientos, miles de candados que se entrelazan unos a otros en una sucesión infinita. Candados grandes y de colores… Candados, muchos candados. Y todos ellos con una fecha escrita con tinta indeleble. Incluso algunos con dos nombres, con uno solo o con pequeño un corazón y, si cabe, también la flecha que lo atraviesa.
Ahí donde lo tienen no son sólo  candados han pasado a  convertirse en eternas promesas de amor. Son férreos juramentos de amor romántico que las parejas de enamorados dejan prendidas sobre el río para que él convierta sus aguas en el heraldo de tan gozosa noticia y la lleve hasta la mar océana y se difunda a los siete mares, a los cinco continentes, a los cuatro vientos, a los dos hemisferios. ¡Qué hermosa estampa! Tal vez un poco numérica.
Así es. Se cuentan por miles los sevillanos (y sevillanas) que, henchido su corazón de amor, acuden a las riberas del río y dejan allí un sólido testigo de su promesa en un acto tan íntimo como  emotivo. Solemnemente  atenazan el candado a los hierros y luego, en un melodramático gesto, arrojan la llave a las aguas del río para luego sellar el acto con un apasionado beso (o dos). A continuación, y cogidos de la mano, se alejan mirándose a los ojos melosamente, convencidos como están de que su amor perdurará por siempre jamás.
Debo hacer una acotación y  decir que ignoro qué es los que arrojan aquellos que hacen uso de un candado de clave numérica: ¿una calculadora, quizás? O tal vez escriban la clave en un papel y luego se lo coman como hacen los espías peliculeros.
Nadie pondrá en duda que, como imagen romántica la cosa no tiene igual. Hay que reconocer que el primero al que se le ocurrió estaba tocado por el más melifluo de los sentimientos románticos. Y, al parecer, tiene nombre:  Federico se llama y de apellido,  Moccia. Lo que ignoro es si tiene intereses en el negocio de los candados.
Debo reconocer que,  como dejo dicho en otro lugar de este blog, no soy yo muy dado a tales alardes románticos. Así, pues, aquella imagen que tenía ante mis ojos en seguida se tornó en prosaica cuando me dio por pensar que podía verse como una metáfora de las distintas clases de amor por muy románticos que pretendieran ser todos ellos. Todo dependía de la forma, tamaño y tipo del candado utilizado. Así,  veía yo allí amores grandes y sólidos; amores pequeños y endebles,  amores de ricos, amores de pobres, amores vistosos, amores humildes. Había incluso amores cuya durabilidad estaba condicionada a los números, es decir, que dependían de una fría cifra, amores de conveniencia, al fin. Amores secretos, aquellos que no tenían nombre. Amores sin fecha. Amores míseros salidos de un chino. Amores incomprensibles, escritos por otro chino. En fin, todo un catálogo de amores el allí expuesto; todos entrelazados en igualitaria comunión. Liados, abigarrados, encadenados los unos a los otros en una orgía de amor romántico. ¿He dicho orgía? De nuevo me traiciona mi natural prosaico.
Pero lo verdaderamente edificante habría de venir más tarde, a la hora de la vuelta. No había transcurrido más de una hora cuando el trayecto era  el inverso y la visión se ofrecía ante mí fue realmente chocante y metafóricamente inigualable.
Estaba claro que una ciudad que presume de romántica, donde los aromas de azahar, los encantos de la Giralda, los enamorados del Parque María Luisa o la riberas del Guadalquivir rezuman  amor (sin querer me ha salido una sevillana) albergaba en su gris y tediosa administración algún personaje siniestro aún menos romántico que quien suscribe. Alguien decidido a aplastar tan bellos sentimientos, a erradicar esas manifestaciones tan vehementes y apasionadas en pro de un orden y una estética más ortodoxa. Alguien de corazón ajibarado que había dado órdenes de acabar con todo aquello que, a sus ojos,  no eran más que zarandajas y cursis fruslerías. ¡Saborío!
Fruto de aquella cruel decisión tenía yo ante mis ojos a dos operarios de color  (negro) enfundados en un mono del Ayuntamiento que portaban una potente amoladora y estaban procediendo a arrancar por la fuerza todos los candados anclados a la barandilla; todas y cada una de las promesas de amor eterno acababan en un contenedor hechos añicos, violentados sin miramiento, cercenados con crueldad.
De inmediato me pregunté: ¿qué estarán sintiendo en ese momento los protagonistas de aquel romántico acto? ¿Acaso sentirían cómo se rompía algo en su interior? ¿Recorrería sus cuerpos un repentino escalofrío? ¿Un apasionado beso quedaría al instante convertido en un asqueroso intercambio de fluidos? O, siendo más prosaico aún: ¿una romántica comunión carnal entre sábanas de seda y rodeados de velas habría devenido en gatillazo?
Aleccionadora imagen a la que asistía. Cuán fútil y efímero es el amor. Qué poco duran las promesas de amor cuando se enfrentan a la cruda realidad. Qué puede el romanticismo contra la gris burocracia administrativa. Qué pueden las eternas promesas de fidelidad cuando entre la pareja se interpone la portentosa imagen de un cuerpo de ébano con un potente y descomunal aparato entre sus manos. Hablo de la amoladora, por supuesto.