lunes, 18 de noviembre de 2013

Mi lado femenino

Toda mi vida he tratado de guiarme por una máxima: Intentar ser un "buen hombre"; que casi es lo mismo que un "hombre bueno".  Ser un "hombre hecho y derecho", como decía mi madre. Ser un "hombre de bien"; ser un "hombre cabal", un "hombre de pies a cabeza", "un hombre que se viste por los pies". En fin, ser un Hombre, con mayúsculas.
Todos mis pasos en la vida se han dirigido en ese sentido sin que, lamentablemente, los resultados hayan sido los apetecidos. Ha tenido que pasar medio siglo para que me diera cuenta de que estaba totalmente equivocado. Iba en la dirección errónea, justo en la contraria. El sentido era bueno; la dirección, no. ¿O es al revés? En fin, me refiero a que, los años y ciertas acontecimientos que sería prolijo relatar, me mostraron el camino a seguir:  para ser mejor "hombre" debía ser más "mujer".
Efectivamente, curiosa paradoja esta, pero cargada de sentido: para ser más hombre tengo ser más mujer. La panoplia de virtudes que de suyo adornan a la mujer es la condición ideal para alcanzar la excelencia personal.
Me doy cuenta de lo que siempre había deseado alcanzar era esa pulcritud, esa limpieza, ese orden, esa delicadeza. Anhelaba esa ausencia absoluta de sucios apetitos, insanos deseos, pensamientos impuros; deseaba tener su exquisita sensibilidad, su asertividad, su empatía. Esa capacidad de entrega, de trabajo, de compromiso con los demás, especialmente con los débiles: niños, ancianos, enfermos... (¡Aunque sean hombres!).
Tardé en advertir que si conseguía añadir a mis escasas y poco cultivadas virtudes personales al menos alguna de toda esa retahíla de virtudes femeninas, de todo ese arsenal de dones que adornan la naturaleza de la mujer, habría de convertirme yo en aquello que siempre pretendí: un hombre de bien.
Una vez que vi la luz, de súbito se despertó en mí mi lado femenino. A duras penas fue desperezándose "esa" otro yo (o ese "otra" yo) que, como una bella durmiente, había yacido inerte esperando el iniciático beso que le devolviera a la vida.
Tras unos lánguidos bostezos y unos perezosos estiramientos; después de unos remolones y atolondrados primeros pasos mi feminidad comenzó a andar y juntos caminamos en el sentido correcto (¿o es en la dirección correcta?).
Como si del bálsamo de Fierabrás se tratare, de inmediato me sentí mejor, más hombre, más mujer, no sé... mejor persona, al fin. ¡Qué satisfacción! ¡Qué plenitud! ¡Qué goce!
Pero... Siempre hay un 'pero', empero. El cambio no sólo habría de reportarme parabienes y satisfacciones. Mi tardío descubrimiento y mi acción consecuente habrían de depararme un efecto secundario en absoluto inesperado. ¡Pardiez! ¡Qué contrariedad!
En efecto, amigos, tanto despertó en mí mi lado femenino que, siendo hombre aún, se experimentó en mí una crisis de identidad sexual que aún no he sabido resolver convenientemente.
La naturaleza quiso (pues yo no tuve parte en ello, lo juro) que yo naciera varón. Esto es, con todos los atributos de serie. Más o menos notorios algunos (más bien menos) pero atributos masculinos, al fin y a la postre. Así pues, se me planteaba un gran dilema. Era claro que si quería ser "mejor" debía ser más mujer pero, llevado al límite (para qué quedarse en medianías), sería una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. ¿Qué debía hacer entonces? ¿Dar un radical paso y eliminar de raíz cualquier vestigio de varón? Sólo de pensarlo me dan escalofríos; siento cómo un respingo me recorre ciertas partes del cuerpo (que el pudor me impide nombrar).
Así, descartada la cirugía, aquí estoy sumido en la más absoluta desesperación debido a esta crisis de identidad sexual.
Por  un lado mi condición de varón aún prevalece muy a mi pesar; por otro, oigo insistente mi voz femenina que me llama cual sirena que llama a Ulises.
Y en tanto resuelvo la cuestión, me dio por hacer memoria y tratar de averiguar si en el pasado esa voz ya resonó en mis oídos y no la quise oír.  Es decir, me he puesto  a darle vueltas a la cabeza y pensar en dónde está el germen primigenio de mi crisis identitaria. Cómo pudo haber pasado inadvertida esa voz todo este tiempo.
He hecho balance de mi historia personal en busca de episodios que, si bien en su momento pasaron inadvertidos, ahora, a la nueva luz de los acontecimientos, tomen un nuevo sentido (¿o dirección?).
Y, efectivamente, he rescatado algunos en los que oí una vocecita que me llamaba al lado bueno pero a la que no pude, quise o supe prestar la debida atención.
Así es, amigos,  ya en mi más tierna infancia recuerdo un episodio que, si bien en su momento no pasó de ser la anécdota graciosa de un niño, ahora quiero interpretar como reveladora de algo más trascendente.
En aquellos años una de las figuras más sobresalientes de la actualidad nacional era la reina Fabiola. Sus esponsales con el rey Balduino de Bélgica coparon todos los titulares de la prensa del régimen (de Franco, se entiende). Yo, aunque niño, no permanecí ajeno a aquel egregio  acontecimiento, tanto es así que recuerdo que a la sazón había en mi casa una pequeña manta azul celeste y con ribetes de lamé, muy "amorosa" ella, que confortaba mis frías noches de invierno. Pues bien, tengo el vago recuerdo, adulterado por los comentarios de mis adultos, de que yo desfilaba por el pasillo de casa con aquella manta a modo de capa diciendo con afectación "yo soy la reina Fabiola" y me contoneaba muy principesco.  Esta representación causaba el regocijo de los presentes de forma tan notoria como lo es la vergüenza que ahora siento al recordarla.
No sé si he acertado en describir gráficamente la imagen; si así fuese creo que sobran los comentarios. Y si bien hasta hace poco la evocación de aquel recuerdo dibujaba en mi rostro una indulgente sonrisa, ahora ésta ha devenido en una enigmática mueca de difícil interpretación. Podría decirse que la hilaridad de antaño tornóse en el sofoco de hogaño.

Años más tarde, ya un poco más crecidito y con motivo de una gira artística por tierras canguesas tengo memoria de otro episodio que hizo tambalearse por primera vez mi identidad sexual. Aquello ya no fue una vocecita, fue algo más sonoro.
Debo aclarar que lo de la "gira artística" no es petulancia, es real y forma parte de mi otra vida oculta que quisiera olvidar pero que algún día tendré a sacar a la luz a modo de liberadora catarsis. Pero esa es otra historia que contaré en otro momento.
Pero, a lo que voy, hallábame yo, como digo, por tierras de Cangas de Narcea. No me había prodigado yo mucho por aquella zona: vamos, que no había ido nunca. Era mi primer contacto con el paisaje y el paisanaje. Y si bien el primero no me sorprendió en absoluto, fue el segundo el que hizo que se tambaleara mi, hasta entonces, asentada sexualidad.
En efecto, pese a lo poco observador que soy, pronto llamó mi atención un hecho que me sorprendió a la par que inquietó: los ojos de los hombres. Sí, sí como lo oyen. Algo había en los ojos de aquellos hombres cangueses que atraían mi mirada una y otra vez.
Así es, todos los hombres que me rodeaban lucían unos ojos (dos, cada uno) de una belleza inusual lo que les confería una mirada turbadora.  Cuando me sorprendí a mí mismo deteniendo mi mirada en la suya, posando mi pupila en su pupila (que diría Becquer, no Boris) me asusté. ¿Cómo podía ser que aquel saco de hormonas (masculinas) que era yo por entonces, pudiera deleitarme en la turbadora mirada de aquellos aguerridos hombretones de formas y gestos tan varoniles?
Un estremecimiento recorrió mi columna vertebral y se detuvo a la altura de mi cerebelo que reverberó durante un momento. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso había despertado una pasión ignota para mí? ¿Qué mágico encanto se desprendía de aquellos hombres que hacía tambalear los más sólidos pilares de mi virilidad? ¿Me vería obligado a salir del armario o, al menos, a mirar a través de la cerradura?

Dudé. Bien sabe Dios que dudé. No obstante, la duda me paralizó y no adopté decisión alguna de la que luego pudiera arrepentirme. Es decir, que no me dio por abrir el armario de par en par. Antes al contrario, permanecí víctima de un sobrecogimiento reflexivo de vacuos resultados. En otras palabras: me quedé con la mente en blanco y sin saber qué hacer o decir.
Y, de repente, algo, no recuerdo exactamente qué, hizo que se me encendiera una lucecita en el cerebro que vino aclarar mis tinieblas: ¡Antracita!
Eso era; no era yo, era la antracita. Me explico: sabido es (o debía ser si no fuera por la ESO) que la comarca de Cangas era, por aquel entonces, rica y próspera gracias a las minas de carbón.  Concretamente, de antracita.
Y por tanto, la mayoría de los hombres de la zona tenían por ocupación las labores mineras. Como quiera que, al parecer, el polvo de antracita se adhiere de forma especial a las pestañas éste se convierte en una suerte de "rímel" natural difícil de erradicar por los métodos higiénicos naturales, o sea, con agua y jabón. La forma más útil de borrar tan evidente huella es, según tengo entendido, llorar mucho. Pero, claro está, no está muy bien visto entre los aguerridos mineros cangueses andar llorando por las esquinas como plañideras. ¿Se imaginan ustedes a un relevo entero de mineros sentados en la "casa de aseo" llorando desconsoladamente  como nenazas por mor de limpiarse los ojos?
Así, pues, no les queda más remedio que hacer de tripas corazón y salir a la calle como si fueran cabareteras y, de paso, haciendo deambular por el filo de la navaja de la identidad sexual a más de uno.
No digo yo que alguno que otro, aproveche la circunstancia y se deje arrastrar por el vicio y, como el que no quiere la cosa, ponga un poco de colorete aquí o de un toque de carmín por allá. Pero como digo es ya es vicio y motivo de otro análisis distinto.

Afortunadamente para mi tranquilidad aquella reveladora explicación de la antracita vino a tranquilizarme lo suficiente. Eso y la bienhadada circunstancia de que mis bolos artísticos no volvieron a llevarme de nuevo por aquellas tierras, alejándome así de la tentación por exposición.
Era la segunda vez que desoía desdeñosamente la voz de mi lado femenino. Y por eso me pregunto ¿qué hubiese sido de mí si me hubiese dejado llevar por el canto de mi sirena interior  y hubiese dado rienda suelta al otro (otra) yo? ¿Hubiese alcanzado antes la excelencia personal? ¿Habría sido mejor persona desde entonces?
No sé, a lo mejor son preguntas absurdas y nada de esto tiene sentido. ¿O es dirección?








lunes, 1 de julio de 2013

La Línea

I

Cuando Graciano entró en El Sindicato aún faltaba casi una hora para que pasara la línea en dirección a Oviedo. Así que pidió un solisombra para caldear sus huesos y ahuyentar la humedad que la borrina mañanera le había pegado al cuerpo. Y es que el día era uno de esos de finales de junio que parecen de primeros de octubre.
José Manuel, el hombre de la sempiterna bata gris y de las antiparras incrustadas en la nariz le sirvió la copa y le puso al corriente de las últimas novedades habidas por la comarca sin salir de detrás del mostrador. Mientras tanto empezaron a llegar parroquianas cargadas de cestas repletas de patatas, lechugas, berzas, huevos…, en fin, de todo un poco pero muy bueno. Y es que había “mercao” en la Pola y para allá se iban aquellas buenas mujeres a ganar unos duros.
Como la mañana estaba fría el bar-tienda enseguida se atiborró de gente; no estaba la cosa para esperar fuera. El inusual tiempo para aquellas fechas era, obviamente, el tema general de conversación y en más de una ocasión salió a relucir aquello del cuarenta de mayo y alguna recordó escandalizada que ya hacía tiempo que pasara Cincuesma.
De cuando en cuando, Graciano se asomaba a la puerta por ver si oía llegar el viejo autobús subiendo valle arriba. Por fin pudo distinguir un lejano roncar que anunciaba su inminente llegada. Cuando el vetusto autocar dobló la curva de la iglesia y enfiló el último tramo de cuesta hasta El Sindicato, la gente se fue agolpando a la puerta del establecimiento donde estaba la parada.
No bien el autobús se detuvo y exhaló un último y sonoro suspiró cual animal antediluviano, comenzó un frenético tráfago de personas y mercancías. El motor diesel seguía respirando con cadenciosa fatiga. Graciano ayudó, aquí y allá, a subir y bajar bultos y luego se dispuso a tomar asiento pero Salustio, el chófer, le hizo un ademán con el índice señalando hacia arriba. O sea, que de nuevo tenía que viajar en los bancos de la baca, entre  bultos, paquetes, cestas y alguna que otra gallina.
Esguiló escalera arriba en busca de un sitio y pronto se percató de la presencia de un ataúd entre toda la impedimenta, si bien no se extrañó en absoluto. Era bastante corriente que desde la Villa mandasen, por medio de la línea, un féretro para dar cristiana sepultura a algún finado de alguna parroquia aledaña. No obstante, como era costumbre, se santiguó y tomo asiento lo más cómodamente posible, lo cual era poco, a decir verdad.
Caló la boina hasta las cejas y se quitó el plexiglás para volver a ponerlo del revés, esto es: con los botones a la espalda como solía hacer en los días fríos cuando montaba su decrépita Lambreta.

El autobús reinició la marcha y tardó en coger algo de velocidad; luego, con cada cambio de marcha, iba emitiendo un sonoro quejido que ponía los pelos de punta. Fue llegar a la altura de Lloses y empezaron a caer las primeras gotas; la cosa se iba a poner cruda allí arriba, pensó Graciano. Mucho antes de llegar a L’Arbazal llovía con toda la gana y fue cuando Graciano tomó una decisión que a la postre tendría trágicas consecuencias: resolvió meterse en el ataúd a la espera de que escampara y así lo hizo sin ambages ni remilgos.
Cuando la línea se detuvo en el Alto de la Campa, ya esperaban allí dos vecinos de Lluaria y una oronda señora de Vallinaoscura que portaba las primeras cerezas del año que los señoritos de Oviedo pagarían a buen precio.
Allí, como se pudo, se buscó acomodo para ella, pero ellos hubieron de seguir los pasos de Graciano y encaramarse en los bancos de la baca. Pronto se parapetaron tras sus paraguas para guarecerse de la lluvia y el viento. El autobús emprendió de nuevo su marcha ahora más desahogadamente, pues principiaba la bajada hacia el valle de Sariegu.
Entre tanto Graciano, desde su oscuro cobijo, escuchó, e incluso reconoció, las voces de los nuevos pasajeros pero ya estaba en un placentero duermevela que le impidió mover ni un sólo músculo. Pronto habría de quedarse dormido por completo entre el monótono arrullo del motor Perkins.
Le despertó el claxon que Salustio hizo sonar prolongadamente al entrar en una cerrada curva. Tardó unos segundos en volver a retomar conciencia de su peculiar situación y al rato se sobresaltó con la sospecha de haberse pasado de parada, así que decidió salir de su ocasional abrigo no sin antes averiguar si seguía lloviendo. Así pues, levantó levemente la tapa del féretro y sacó su mano al exterior buscando esperanzado que la lluvia no le mojara su palma.

II

Andrés Avelino llevaba algún tiempo despierto. El suficiente como para haber asimilado su tragedia. La suya y la de su compadre, Jamín “Quiniela”, que parecía aún mayor a juzgar por toda la parafernalia sanitaria en la que se veía envuelto.
Quién les iba a decir a ellos que aquella mañana cuando salieron de Lluaria camino de la Pola iban a terminar ingresados en el Hospital General de Oviedo en una situación tan lamentable.
Había muerto su compadre Genaro, el del Poyeu; viejo amigo de correrías desde su juventud. Un chaval “del su tiempu” que había muerto “de repente” y les había dejado más aprensivos que desconsolados.  Se convencieron de la necesidad de ir a dar el pésame a su hija que vivía en la Pola, donde le iban a dar tierra. Pobre.
Sacaron el traje de las bodas que olía a naftalina, pusieron la corbata negra que guardaban para ocasiones como aquella y bajaron andando desde Lluaria a coger la línea en La Campa. Como, pese a estar en junio, el día barruntaba lluvia, se echaron el paraguas a la espalda, colgado del cuello, y se pusieron en camino. A  mitad de trayecto rompió a llover con fuerza.
En el collado de La Campa, encontraron a Hortensia, que había subido desde Vallinaoscura cargando con un “paxu” de cerezas que esperaba vender en El Fontán.  Allí estuvieron dando la parpayuela, en tanto que esperaban la línea que ya se oía roncar en todo el valle de Valdediós.
Su viejo conocido Salustio los saludó a los tres y, tras buscar un acomodo para Hortensia, a ellos les hizo  subir a los bancos de arriba. Aunque no era el mejor día para viajar en esas condiciones no pusieron objeción alguna. No era día aquel para quejarse de nada pues peor parado estaba su camarada Genaro, que-Dios-tenga-en-su-gloria, el pobre.
Una vez arriba, la visión del ataúd les provocó un respingo: a ver si aquella iba a ser la caja de Genaro. Miráronse aprensivos; santiguáronse, sobrecogidos y con cierto disimulo apretaron con fuerza el mango del paraguas a falta de mejor madera.
Se sentaron lo más alejados posible del féretro pero, de cuando en cuando, echaban furtivas miradas al siniestro cajón sin cruzar palabra alguna. También era mala pata viajar con aquello en un día tan…

III

El estruendo del motor apenas si permitía mantener una conversación dentro del autobús. Tan sólo Salustio, el chófer, acostumbrado como estaba y haciendo caso omiso del letrero que lo prohibía expresamente, hablaba “al alto la lleva” con la parroquiana que tenía más cerca: una moza muy rescamplada,  pero muy discreta y que parecía estar estudiada por la forma tan fina de hablar. El resto de pasajeros o bien dormitaba o bien tenía la mirada perdida quién sabe dónde.
Pasado Pedrosa y cerca ya de La Carcabada, cuando las cerradas curvas daban paso a las primeras rectas del camino, Salustio metió la directa y puso el Pegaso a tope de lo que daba.
Y fue entonces cuando ocurrió. Ante sus sorprendidos ojos, Salustio vio caer dos bultos del techo de su autobús. Uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda. Fue todo tan rápido y sorprendente que transcurrieron unos segundos antes de reaccionar, los que tardó en reconocer a Andrés Avelino y a Jamín que se habían arrojado incomprensiblemente desde todo lo alto.
Clavó el freno de inmediato y empezó el caos. Bultos y pasajeros saltaron por los aires. Gritos, lamentos, llantos, blasfemias… El acabóse.
Salustio miró los espejos retrovisores y, a duras penas, pudo ver a sus dos pasajeros suicidas, así que decidió arrojarse del autobús en busca de su paradero y conocer su estado que adivinó no podría ser nada bueno.
La peor parte habría de llevársela Jamín quien había aterrizado sobre el asfalto y rodado hasta dar con sus huesos en el pretil;  el otro, Andrés Avelino, había desaparecido en un bardal del que costó Dios y ayuda extraer.
Entre tanto, en el techo del autobús también habían ocurrido cosas. Fruto de la inercia del frenazo, el ataúd había salido catapultado hacia delante precipitándose desde lo alto hasta la carretera. Como quiera que el asfalto estaba mojado, la caja se deslizó varias decenas de metros carretera adelante hasta que, al doblar la siguiente curva, siguió recto invadiendo una finca por la que resbaló debido a su pendiente.
En la tal finca, hallábase Milín de Migia, un “guaje” de no más de catorce años que a la sazón estaba “llendando” el ganado de su familia. Éste contempló atónito el suave descenso del ataúd pradería abajo hasta que se detuvo cerca de donde él se encontraba.
Entre curioso, sorprendido y asustado dio unos tímidos pasos hacia el féretro sin saber qué pensar y mucho menos qué hacer. De pronto, se abrió la tapa y, cual si fuese Lázaro, izóse de su interior un hombre con la cabeza al revés que se tambaleaba como un borracho y extendía los brazos hacia él.
Milín no quiso ver más. Dio media vuelta y corrió. En una hábil maniobra y, sirviéndose de su “guiada”, saltó la linde tal que si fuera un campeón de garrocha. Siguió corriendo sin mirar atrás. Y corrió. Corrió hasta que le dio el alto un tío suyo con quien tropezó en una calella. El zagal hallábase desencajado, con la mirada perdida y con cierto olor nauseabundo de presumible origen, todo lo cual le confería cierto aire de estar endiablado. No respondió a ninguna de las insistentes preguntas de su tío y se puso a temblar como un flan con grave preocupación para su pariente.
Mientras tanto Graciano trataba de recomponer el ánimo y la figura pero seguía tambaleándose prado arriba ante la mirada escéptica y despreocupada de una docena de vacas que lo rodeaban. 

IV

Como cada mañana, don Nemesio, un jubilado del Carreño, se sentó ante la mesa camilla de su salita de estar y abrió el “Voluntad” por la página de sucesos, como era su costumbre.
Con parsimonia, y mientras daba cuenta de un café, leyó. Leyó y, sorprendido, no pudo por menos que alzar la voz para que le oyera su mujer que trajinaba en la cocina:
−Mira, Matilde, lo que trae el periódico: Dos heridos graves en la línea de autobús entre Villaviciosa y Oviedo.  Al parecer, se arrojaron desde el techo del vehículo en marcha al ver cómo, de un féretro que éste portaba, salía la mano de un supuesto difunto. ¡Ay que ver, qué cosas pasan, Matilde!
En cambio de la pequeña tragedia de Milín nada se decía en el diario. Sus padres lograron quitarle el mal olor a base de agua y jabón, pero el miedo no hubo forma de quitárselo de encima en mucho tiempo, algo más de lo que tardó en volver a hablar, que no fue poco. Pobre.

jueves, 14 de febrero de 2013

¡Adiós, Manolo!

Ya está. Se acabó. Lo dejo. Está decidido. Ya sé que todos los años digo lo mismo y que luego me arrepiento, pero esta vez es la definitiva. Otras veces me he doblegado a las insistentes peticiones de ese público que tanto me quiere y al que tanto debo, pero esta vez he decido acabar, de una vez por todas, con mi dilatada carrera de stripper.
Lo que empezó medio en broma medio en serio hace ya casi dos décadas hoy se ha convertido más en una obligación que en una devoción. No voy a negar que en el fondo de mi corazón lo lamento pues  sé que en cuanto se acerca el carnaval oigo inconfundible la poderosa voz del escenario que me llama. Pero uno se hace mayor y ya no está para estos trotes.
Parece que fue ayer cuando, ante la tremenda demanda de “picha-boys”, para la tarde-noche de Comadres, fui reclutado “in extremis” para dar cuerpo (nunca mejor dicho) a un espectáculo ante cientos de mujeres desaforadas que querían hartarse de carne antes de la cuaresma.
Siempre de riguroso incógnito salvaguardado por un coqueto antifaz de terciopelo dorado exprimí todo mi potencial erótico-festivo al servicio de un público femenino de lo más exigente, ávido de emociones fuertes y que, por un día, dejaba a un lado convencionalismos sociales caducos y estereotipados y daba rienda suelta a sus más desatadas pasiones sin importarles nada ni nadie. Y yo allí, dispuesto a dar satisfacción a sus deseos, de una manera lo más profesional posible.
He de reconocer que estos últimos veinte años, ese momento de gloria que suponía el día de Comadres, era suficiente dosis de autoestima como para sobrevivir el resto del año. Autoestima que como sabes aquellos asiduos a este blog no es algo de lo que esté precisamente sobrado como queda relatado.
Pero, desgraciadamente, siempre fue un éxito callado, imposible de compartir pues el anonimato me hurtó la ocasión de poder difundir a los cuatro vientos aquel apoteósico éxito del que yo, y sólo yo, era el protagonista.
Y es que daba gloria verme. Lo que en un primer momento fue fruto de una improvisación obligada por las prisas se convirtió luego en una cuidadísima y esmerada puesta en escena, trabajada durante todo el año. La primera vez no hubo tiempo más que a recortar un bañador Meyba a cuadros que rescaté del rincón más apartado de mi armario. Unos pantalones “acampanados” y “alejiados” que mi hermano lució en los setenta y una camiseta tres tallas más pequeña que la mía completaban todo mi ajuar en el debut.
Aún así, el éxito fue clamoroso y las féminas aplaudieron hasta enronquecer. Tuve que hacer tres bises y salí a saludar en cinco ocasiones. Aquello no era más que el principio.
Más tarde aquella paupérrima indumentaria dio paso una colección de tangas a cada cual con más glamur. Cada año estrenaba uno con toda la ilusión. Y cada año quedaba totalmente inservible. Tal era el paroxismo que alcanzaba el público que los billetes se sumaban por cientos prendidos en tan minúscula prenda hasta el punto de que la goma daba de sí quedando totalmente destrozado. ¡Qué pena! Aún recuerdo con cariño aquel tanga plateado con lentejuelas que me quedaba monísimo. O aquel otro de cuero vuelto con flecos a media nalga que era una pocholada y que causó tanta expectación.  Y qué decir de aquel azulín con vivinos en amarillo que era una auténtica cocada. Todos destrozados.
Pero el espectáculo es el espectáculo, y yo lo daba todo por mi querido público. Al que tanto quiero y tanto me debe (¿o es al revés?).
Ahora bien, debo apresurarme a decir a aquellos (y resalto lo de “aquellos”) que no tuvieron ocasión de verme en escena que no saquen conclusiones precipitadas. La envidia es muy mala y el éxito ajeno despierta muy malos quereres. Quiero decir que no piensen que me vanaglorio de lo que no es. Nunca pude ni quise presumir de lo que no soy. Yo no soy uno de esos “picha-boys” de gimnasio: puro músculo, de apolíneas formas, de poderosos y esculpidos músculos y  abundantemente dotados de virilidad. Quiero decir con una notoria dosis de masculinidad. No sé si me explico.

En absoluto. Por así de decir,  yo era (soy) a los stripper tradicionales lo que el Bombero Torero era a Santiago Martín “El Viti”. Es decir, mi espectáculo, en su modestia, no tenía más pretensiones que ser un mero entretenimiento erótico-cómico-festivo. Donde lo natural contrastaba con la artificiosidad.  Donde los potes caseros reemplazaban a los anabolizantes,  y donde con convexo superaba a lo cóncavo (¿o es al revés?).
Nada de nombres tan sonoros como vacíos del tipo: Steven Strip, Mika Boy, Tsavo Danze. Mi nombre artístico nunca indujo a error: “Manolo”. Así, sin más. Auténtico, “autóztono”, racial, sin mariconadas. El nombre de un artista lo dice todo de él. Y ahí radicaba la clave de mi éxito que, por otra parte, nunca se me subió a la cabeza.

Pero ¡ay! , todo eso ya se acabó para mí. Tanto brillo, tanto esplendor también tiene su ingrato reverso  que con el paso de los años se va haciendo una pesada carga hasta hacerse del todo insoportable. Ya estuvo bien de constipados de caballo. Y es que esta fiesta cae en muy malas fechas para destaparse.
Se acabó no poder sentarse en una semana; y es que me dejaban las nalgas en carne viva con las dichosas uñas francesas.  Por no hablar de los mordiscos en las pantorrillas.
No más enfriamientos de próstata por culpa de la dichosa barra de acero inoxidable que nunca acababa de calentarse. Se acabaron los dobletes: apenas si me daba tiempo a desmaquillarme cuando ya estaba de nuevo al pie del curro, tosiendo, sangrando pantorrilla abajo, trabajando de pie y yendo al baño cada cinco minutos. Un drama.

Ya no puedo más. Cuelgo el tanga. Renuncio al dorado oropel de mi anónima fama. A partir de hoy volveré a ser lo que siempre fui: un hombre gris que guarda en su interior un alma  showman.  El día de Les Comadres, nunca más volverá a ser lo mismo (mal está que yo lo diga). Miles de mujeres quedarán huérfanas de mí, de mi cuerpo, de mi arte, pero quiero que sepan que siempre las llevaré en mi corazón.
El Manolo ha muerto, ¡viva El Manolo! (¿o es al revés?).




viernes, 11 de enero de 2013

En un lugar de La Mancha

En un lugar de la  La Mancha… No, no se trata de ningún error, ni tampoco de un burdo remedo cervantil. Tampoco me ha vuelto a ocurrir lo de aquella vez que me decidí a escribir una novela y, cuando llevaba cien páginas, me di cuenta de que me estaba saliendo, sin querer, “Cien años de Soledad” (pero fue por pura casualidad, lo juro).
Nada de eso.  Se trata de que la historia que sigue no puede empezar de otra manera. Pero su parecido con El Quijote acaba ahí, en el comienzo. El resto tiene más parecido con la  “13, Rue Percebe” que con ninguna otra cosa. Y, claro está, también  con “La Parada de los Monstruos”.

En efecto, en la calle La Mancha, de Pumarín, para más señas, hubo alguna vez un bloque de viviendas. Este bloque contaba con dos portales y cada uno con cinco pisos.  Cada piso tenía dos manos. Total diez familias por portal, incluida la mía, que la malhadada fortuna quiso que se constituyeran en penoso muestrario de deformidades físicas y mentales. En una pequeña parada de monstruos.
Si, como en su momento  hizo el gran Ibáñez con su famoso edificio, cortáramos por la mitad aquel singular bloque de viviendas podríamos ver las penosas interioridades que cada uno ellos albergada.

Así  es, en una descripción ordenada por pisos, el catálogo que sigue a continuación no tiene desperdicio como bien se podrá juzgar.

En el bajo izquierda, vivía Leni. Una niña gordita y buena de cuyos padres apenas si guardo recuerdo pero cuyo abuelo tenía un avanzado estado de demencia senil. Sembraba el pánico entre la chiquillería amenazando a troche y moche con su bastón. Todos andábamos huidos de las locuras de aquel personaje al que temíamos encontrar por la escalera. No obstante, no era, de los distintos especímenes del edificio, el más raro, ni mucho menos, como se verá.

En la mano derecha, vivía Jose. El “mocín” del barrio: nada se escapaba a su control o a sus caprichos; que eran muchos. Su padre no tenía más deformidad que una simbólica en forma de abultada cornamenta. En efecto, su mujer tenía tan pequeña estatura como gran corazón a juzgar por lo que era capaz de “amar”. Sus piernas eran diminutas pero de gran facilidad de apertura. Tenía la inocente costumbre de “acoger”  hombres en su casa (las noches que  su marido no estaba, claro) haciéndoles trepar por el accesible balcón trasero que daba a un oscuro jardín.
Nosotros, la chiquillería, no éramos  ajenos a aquella práctica a la que, sin embargo,  no éramos capaces de dar sentido, más allá de pensar extrañados  que los Reyes Magos viniesen de uno en uno y en fechas tan intempestivas. Nadie se atrevió nunca a comentar con el “mocín” la suerte que tenía tener tantas visitas reales tal vez porque en nuestro fuero interno ya entendíamos que aquello no podía ser normal.

En el primero izquierda, vivía Germanín. Una mula parda. Su padre era ciego y como casi todos los ciegos que yo conocía tenía mala leche y un saxofón. Bueno, tampoco conocía muchos y alguno tenía un acordeón. Su mujer era vidente; quiero decir que veía, no que adivinaba el futuro. Por no adivinar no adivinaba ni el argumento de las películas en la televisión y recurría de continuo a su marido (el ciego, no se olvide) para que le explicase lo que estaba “viendo” en la pantalla. Eso sí, era tan lista que cuando su marido, en los descansos de la película, iba al baño a aliviar su vejiga, corría y se le adelantaba para  encenderle la luz porque decía que si no meaba fuera de la taza. Un portento.

En el otro primero, el derecha, vivía Juli. Su madre era “normal” pero su padre, Emilio, era manco. Tara esta que paradójicamente no le impedía en absoluto empinar el codo. Digo yo que lo haría con el otro brazo pero entonces no entiendo cómo se apoyaba en la barra. Cuando venía contento del bar cantaba por tonada y acompañaba sus melismas con expresivos movimientos de muñón lo que aportaba cierta originalidad a sus interpretaciones nunca del todo bien acogida por los vecinos de portal.

Un piso más arriba, en el segundo izquierda, hubo una sucesión de diferentes vecinos. Del que guardo más memoria era del padre de Josín. Era panadero y como trabajaba de noche y dormía de día, apenas si lo veíamos. Hasta que se volvió loco y no trabajó más. Digo yo que sería por vivir tanto tiempo al revés de los demás.  Pero su locura era inofensiva: a veces,  lo cruzábamos por la escalera y nos decía preocupado que tenía que bajar urgentemente a la calle porque había dejado mal aparcado el helicóptero. Huelga decir que en Pumarín, por aquel entonces, había poca gente que se pudiera permitir tener un helicóptero propio.  Si uno quería utilizar tan práctico transporte tenía que esperar al mes de agosto y subirse en el que ponían en la Feria de Muestras. Nada que ver con lo de ahora que ya se sabe que mucha gente vive por encima de sus posibilidades.

En el segundo derecha, no había niños; sólo tres adultos. Pero, ¡qué tres! Hay que reconocer que la suerte (la mala, claro) se había cebado con aquella planta. No recuerdo más nombre que el de Amparo, que era sorda y fea. Bueno más sorda que fea. O tal vez no.
 Su marido era contrahecho; tanto que tenía dos jorobas. Sí, como los camellos, pero en otra disposición. Tenía una por delante y otra por detrás. Tal vez para contrapesar; no olvidemos que la naturaleza es sabia; cruel, pero sabia.
Vivía con ellos una sobrina mayor que no estaba bien. Quiero decir que estaba mal, pero no sabría decir de qué. Quizá lo que mejor la describa es el calificativo que por entonces se utilizaba para aquel tipo de anormalidad. Efectivamente, por aquel entonces, eso de los eufemismos y lo “políticamente correcto” no estaba al uso y a nadie le parecía mal cuando alguien decía de aquella señora que era “fata”. Pero fata, fata.

En el tercero izquierda habitaban “los rana”. Era estos tres hermanos muy seguidos que se habían ganado a pulso el sobrenombre toda vez que, por una extraña razón, todos los tres tenían la tara contraria a lo que solía ser habitual. Me explico: eran (y son) muchos los sujetos que no pueden pronunciar la “erre” y pronuncian una “gue”. A esta circunstancia, se añade una extraña e incomprensible predilección de estos individuos por hacer alocuciones que pongan de relieve su defecto. Así no es raro oírles decir discursos tales como “íbamos en cago por la caguetega cuando se nos gompió una güeda que ega guedonda, te lo jugo”.
Pues bien los “rana” no sabían pronunciar la “g” y la cambiaban por una “r” de manera que se los oía decir a menudo: “no me da la rana” y de ahí su mote.
A su padre nunca lo veíamos y a su madre, Catalina, a duras penas. No es que no saliese mucho a la calle; al contrario, siempre acudía presta a resolver los entuertos en que se metían sus hijos que no eran pocos, sino que era tan pequeña que costaba distinguirla. Tenía un miedo telúrico a las cucarachas lo cual no era de extrañar pues al estar tan cerca del suelo debía verlas como animales prehistóricos.

En el tercero derecha estaban “los cajas”. Otros tres hermanos cuyo apelativo se debía también a un defecto en la pronunciación pero que sería prolijo explicar aquí. Todos y cada uno de ellos lucían una espléndida cabeza (herencia del padre) de frente despejada y rematada con un remolino en el flequillo cuya rebeldía les acompañaría de por vida. Su padre, Manolo, sin llegar a ser contrahecho, digamos que no era un buen mozo. Su escasa estatura a duras penas se veía disimulada por el descomunal tamaño de su cabeza que debía utilizar para menesteres distintos a los de pensar. Su madre, Generosa, era manifiestamente bizca, de manera que cuando reprendía a su prole ninguno de ellos sabía nunca a quién se dirigía exactamente.

En el cuarto izquierda, la suerte fue menos generosa que la madre de “los cajas”. Allí vivía Araceli que compartía con muchos de sus convecinos la baja estatura. Tal fuera el agua. Su marido, Luis, poseía la tercera joroba del edificio, ya que este sólo tenía una y en la espalda, como suele ser normal (¿normal?). Pero por el contrario también era sordo como la mujer de su colega chepil. Tan sordo que ningún vecino del portal necesitó nunca poner el volumen de su televisor. Como por entonces todos veíamos lo mismo, es decir, la-primera-cadena, el sonido lo aportaba él generosamente. Incluso, nos regalaba, a menudo, con efectos especiales de su propia cosecha pues sus bostezos eran lo más parecido al rugido de un león que uno pueda imaginarse. Ni que decir tiene que cuando ponían por la tele aquella mítica serie de “Daktari” sus rugidos aportaban un gran realismo a la ambientación.
Con ellos vivían una sobrina, Felita, que como todas las sobrinas del edificio arrastraba la misma tara: era fata. Esta más. Llama la atención la similitud entre la familia del cuarto y la del segundo pero juro por lo más sagrado que no es que mi imaginación flaquee y repita personajes. Se trata de una triste fatalidad del destino. Y no estoy haciendo un juego de palabras: la fatalidad viene de “fatal” no de “fata”.

Por último, en el cuarto derecha, vivían dos hermanos de cuyo mote no me acuerdo. Uno, esmirriado y larguirucho; de piernas como palillos y flequillo solapado sobre sus gafotas. Este daba en mortificar a su hermano pequeño, un niño gordo, miedica, acusica y mimoso, repelente donde de los hubiera. Ambos tenían a su madre al borde de la locura y  se quejaba, a voz en grito, de la triste suerte que le había caído al tener que bregar con tres hombres en casa. ¡Pobre! Ahora bien, deformidad física no tenían mucha; sin embargo mental, aunque no aparente a juzgar por lo que luego fue de sus vidas cabe pensar que muy normales no eran, no.

Como colofón he de decir que, por motivos obvios, se han modificado los nombres de los protagonistas. Pero esa licencia es la única que me he permitido, pues todo lo demás responde fielmente a la verdad. ¡Lo juro! Sé que resulta difícil de creer que tal cúmulo de engendros coincida en un sólo edificio, máxime si se tiene en cuenta que era un edificio “normal” y no especialmente reservado a fenómenos de la naturaleza. Por otra parte, debo añadir que si hago memoria y repaso bloque por bloque, piso por piso, en general, Pumarín no debía de ser precisamente un barrio donde la “normalidad” fuese algo “normal”.