viernes, 21 de noviembre de 2008

Asturias Masai

Cualquier tema puede ser susceptible de polémica, en especial, si un asturiano anda de por medio.
Efectivamente, resulta notorio para cualquier foráneo que nos visita la especial tendencia que los asturianos mostramos por la polémica: somos capaces de iniciar una sonora trifulca por los temas más baladíes. Más que polémicos diría yo que damos en un "pelín" pendencieros. Yo he visto con estos ojos, que se ha de comer la tierra, discutir agriamente sobre si Luis Enrique medía un metro ochenta o tan solo un metro setenta y cinco. Cinco centímetros dan para horas de discusión.
Pero con carácter general, en todas partes, hay temas especialmente sensibles a la polémica. A la cabeza de los mismos se sitúan, cómo no, grandes temas como la Política y la Religión. Tanto es así, que en la mesa de las buenas familias está terminantemente prohibida sacar a colación esos temas y mezclar los evangelios con las patatas fritas o la socialdemocracia con la bechamel.
No le van a la zaga otros asuntos que, de habitual, irritan ciertas sensibilidades, condición desencadenante de la polémica. Dejando a un lado las cuestiones futbolísticas (discusión que forma parte de la idiosincrasia patria), uno de ellos es el viejo tema de las diferencias hombre/mujer (ya abordado en otra entrada de este blog).
Pero polémico entre los polémicos siempre está el tema de los nacionalismos y/o regionalismos. Siempre que se suscita esta temática salen a relucir los más atávicos y ancestrales sentimientos, que promueven los más bajos instintos que ponen
en juego el armamento dialéctico más pesado, cuando no, de otros argumentos manifiestamente más contundentes.
Pues bien, como buen asturiano que soy, no rehuyo la polémica. Antes al contrario, no me arredro un ápice ante esa perspectiva y por ello estoy decidido a abordar hoy un tema tan espinoso como el del "Nacionalismo Astur" sin miedo a la crítica y a las consecuencias. Pretendo arrostrar con valentía el tema tabú de los presuntos orígenes del pueblo asturiano con el fin de entablar un fiero debate del que no dudo saldrán vencedoras mis novedosas tesis sobre el tema.
En efecto, pretendo exponer una revolucionaria y novedosa teoría sobre el origen de los asturianos que presumo herirá más de una sensibilidad y socavará los principios del nacionalismo asturiano y hará temblar los sacrosantos fundamentos de los llamados "asturtzales".
De todos es sabido que el sentimiento nacionalista astur se asienta en el principio, hasta ahora incuestionado e incuestionable, de un supuesto origen celta de los actuales asturianos de pura raza, lo que nos hermanaría con conjunto de pueblos sembrados por todo el arco atlántico europeo. Cualquier opinión en contrario sería como mentarle a la madre a los más recios nacionaliegos, pues su tierra es su madre y a ti te encontré en la calle. Pues bien, en un inusitado arranque de audacia pretendo refutar tal teoría por falaz y demostrar con fehacientes pruebas que los asturianos no tenemos un origen céltico sino que provienen de "Centro África". Sí, sí. Ya está dicho.

Hago aquí una pausa valorativa para que se asimile debidamente la enjundia de tamaña aseveración y porque narrativamente permite un momento suspense que viene muy bien para captar la curiosidad del lector. Si bien, también puede servir, me temo, para que muchos abandonen la lectura después de haber proferidos serios exabruptos atentatorios contra el buen nombre de mi estirpe. Por si sigue habiendo alguien ahí, sigo mi discurso...

Tras largos años de sesudos estudios y de una farragosa recopilación de datos estoy en condiciones de aseverar y demostrar que, efectivamente, lejos de provenir de pueblos norteuropeos, los asturianos somos parientes lejanos de tribus originarias de una amplísima zona comprendida entre el valle del Riff hasta los vastos territorios al sur del Níger.
Más concretamente, estos pueblos, en una emigración tan peligrosa como enigmática y por vía marítima a bordo de rudimentarios cayucos, habrían desembarcado en las costas asturianas a la altura de lo que más tarde se conoció como el Puerto de Luanco, en Gozón. Pero adentrémonos decididos en las innumerables pruebas que avalan mi teoría, para satisfacer cuanto antes la desmedida curiosidad de los más escépticos, a los que imagino boquiabiertos y ojipláticos, al borde del suicidio aplastándose la cabeza entre dos madreñas o abriéndolsela directamente con una fesoria. La primera prueba, paradójicamente, se puede encontrar en uno de los iconos fundamentales del nacionalismo astur, es decir, en Don Pelayo. Dice la leyenda que hallada que fue su tumba, se encontró en su sarcófago un trisquel y un fémur de grandes dimensiones. Los estudiosos, en una sesgada y torticera interpretación pronacionaliega, centráronse únicamente en el símbolo celta como prueba irrefutable de la tesis tradicional. Obviaron pues el peculiar resto óseo que, a mi modo de ver, tiene una vital importancia, en lo que aquí se cuenta. Este nos hablaría de un individuo de considerables dimensiones. No es que los celtas fuesen precisamente pigmeos pero tampoco estaban emparentados con los ancestros de Ardidas Sabonis.
Un individuo de esta altura (aproximadamente dos metros) sólo podría ser ¡un Masai!

Es más que evidente, que el mismo origen centroafricano tienen ciertos rasgos de nuestra lengua. Resultaría bien poco científico hacer aquí referencia a los muy manidos comentarios bufos que suelen hacerse sobre cómo dos aldeanos, al hablar entre sí, recuerdan la lengua masai. Me refiero al consabido diálogo de: "U ta tu pa?" "Ta pa Ponga" etc., etc.
Poco científico será pero, no obstante, denota un parentesco considerable, que no está más que haciendo referencia a un incuestionable hecho, cual es que muchos de los topónimos asturianos, tienen una clara reminiscencia centroafricana; basta cambiar un poco la grafía y el acento para darse cuenta de que podríamos estar hablando perfectamente de pueblos de Kenia o Tanzania. Verbigracia: Pon-gha, Ison-gho, Tebon-gho, Trion-gho, Karan-gha, Kolun-gha. O bien, Thara-mundhi, Treban-dhi, Khan-ghas; y por supuesto, el mismísimo referente de la asturianía: Kova-dhonga. Soy legión los vocablos que por su sonoridad recuerdan sobremanera al swahili o a la lengua masai dialecto de los cuales podría considerarse nuestro asturiano, si bien esta aseveración requiere aún más profundos estudios lingüísticos que se escapan a mi preparación académica.

¿Más pruebas? Por supuesto que las hay. Como antes dejé dicho sostengo que la invasión centroafricana debió producirse por tierras de Gozón, hecho que se constata con un dato tan sutil como contundente: uno de los apellidos más notables e ilustres de la zona es el de Mori, que derivó en Morís por otros lares. Pues bien, aquellos conocedores y amantes de la buena música africana, recordarán que, en su momento, fue exportada a la vieja Europa, y por ello no les será ajeno el nombre de un gran cantante llamado Mori-Kanté. Obsérvese la plena coincidencia entre patronímicos harto significativa. Pero, aún hay más, resulta asombroso que el nombre de la canción que, a la sazón, le dio fama en nuestro país, llevaba por título el de "Yeke Yeke". Y "ye que" no cabe mejor demostración de la relación entre ambos pueblos ¿o no?

Y qué decir de aquella curiosa circunstancia, ajena por supuesto a la mera coincidencia, que significó la contratación por parte del Sporting de Gijón (otro de los idolatrados iconos de la asturianía, al menos para algunos) de un delantero centroafricano y que respondía al sonoro nombre de "Ye-Kini".
--¡Ye Kini, Ye Kini!-- gritaba enfervorecida la grada.
--Que no, coño, qué va a ser Quini, si ye negro (lease, de color) -- Respondía cierto sector del público que asistía al encuentro desde Babia.
Cabe decir que tan ilustre deportista que deambuló con su buen hacer por medio mundo, de equipo en equipo, cuando llegó a Gijón, fue como si hubiese retornado a su casa y en ella pretendió quedarse y así habría sido si una inoportuna lesión de rodilla lo hubiese impedido. De no ser por este avatar aún hoy haría las delicias del público gijonés, esta vez reconvertido en el Rey Baltasar de la tradicional cabalgata; y los niños gritarían: ¡Melchor, Gaspar.... Ye-Kini! Pero me estoy yendo por la ramas.

Años más tarde con el avance de la investigación técnico-genética se supo que, efectivamente, había una relación a nivel genético entre ambos delanteros lo que explicaría que compartiesen una ancestral olfato de gol. Este fundamental dato no se reveló en su momento por interesadas presiones pro-nacionalistas no exentas de un tufillo bastante racista que siempre tuvieron cierta tirria al oscuro Baltasar y que se sentían más identificados con el más rubio y céltico Gaspar.

Basta ya de negar la evidencia. Está claro que por estas y otras cuantiosas pruebas que sería prolijo enumerar, se puede asegurar que asturianos y centroafricanos estamos entroncados en un mismo pasado lejano. El hecho de que la pátina del tiempo haya aclarado nuestra piel y suavizado ciertos rasgos, físicos y culturales, no puede ser razón suficiente para renunciar e ignorar a nuestros ancestros y con ellos a una cultura milenaria de la que debemos estar harto orgullosos.

Yo sé que llevo dentro un negro y cada vez que oigo retumbar el "djembé" se me saltan las lágrimas tanto o más que con el roncón de la gaita.

Como colofón diré que, la prueba definitiva, el determinante absoluto de la veracidad de mi tesis está a punto de salir a la luz, toda vez que se solucionen unos pequeños inconvenientes de última hora. Me explico: Hace tiempo hice partícipe de mi teoría a una buena amiga, de espíritu inquieto y vocación viajera. Esta, movida por la curiosidad que logré transmitirle, partió rumbo a Africa, donde pasó varios meses dedicada, entre otros menesteres que no vienen al caso, a estudios de campo que corroborasen tan arriesgada tesis.
Pues bien, no hace mucho recibí un escueto y enigmático mensaje que decía: "¡Albricias! He encontrado pruebas irrefutables de la existencia de tus ancestros en la zona. En breve, te remitiré datos concretos".
Desgraciadamente, no he vuelto a tener noticias suyas. Solo espero que esos datos cruciales confirmatorios de mi tesis y por extensión, mi propia amiga, no se encuentren en estos momentos en el húmedo, frío y negro vientre de un cocodrilo, en el fondo del río Kiragüira, allá entre el Serengueti y el Masai-Mara. Sería una pena por los datos y por ella también, claro.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Clavos y Tornillos

El estudio del dimorfismo sexual depara curiosas y sorprendentes sorpresas; basta con reparar un momento en algunas especies de aves o insectos, donde el tamaño, la forma y el color pueden ser abrumadoramente distintos. Hasta tal punto que diríase que macho y hembra son especies diferentes.
En cambio, en el caso de la especie humana las diferencias no son en absoluto tan evidentes, siempre y cuando descartemos como tales los muchos aderezos culturales de los que ambos sexos suelen hacer gala. Más allá del tamaño y el peso, no hay más diferencias que las que se observan en algunos caracteres sexuales secundarios. Y ¡benditas diferencias!, pues me apresuro a decir, que son éstas las que proporcionan abundante regocijo a unos y otras. Más a unos que a otras, me temo.
Pero por tratarse de diferencias morfológicas bastante evidentes apenas si hay controversia respecto a las mismas. Así, pues, no es esa la aproximación que pretendo hacer aquí al tema del dimorfismo sexual humano. Para los interesados en esa perspectiva más científica remito al lector a los parsimoniosos estudios abordados por los más doctos en Psicobiología que han tomado como paradigma de estudio una peregrina, por no decir ridícula, tesis: la contribución al dimorfismo morfológico por parte del órgano bomero-nasal de la rata de laboratorio. Profusa documentación habrán de encontrar en la abundante literatura científica que sobre el tema se halla en los más especializados establecimientos del ramo.

Pero como digo, no es ese el acercamiento que aquí pretendo por carecer de interés la controversia que éste pueda suscitar. No ocurre lo mismo, ni de lejos, cuando el dimorfismo sexual entre hombre y mujer se aborda desde una perspectiva intelectual o conductual. Aquí sí que uno se adentra de lleno en un proceloso jardín del que salir indemne se torna labor de titanes.
Pero, en mi afán de liberarme de mis miedos, decido lanzarme al ruedo, prescindir de lo políticamente correcto y tomar el toro por los cuernos y sin medir ni temer las consecuencias de tan audaz propósito me dispongo a exponer aquí una novedosa y audaz teoría que contribuya de una manera determinante a establecer cuáles son las principales diferencias entre machos y hembras de nuestra especie.

Recurro para ello al conocido recurso del pensamiento analógico como medio para esclarecer cuáles son las características que permiten establecer diferencias entre los hombres y las mujeres (y viceversa). Y, aunque sea brevemente, determinar cómo esas sutiles pero claras diferencias suponen un serio revés para el definitivo entendimiento entre ambos, cuando no plantean un abierto enfrentamiento entre los mismos (y mismas); enfrentamiento que recibe por mal nombre la “guerra de sexos” y que, dada la proporción de unos y otras en la demografía mundial, adquiere unas colosales dimensiones, pudiéndose considerar, por tanto, uno de los conflictos globales de mayor calado en la Historia Universal.

Sé que, por mi humilde condición de varón y por todo lo que aquí se vierta seré tildado de inmediato de “asqueroso machista” por, al menos, la mitad de los que se acerquen a este blog. ¿Adivinan qué mitad?
Ante lo que yo considero una injusta, infundada y prejuiciosa valoración me adelanto a decir varias cosas:

Una. Que una lectura detenida y desapasionada del texto revelerá bien a las claras mi reconocimiento primero y admiración después por lo que considero una clara superioridad en las cualidades femeninas.
Dos. Que mi condición de varón, es algo que me ha venido dado “de serie” y que, hasta ahora, poco o nada he podido hacer por remediarlo; pero sirva en mi descargo que actualmente sobrellevo del mejor modo posible una galopante crisis de identidad sexual que me aboca sin remisión hacia la transexualidad, sino física, al menos conceptual como digo más abajo. Pero eso es algo que abordaré más detenidamente en mejor ocasión.
Y por último: Que soy consciente de que dijera lo que dijera, cualquier aseveración está sujeta a un inevitable prejuicio “feminista”, y que cualquier acto que intentará en mi descargo, incluida una flagelación con látigo de siete colas en la plaza pública no conseguiría más que arrancar una exclamación propia de la afamada “sensibilidad femenina” que sería del siguiente jaez: “pues... no me das ninguna pena”. Curiosa sensibilidad es esa.

Pero basta ya de prolegómenos, y entremos en materia, no sin antes anunciar que me hago absolutamente responsable de lo que sigue y que estoy dispuesto a dar todas las explicaciones que se consideren necesarias o acometer todos los actos de desagravio que se me exijan con cristiana e humilde resignación del que se sabe pecador. Pues antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un hombre sea perdonado por hablar (aunque sea bien) de las mujeres.

El enunciado general de mi tesis respecto al dimorfismo sexual se resume en una simple pero asequible analogía: los hombres son clavos; las mujeres, tornillos.
El desarrollo de tan audaz y novedosa teoría, ya es harina de otro costal y requiere un parsimonioso análisis de todo lo que en sí encierra para alcanzar una correcta interpretación de tan escueta pero contundente aseveración.

Hagamos, pues, una detenida descripción de estos cotidianos objetos; un pequeño estudio de sus características, tipos, funcionalidades e, incluso, de su idiosincrasia, si de tal pudiera hablarse al tratarse de objetos inanimados. Luego, será el momento de extrapolar el análisis a los distintos sexos y nos pasmaremos ante la absoluta identidad entre los conceptos: hombre-clavo y mujer-tornillo.

Ambos objetos, tienen básicamente una misma función, esto es, tienen un mismo sentido en este mundo: se les utiliza para unir fuertemente un objeto a otro con muy distintos fines. Es decir, conceptualmente podría decirse que comparten funcionalidad básica que es lo mismo que decir, que básicamente serían una misma cosa. Pero hay notables diferencias entre ambos.

Un clavo es un instrumento muy simple tanto en la forma como en el uso. Y subrayo lo de “simple”. Salvo en características como el tamaño, poco difieren unos de otros. Los hay más grandes y más pequeños, pero al fin y a la postre son una misma cosa. Otro tanto cabe decir de su funcionamiento. Su uso no requiere sutileza alguna, basta con golpear sobre su cabeza para que éste se introduzca en el material elegido en cada caso, siempre y cuando éste posea una dureza ligeramente inferior al propio clavo. Si el golpe no fuera suficiente, basta repetir la operación tantas veces como se considere oportuno hasta alcanzar los resultados requeridos. El instrumental necesario para tal operación tampoco requiere especial sofisticación; aunque preferentemente suele hacerse uso de un martillo, es posible realizar idéntica función con los instrumentos más variados: una piedra, un palo, un cenicero, etc. Todo depende del grado de “pensamiento divergente” que tenga el operario ocasional y que le permita transformar el objeto más insospechado en un elemento de fuerza con el que atizar sin reservas el consabido clavo.
Su extracción (difícil por otra parte) requiere de nuevo el uso de la fuerza; cuando aquélla es posible, siempre lo será en detrimento de la forma primigenia del artilugio, pues de habitual tal operación acaba descabezando o doblando ostensiblemente el artefacto, que sólo se enderezará de nuevo a base de golpes. En conclusión: los clavos son todos iguales; igualmente simples en su forma y en su utilización; basta aplicar con ellos un elemental mecanismo basado en la fuerza. Y una vez usados, se hace casi imposible su reutilización en condiciones óptimas y empleando de nuevo la fuerza.

Los tornillos, en cambio, requieren un estudio más detallado. Comparten con los clavos su variedad en el tamaño, pero su similitud se limita a eso. Existe una amplísima variedad de formas y características cada una de ellas diseñada específicamente para cumplir una misión bien diferente. Varían en el calibre, en el paso de rosca y, sobre todo, en su cabezal que establece de manera determinante qué especializado utensilio es necesario para su uso.
Existen tornillos de cabeza plana, redondeada, barraqueros, pavonados; a su vez, pueden ser de ranura lisa, en estrella, de tipo Allen o Torx; los hay roscachapa, tirafondos, spitz... con tuerca y hasta con contratuerca.
Cada uno de ellos, como digo, necesita de un utensilio que se adapte no solo en forma sino también en tamaño a sus características. De nada sirve un destornillador plano ante un tornillo de cabeza de estrella, pero de igual modo de poco sirve una llave Allen del 4 cuando el tornillo tiene cabeza del 6. Cualquier intento de utilizar una herramienta no indicada al tornillo acabará con la integridad del mismo sin haber conseguido el más mínimo resultado en la introducción del mismo allá donde se pretenda.
Por otra parte, la introducción de los mismos, en absoluto, requiere el uso de la fuerza que, en ocasiones, llega a ser, incluso, contraproducente al extremo de descabezar la pieza. Su uso requiere de la habilidad y no de la fuerza; son necesarios sutiles movimientos de muñeca a la vez que se ejerce una leve presión sobre el mismo. Una introducción demasiado rápida puede producir el sedado de la pieza y su consecuente fractura. Es, pues, necesaria su introducción a un determinado ritmo que vendrá determinado por múltiples factores circunstancialmente concurrentes: grosor, temperatura, dureza de la pieza y velocidad de introducción... En ocasiones, resulta más fácil la introducción cuando ésta se ayuda con cualquier material deslizante como la parafina, o bien se hace necesaria la operación previa de taladrar un agujero teniendo la precaución de que éste sea del grosor y tamaño adecuado, tanto del taco que se introducirá previamente como del tornillo que en él se introducirá. Si broca, taco y/o tornillo no se adecuan unos a otros la labor será infructuosa. Toda una odisea.
La extracción requiere de idéntica pero contraria habilidad y llevada a efecto como es preceptivo se conseguirá remover la pieza en idéntico estado que cuando se introdujo.
En definitiva: los tornillos son todos distintos, son más sofisticados en forma y en uso, están reñidos con la fuerza y requieren, en cada caso, de una herramienta diseñada al efecto que se adecue a sus características. Es decir, son elementos harto difíciles en su uso y las circunstancias pueden variar en cada momento.

Obviamente, no se les escapa al lector más avispado de quién hablamos cuando lo hacemos de clavos y de quién cuando lo hacemos de tornillos. Efectivamente, todos los hombres somos iguales e igual de simples. Sólo la fuerza tiene sentido cuando se trata con nosotros y no cabe ninguna especialización o sofisticación. Es lo que hay: cualquiera puede entender nuestro simple funcionamiento sin gran preparación. Somos clavos y punto.
Pero los tornillos, ¡oh, cielos, los tornillos! Quién no se ha visto en la situación de tener que usar un tornillo, ir a por el correspondiente destornillador y al proceder a su uso advertir que no, que no es aquel el utensilio adecuado; dar la vuelta y cambiar un destornillador plano por otro de estrella, pero al volver advertir con disgusto que no, que no es de ese tamaño, volver y rebuscar hasta darse cuenta de que ¡no tenemos el adecuado! Y se acabó el asunto.

Pero esa situación se repite hasta el infinito pues cualquier labor que nos propongamos hacer y que requiera el uso de un tornillo siempre será, cada vez, con un tipo diferente, que requerirá, claro está, unas nuevas condiciones, justo las imprescindibles para esa ocasión que no para la siguiente.
No creo que nadie dude que las mujeres son igualmente difíciles de tratar que los tornillos y que no todos los hombres tenemos las herramientas necesarias para el uso de todos los distintos tipos de tornillos. Nadie, en su sano juicio, pondrá objeciones al hecho de que cada mujer, como cada tornillo es diferente y que se requiere un tratamiento único y especial con cada una y en cada momento. Que lo que sirve para una no sirve para otra, que lo que sirvió para una en una ocasión puede no servir para ella misma para la próxima. Hay dudas quizás sobre la idea de existe una mujer distinta (aunque sea la misma) para cada situación.

En sólo una cosa las mujeres superan a los tornillos y es su capacidad de mutación.
En efecto, la mujer añade sofisticación a su condición tornillística gracias a su capacidad para transformarse ora en tornillo barraquero ora en roscachapa, de cambiar de cabeza de estrella o cabeza Allen. Circunstancia ésta, claro está, que complica sobremanera la cuestión pues cuando uno cree haber encontrado la forma y manera de “tratar” un tornillo conocido, de repente, éste varía su tipología y la herramienta que hasta ese momento servía ahora queda por completo fuera de lugar y uso. Ante nuestra frustración el tornillo "se retuerce" de risa o de furia que es peor. Vaya que si es peor.

Así, las cosas, a veces sueño con ser un tornillo. ¡Qué vida tan interesante! ¡Qué sofisticación! ¡Qué especificidad! ¡Qué prodigio de ingenio! ¡Qué maravilla! Y yo, aquí, un simple clavo igual a cientos y cientos de clavos más, sin nada que aportar. ¡Qué mala suerte la mía! Decididamente me quiero convertir en tornillo. Aunque... si no fueran tan retorcidos...






martes, 26 de agosto de 2008

Las Metamorfosis

No son pocas las transformaciones físicas que experimenta una persona a lo largo de su vida. Son cambios morfológicos, afortunadamente, tan paulatinos que son absolutamente imperceptibles de día en día, pero que, con el transcurrir de los años, son realmente asombrosos y también, porqué no decirlo, absolutamente descorazonadores por el escarnio que operan en nuestra propia imagen.

Antes de que el amigo Louise Daguerre viniera a hacer el amor al suido (vulgo: joder la marrana) con su ocurrencia de plasmar la imagen de una persona para siempre, el único punto de referencia para advertir el cambio en nuestro aspecto físico era la memoria, propia o ajena. Y ésta, siempre era y es más benévola que una cruel fotografía.

Ahora basta echar un vistazo a esos álbumes familiares, dar para atrás a las hojas y ver cómo lo que otrora fueron turgentes carnes y apolíneas formas devienen hoy en flacideces varias y descolgamientos múltiples. Desolador.

Pero no es de esos cambios, que son del común, de los que quiero reflexionar aquí. Pretendo dejar constancia de otra serie de transformaciones que he ido sufriendo a lo largo de mi vida y que no resultan tan evidentes para los demás pero sí lo son para mí.

No se trata de una transformación morfológica, sino más bien de cambios conceptuales, más emparentados con la Metafísica que con la Física misma y que tienen, como principal consecuencia, una influencia atroz en mi propia autoestima como luego se verá.

Una de esas pequeñas metamorfosis es realmente sutil, como sutil es la diferencia entre los dos conceptos que definen sus dos estados diferenciados que conforman la misma: la transparencia y la invisibilidad. Efectivamente, puedo asegurar que con los años he pasado de ser un ser transparente a ser un ente invisible y ello, insisto, ha sido nefasto en para mi autoestima. Me explico.

El concepto de “transparente” es obvio que hace referencia a aquellos cuerpos o entidades físicas a través de las cuales es posible la visión. Pongamos como ejemplo un simple cristal. En cambio, el concepto de “invisible” se refiere a algo que no podemos ver; que está ahí, pero no podemos verlo. Sería paradigmático el caso del aire. Sabemos que esta ahí, lo notamos y hasta lo respiramos, pero no podemos verlo.

No se le escapa al atento lector que, en cierta medida, son dos conceptos muy próximos y que yo diría que uno englobaría al otro pues lo invisible es, en cierta medida, transparente pues podemos ver a través de ello puesto que realmente no lo percibimos.

Pues bien, como digo, una de las transformaciones que he sufrido con los años, ha sido el cambio de transparente a invisible, y todo ello referido a la visión de los distintos elementos del género femenino.

Efectivamente, en su momento pude comprobar que, cuando era joven, yo era completamente transparente para el género femenino. Cualquier mujer, en especial aquellas que eran de mi interés, veían a través de mí sin dificultad ninguna. Con ello quiero decir que con meridiana claridad veían cuáles eran mis intenciones. Intenciones que, aún no entiendo por qué, ellas siempre etiquetaban de “no excesivamente sanas” o de “definitivamente perniciosas”. Queda claro que con estos antecedentes uno gozaba de pocas oportunidades ante mis ocasionales interlocutoras que, de inmediato, se ponían en estado de alerta u optaban directamente por batirse en retirada. Frustración, grave frustración era lo que yo sentía y, en consecuencia, mi autoestima sufría considerablemente pues deducía de esos hechos mi incapacidad para acercarme al sexo opuesto sin levantar sospechas.

Pero, con los años, la cosa cambió. Inicié una pequeña metamorfosis que me mudó de transparente a invisible y la cosa fue a peor. Quiero decir, que a partir de cierta edad las mujeres dejaron de verme (pese a estar presente, claro está). No me veían ni a mí ni a mis intenciones que, me adelanto a decir, no experimentaron ningún cambio con los años como hombre de sólidos principios que soy. He constatado empíricamente este hecho con un sencillo experimento replicado una y otra vez. Cuando veo venir frente a mí a un par de ejemplares del género femenino hago lo posible por cruzarme con ellas pasando por medio ambas con evidente mala educación. Da lo mismo, ellas no se percatarán del hecho, seguirán hablando de sus cosas sin interrumpir un ápice su discurso y sin hacer la más mínima mueca, sin el más mínimo atisbo de haberse percatado de que ante sus narices ha pasado un ente físico, un hombre de carne y hueso (e intenciones, por supuesto). Nada. Ni un leve pestañeo. No me ven, y sin embargo existo. Doy fe. Soy invisible, pues. ¿Acaso esto es mejor que la transparencia? Quia. Si de positivo tiene que, al fin, ya no me ven las intenciones, qué importancia tiene si ahora tampoco me ven a mí. Conclusión, de nuevo una nueva afrenta a mi ya maltrecha autoestima. Uno no es nadie si no existe para, al menos, la mitad de la población mundial. Y, la verdad sea dicha, para la otra mitad no es que cuente mucho tampoco. Y así las cosas, cómo pretenden que uno mantenga unos mínimos niveles de amor propio.

Pero ésta malhadada circunstancia de la transparencia vital no es más que uno de los factores que han contribuido a pulverizar mis niveles óptimos de autoestima. Otros innumerables factores, de los que hablaremos en otra ocasión, han contribuido a la merma de la misma con el paso de los años, y esta penosa merma, a su vez, ha sido la desencadenante de otra de las metamorfosis conceptuales de las que he sido sujeto a lo largo de mi desarrollo ontogenético.

Efectivamente, con el gradual deterioro de mi autoestima he ido advirtiendo cambios en mi autopercepción personal que me han llevado a un lamentable y degradante discurrir por los distintos reinos biológicos: animal, vegetal y mineral.

Cuando mi autoconcepto, fruto de la excesiva juventud, era netamente positivo e incluso, diría yo, manifiestamente supravalorado, tenía yo para mí que era un “hombre”. Es más, determinadas circunstancias, que por pudor no habré de mentar aquí, me llevaron a la vanidad más absoluta y llegué a acariciar la idea de que era un “hombre objeto”. Vanidad y más vanidad. Los años y los hechos me abrieron los ojos y llegué a comprender que tenía más de lo uno que de lo otro. Esto es, era más “objeto” que “hombre”.

Pero asumida la idea de que no era más que un objeto, me dio por reflexionar sobre qué tipo de objeto sería. A qué reino biológico pertenecería. Estaba meridianamente claro por aquel entonces: era del reino animal. Abundaba en esa idea la opinión más cercana que tenía como referencia: mi esposa, la cual insistía a menudo que yo era un “pedazo de animal”. Opinión compartida por otras personas de mi entorno que presumían de conocerme bien.

Quedaba, pues, por establecer qué especie de animal era si asumía tal condición. Estaba claro, las mismas fuentes me daban la respuesta. Ora me veía perteneciente a la familia de los équidos, más concretamente un equus asinos (vulgo: burro); ora como miembro de los pórquidos o suidos, concretamente un sus domesticus (cerdo). Ambos animales estaban en boca de mi santa esposa con demasiada frecuencia cuando hacía alusión a mi humilde persona.


Pero los años, no pasan en balde, y el tiempo disipa la niebla y le acerca a uno a su verdadero ser. Eso, unido al hecho de que la vida de un adulto empieza a declinar; comienzan a desaparecer los azarosos vaivenes propios de la juventud y principia una vida sosegada que se torna más tarde en absoluta quietud. Digamos, en resumen, que uno empieza a “vegetar”.

Percatarse de ello y pensar que ya no era ni siquiera “animal” fue todo uno. En efecto, fui tomando conciencia de mi condición vegetal pese a mi apariencia antropomorfa.

Mi autoestima se desmoronaba por momentos. Mi metamorfosis aún no había concluido y me estaba degradando por momentos, hundiéndome en un proceloso abismo sin fin.

Yo era un vegetal. No me quedó la menor duda de ello cuando, fui víctima de un homeópata que me hizo comer tantos congéneres del reino vegetal (puro canibalismo, pensé más tarde), que ya no hacía la digestión, sino la función clorofílica. Además, cuando, rara vez, tenía todavía algún acceso de cólera, ya no me ponía rojo de ira, sino verde como el "Increíble Hulk”.

Pensar, pensaba poco; que no es propio de los miembros del reino vegetal, pero lo hacía lo suficiente como para preguntarme de nuevo por el tipo de vegetal que podría ser. Y, cómo no, las mismas fuentes me decantaron por un miembro de la familia de las crucíferas, una variedad de la Brassica oleracea. Esto es, estaba hecho un auténtico “berza”. He de añadir que, de siempre, debía haber sospechado mi tendencia al “vegetalismo”, toda vez que mucha gente siempre creyó de mí que era un auténtico “cardo borriquero”. A eso se le llama visión de futuro.

Optimista será el que crea que la metamorfosis ha dado a su fin. Nada más lejos. Los miembros de las nuevas generaciones que me rodean manifiestan sin tapujos (ni educación, por supuesto) su opinión sobre mí repetidas veces, hasta el punto que estoy empezando a pensar que tienen razón y que soy un auténtico “fósil”. Esto da una nueva vuelta de tuerca a mi escuálida autoestima y me aproxima peligrosamente al reino de lo mineral haciéndome claro candidato a ser un fósil de origen vegetal.

Pero, pese a todo, aún me queda un prurito de vanidad y me consuelo en pensar que seré un extraño caso objeto de curiosidad de todos los miembros de la comunidad Peleobotánica. En fin, quien no se conforma, es porque no quiere.

martes, 19 de agosto de 2008

De Lukla al Kalapatar (al pie del Everest)

Fotos de la ruta

Por paradójico que resulte, la caminata hasta el Kala Patar, esto es, hasta la base del Everest, empieza no andando, sino en avioneta. Las emociones fuertes empiezan bien pronto pues el acercamiento hasta Lukla, principio y fin de la ruta, se hace en una avioneta que aterriza en el raquítico aeropuerto de esta pequeña localidad. La pista se asoma peligrosamente a un vertiginoso precipicio y, en un escueto recorrido de una inclinación inverosímil, acaba “estrellándose” contra el contundente muro que forma la montaña, a cuyos pies se levanta esta pequeña población.
En condiciones normales de vuelo, ya supone toda
una arriesgada experiencia aterrizar en Lukla; así pues, hacerlo como nosotros lo hicimos, inmersos en una espesa niebla, es algo que sobrecoge el espíritu de los más templados. Subidos a la chepa de los pilotos no pierde uno detalle de lo que hacen esperando atisbar en el más leve gesto un algo tranquilizador. Pero, ¡qué va!, bien al contrario, no es precisamente tranquilizador verlos dudar y preguntarse con la mirada uno al otro: ¿por dónde bajamos? Ni mucho menos ver asombrados cómo el copiloto, en un afán de mejorar la situación, limpia el cristal delantero del piloto con un pañuelo de papel. A uno ya no le sale la voz del cuerpo y se le congela la media sonrisa de circunstancias que había colocado en su cara en el despegue, cuando, ante una indicación del copiloto, su compañero dejar caer, literalmente, el avión siguiendo la dirección de su dedo. A la tercera repetición de semejante maniobra, uno está a punto de colgarse del cinturón de seguridad si no fuera por que lo reducido del habitáculo impide que te cuelguen los pies.
De repente, sin saber muy bien de dónde, aparece un pedazo de tierra con rayas blancas bajo las ruedas de la avioneta contra la que ésta se estrella con estrépito: ¡la pista! Luego el aparato ruge unos breves instantes y, de pronto, un brusco giro a la derecha y una parada súbita. El primero consigue que el ala izquierda no roce el muro de final de la pista y la segunda evita entrar por la puerta del exiguo edificio que hace de terminal. Hemos llegado.

Cuando nos apeamos del aparato y, atónitos, contemplamos la pista las piernas, que habían vuelto a tomar cierta consistencia, vuelven a flojear y susurramos: ¡No puede ser!

Nos sobreponemos y buscamos a toda prisa un pañuelo dónde enjuagar alguna que otra furtiva lágrima antes de afrontar avergonzados a una expectante multitud que espera al borde de la pista. Se diría que acuden a una diversión fácil, y puede que la única, y uno rememora a aquellos aficionados taurinos que, desde el tendido, anhelan en el fondo de su corazón que se produzca la tragedia.
Pero nada de eso, en realidad, aquella pobre gente acude en espera de ser contratados como porteadores por el recién llegado turista, al que por nada del mundo quisieran ver precipitarse barranco abajo, aunque sólo sea por que con ello se desprenderían también sus únicas oportunidades de trabajo.

Aún con las piernas de chicle y el estómago como un higo paso, comenzamos a caminar por un resbaladizo empedrado que rodea la pista y nos lleva a la calle principal del Lukla: lodges, tiendas, agencias de viajes, casas de cambio, cibercafés... todo un prodigio de modernidad y actividad comercial. Un acogedor logde, el primero, nos acoge y reponemos el ánimo con un “lemon tea”. Llueve y afuera hace frío. Vamos tomando conciencia de dónde estamos y, sobre todo, para qué estamos allí. Mientras, en el patio del edificio el Sherpa Phura negocia con los porteadores que calculan con precisión mecánica los pesos y la mejor distribución de la carga. ¡Ya está! Todo listo, es la hora de partir; ¡andando!

Al final de la calle principal hay que detenerse a cumplimentar el papeleo. Un poco ajenos al trámite, sólo nos sorprende el pequeño antro donde se realiza: está enjaezado de toda la parafernalia mahoísta, tan llamativa como naïf.
Cumplimentado el papeleo, un primer portalón con los molinillos budistas nos aguarda: hay que cumplir con la tradición y hacerlos girar uno a uno en el sentido de la marcha. ¡Cuántas veces se repetirá luego el ritual! Uno se suma a la tradición no por creencia, claro está, si no por superstición. Pero, a decir verdad, para que la suerte acompañe el gesto debe de ser preceptiva la fe, pues nuestras cilíndricas plegarias no debieron llegar a buen destino a juzgar por la escasez de sus resultados.

Una última puerta abre (y cierra) el camino que nos espera. Tras ella, las cosas parecen ponerse serias, pues el bien empedrado camino se precipita sin cuento barranco abajo en busca del fondo del valle donde aún no se ve ni oye el río.

Seguimos bajando mientras clarea algo el día. Aún así, no se ha vuelto a oír rugir el estruendo de los aviones. Esto significa que nuestro vuelo fue el único del día; el aeropuerto se ha cerrado pues las condiciones no son las más idóneas: ¡qué nos van a contar!

Cruzamos los primeros puentes colgantes, prodigio de resistencia pese a su escuálida apariencia y vertiginosa ubicación. El tráfago de gente y animales es sorprendente en este primer tramo del camino. Gran parte está compuesto por los porteadores que nos dejan atónitos: ¿Cómo es posible cargar con aquellos pesos, por aquellos caminos? No dejará de sorprendernos a lo largo de todo el recorrido. Aquellos paisanucos, piernicortos y trabados, calzados apenas con unas chanclas y sin abrigo que se precie, caminan con pasos cortos pero decididos arriba y abajo, abajo y arriba con su enorme carga a la espalda y anclada en la frente con una correa. Día y noche van y vienen; se detienen brevemente y dejan reposar su carga, sin desprenderse de ella, en unos recios bastones que llevan al efecto, o bien los apoyan en gradas de piedra o madera que, a lo largo del camino, están dispuestos para su descanso. Son como hormigas que silenciosamente se afanan en llevar las cosas más inverosímiles hasta los puntos más altos y lejanos, para que nosotros, “señoritos” occidentales, podamos tomar una cerveza, comprar toallitas de papel o darnos una ducha caliente a cinco mil metros de altura.

Según descendemos, el río se hace más presente, el murmullo inicial del agua deviene en estruendo. Atravesamos pequeños villorrios que, a juzgar por su apariencia, sobreviven del turismo y de pequeños cultivos dispuestos en bancales. En uno de ellos, entramos en un pequeño establecimiento, en la creencia de que se trata de un pequeño descanso; pero no, se trata de la comida pese a que sólo son las once de la mañana, cuesta hacerle entender al guía que somos españoles y que esas no son horas de tales menesteres.

Más adelante, en otra pequeña aldea, el sherpa nos hace detenernos ante una mesa petitoria con dos jóvenes locales tras ella. En realidad, no piden nada: imponen el “impuesto revolucionario” de los mahoístas. El pago está institucionalizado y extienden hasta un pequeño recibo de su pago. No es mucho, pero todos le hacemos la misma pregunta al sherpa: ¿Qué pasa si no pagamos? Aún estamos esperando por la respuesta.

El camino discurre por fondo del valle, ahora sube, ahora baja y, por fin, nos lleva hasta Pakdhin, donde acaba la primera etapa. Aún queda bastante tiempo hasta que oscurezca y afuera hace bastante frío y dentro no hay nada que hacer salvo dormir o charlar con nuestros compañeros: José Antonio, David y Julio. Esa va a ser una tónica predominante a partir de ahora: el frío y la inactividad. Antes de irnos a dormir el sherpa nos presenta a su “auxiliar” Manab, un jovenzuelo de 19 años tan tímido como sonriente.

Pakdhin – Namche Bazar

Amanece sobre las 6 de la mañana. Ha estado lloviendo toda la noche y aún lo hace aunque con desgana. La primera visión del día, es un grupo de japoneses en el lodge del otro lado de la calle que están realizando un tabla de estiramientos antes de empezar a caminar. Son todo un ejemplo a seguir y lo serán el resto de los días por su organización, disposición y disciplina en el andar; el problema es que, al ritmo que caminan, se necesitaría el doble de tiempo para llegar a donde se pretenda.

Tras el desayuno, de nuevo en ruta. Ha dejado de llover, pero el día está nublado y tristón. El camino sigue por en fondo del valle, pasando de una orilla a otra por los consabidos puentes colgantes, en los que en ocasiones hay que esperar a que pase alguna que otra cuadrilla de yaks (o naks) o de job-job cargados de enormes fardos y arreados por los continuos gritos y silbidos del arriero. Cada vez que nos cruzamos con un grupo de estas bestias, el sherpa, presuroso y preocupado, nos echa a un lado del camino e incluso nos hace salir de él. Parece una medida desproporcionada, pero, al parecer, estos animales son bastante asustadizos, impredecibles y con malas pulgas, pero, además de todo ello, tienen unos cuernos considerables. Así, pues, pronto aprendemos a hacernos a un lado en cuanto atisbamos su presencia.

De nuevo, a una hora intempestiva, hacemos una parada para comer. Pese a nuestra reticencia inicial, hacemos bueno el refrán de “comer y rascar...” y damos buena cuenta de abundantes viandas y de nuevo al camino. En breve, la cosa se complica: desde la misma orilla de río observamos un puente que cuelga allá en lo alto. La subida hasta él no es más que el principio: a partir de ahí el camino zigzagea por entre un espeso bosque durante un buen rato. Subimos a paso lento, muy lento; a la cabeza Manab marca el ritmo con las manos en los bolsillos y silbando una canción. Paramos muy a menudo, demasiado a menudo, pero los que mandan son ellos.

Por fin, el bosque clarea y aparecen las primeras casas de Namche. Parece mentira encontrar un pueblo de aquellas dimensiones, a casi diez días andando de la carretera transitable más cercana o a dos días del aeropuerto de Lukla. Dos cosas llaman en principio la atención, su disposición absolutamente vertical, como si se tratara de un gran anfiteatro azul y el mercadillo que hay a la entrada, justo al pie de una estupa, en la única parte plana de todo el pueblo. Se trata de un campamento de tibetanos que traen mercancías (casi todo material deportivo) del otro lado de la frontera por altísimos pasos y que ahora exponen amontonado al pie de sus tiendas. El resto del pueblo circunda esta pequeña planicie ocupada por tan curiosos personajes y es un laberinto de estrechísimas calles escalonadas en enormes peldaños. Hay de todo: Tiendas, cibercafés, hoteles, billares y hasta una discoteca. Uno se para a pensar en todo el trabajo que cuesta llevar todo aquello hasta allí o, incluso, ¿por qué allí y no más cerca?

Llegados al hotel, subimos, no sin cierta dificultad, los últimos gigantescos peldaños que suben a las habitaciones. Todo sabe a lujo teniendo en cuenta dónde estamos. E incluso nos dejamos caer en la tentación de una cálida y confortable ducha que será la última en muchos días. Antes de la cena, aún queda tiempo para pasear un poco por las calles en busca de alguna prenda deportiva que, no sólo por el precio, nos llama con una voluptuosa voz que nos incita al pecado del consumismo. Y, claro, como carne débil que somos, todos caemos en mayor o menor medida. ¡Qué se le va hacer!

Namche Bazar – Khumjung

La idea inicial era levantarse temprano, a las cinco, para ver amanecer en una collada desde donde divisaríamos las primeras cumbres nevadas. Pero, el tiempo no acompañó, y pudimos quedarnos en el calor del saco hasta un poco más tarde.

La jornada no iba a ser muy dura, apenas tres horas andando hasta Khumjung; así pues, dispusimos de un par de horas para pasear por las empinadas calles de Namche. Phura nos llevó hasta un extremo “su” pueblo, donde al doblar un escarpe rocoso, pudimos contemplar, gracias a un claro en las nubes, nuestros primeros "seismiles" ahí, delante de nuestras narices.

Allí mismo estaba la carnicería; más bien, el almacén de carne que, colgada del techo, no necesitaba de ninguna otra refrigeración: la temperatura ambiente era más que suficiente. Supimos que se trataba de carne de búfalo. Como a esa altura no habíamos visto ninguno, nos contaron que la traían, como casi todo, mediante tracción humana.

Llegada la hora de marchar, nos pusimos a ello dejando atrás durante bastantes días, aquello que, en cierta forma, era algo parecido a la "civilización". El camino en un principio eran escalones propios de titanes y discurría entre las casas de piedra del pueblo, luego, un poco más arriba pasaba por un templo budista, en el que, por supuesto, entramos a rendir honores y dejar el correspondiente donativo instados por el sherpa.

A la salida, la consiguiente sesión de molinillos que rodean todo el templo y empieza la subida en serio. Muy empinada, al poco, permite ver abajo, muy abajo, la totalidad del pueblo que recuerda a un Cudillero de alta montaña. Detrás de una collada cimera topamos con lo que, en su día pretendió ser un nuevo aeropuerto pero fue abandonado en breve debido a un accidente mortal. Dado el aspecto de la pista y su ubicación tampoco cabía esperar otra cosa. La idea (y el capital, por supuesto) había sido de los japoneses; los muertos, también. Por lo que tampoco extraña la determinación de abandonar el proyecto. Ahora sólo queda una explanada arrancada a la montaña y una reliquia industrial en forma de retropala que fue llevada allí, al parecer, colgando de un helicóptero chino y que debió ser la que perpetró tamaño estropicio.

Seguimos adelante por un sendero bastante más cómodo salpicado de parcelas amuralladas en las que pasta plácidamente algún que otro yak, que por ser los primeros que vemos (hasta ahora habían sido job-job), son objeto de múltiples fotografías que seguro hacen pensar a nuestros guías aquello de "estos turistas están locos", que es lo mismo que pensamos nosotros cuando vemos a los madrileños fotografiar con gran fruición a una vaca solitaria que los mira con desinterés al otro lado de un "matu". Al poco, avistamos por fin Khunde. Si Namche se caracterizaba por el predominio del azul y el abigarramiento, Kundhe destaca por el verde claro de sus techumbres y lo disperso de sus edificaciones. Tiene un aspecto tranquilo y agradable. Discurrimos por entre sus estrechos caminos que sortean casas y campos de labranza hasta llegar a una edificación que apenas se diferencia del resto pero que resulta ciertamente emblemática. Se trata del Hospital Hillary.

Realmente, no sé por qué me había hecho una idea tan equivocada de lo que iba a encontrame. Debía haber imaginado que se trataría de algo modesto como realmente es. Muy modesto: apenas una sala de consulta y un anexo para "residentes". Uno o dos, todo lo más.

Un médico nepalí, estudiado en China, es quien lo atiende y quien nos lo muestra bastante orgulloso. Esta vez no se hace necesario que el guía nos inste a dejar un donativo; por propia iniciativa decidimos que siempre será mejor donar a un hospital que a un monasterio. La lógica es aplastante: siempre nos será más útil y necesario un hospital que un lamasterio. Esa lógica, más tarde, tan sólo unas horas más tarde, se verá rotundamente confirmada por los hechos.

Desde la antojana del hospital, y sólo durante los breves instantes en que las nubes se entreabren, podemos contemplar entusiasmados las cumbres nevadas de unos enormes picos que parece imposible que estén ahí enfrente. Pero es sólo una visión fugaz que ese día ya no se repetirá.

Abandonamos Khunde sin llamar mucho la atención de los aldeanos quienes están mucho más pendientes de las evoluciones de un gigantesco helicóptero que a las afueras de la villa se dispone a elevarse portando, cómo no, a un grupo de japoneses. Muy cerca, a más de una hora, está ya Khumjung. Apenas llegados, lo primero, por supuesto, es ir al Monasterio. Es uno de las más importantes de la zona y tiene de especial que atesora, en el más estricto sentido del término, el cráneo de un yeti al que tendremos acceso siempre y cuando hagamos el correspondiente óbolo. Introducido el mismo por un monje en una ranura de un armario metálico, aquél abre con gran ceremonia las puertas del mismo y aparece ante nuestros ojos, lo que yo definiría como la mitad de un coco un poco deforme que podría ser el cráneo de un animal o una palangana de plástico deformada por el calor. No obstante, encima del curioso relicario, cuelga una leyenda que, en términos, pretenciosamente científicos enumera los distintos tipos de yetis que uno puede "encontrarse" por estos lares, dando razón de sus hábitos y costumbres, así como de su distinta apariencia. Dicha información entendemos que debe de ser de gran valor por si uno se topa con alguno de ellos, sepa en todo momento qué puede esperar de cada uno y comportarse en consecuencia.

Cabe añadir que el donativo, se nos asegura que también supone una salvaguarda contra el temido mal de altura. Habida cuenta de nuestra experiencia posterior, es una suerte para el monasterio que no volviésemos por el mismo sitio, si no, hubiésemos exigido, creo que con toda la razón, la devolución del dinero más mal invertido en toda la historia del Nepal.

Un poco más adelante y ya estamos en el refugio donde pasaremos la noche. Lo malo es que aún no es ni mediodía. Aun así, comemos y se nos plantea lo de siempre: ¿qué hacer el resto de la jornada? El día, despejado hasta entonces, empieza a estropearse. Se oculta el sol y empieza a hacer un frío de muerte y no apetece más que irse al saco e intentar dormir. Pero aun así, son muchas horas y volvemos al salón, donde aún no han encendido la estufa, y tratamos de leer algo bajo un montón de mantas procurando sacar las manos lo justo e imprescindible para dar vuelta a las páginas del libro.

Las horas van pasando muy lentas. El salón se animaun poco con la presencia de otros turistas, sus sherpas e incluso con las travesuras de los hijos de los dueños que se empeñan en mortificar a un pequeño cachorrillo. Pero escaso entretenimiento nos parece, de todos modos. La cena se sirve muy temprano y, tras una charla amigable, nos vamos a la cama.

Khumjung

La hora de levantarse es siempre muy tempranera, pero casi se agradece pues llevamos mucho tiempo durmiendo. Esta vez la mañana trae sorpresa desagradable. Jose nos dice que Julio no se encuentra bien. Tiene diarrea y algún que otro malestar pero, en principio, ninguno pensamos en el mal de altura: estamos sólo a 3.800 metros y, además, él es el único que ya ha estado a gran altura en los Annapurnas.

Hay que cambiar los planes sobre la marcha. Si la idea inicial de Phura era hacer una pequeña jornada hasta Phortse Tenga, ahora decidimos volver a lo que, en realidad, estaba previsto en el programa: hacer el día de aclimatación en Khumjung para seguir al día siguiente en dirección a Gokyo.

Julio se queda en la cama mientras el resto salimos a dar un pequeño garbeo. Atravesamos el pueblo en dirección a una colina que está justo enfrente. A mitad de ladera, aparece por primera vez el Everest. Allí a lo lejos sólo se ve su cima con una gran melena blanca de nubes. Pero en primer término, aparece el majestuoso y elegante Amma Dablan que nos irá acompañando a largo de casi todo el camino.

Hace mucho frío y está casi todo helado, e incluso hay un poco de nieve que cayó durante la noche anterior, aun así, estamos mucho tiempo sacando fotos entusiasmados como estamos por ver al fin el Everest.

Seguimos subiendo colina arriba. Justo en la cima y muy escondido está un hotel, el "Everest View", que tiene un aspecto inmejorable. Se trata, naturalmente, de una inversión japonesa, para japoneses. Estamos un rato disfrutando de las vistas que por momentos van desapareciendo para dejar paso a unas nubes que no presagian nada bueno. Tornamos pues al refugio. Julio sigue igual así que nos hacemos a la idea de que vamos a tener que pasar otra jornada encerrados allí. Pero el tiempo vuelve a mejorar y Phura nos propone bajar de nuevo al pueblo donde más tarde tendrá lugar una celebración "budista" con cánticos y bailes. Nos parece una idea atrayente. Todo es mejor que quedarse acurrucados bajo una manta en salón del refugio. Sin embargo, desde arriba sólo se ven banderas mahoístas y ninguna persona donde se supone va a tener lugar el evento.

Aun así, bajamos. Somos los primeros en llegar; se ha ido de nuevo el sol y hace un frío que pela. Aquello aún no empieza, seguramente por falta de quórum. Un locutor, tras una mesa petitoria con toda la parafernalia mahoísta, arenga por megafonía a unos indecisos parroquianos que muy tímidamente se van acercando al lugar. Phura nos ha llevado a un pequeño hotel desde cuya terraza acristalada podemos ver, en primera fila, el espectáculo. Mientras, él ha ido a situarse detrás de la mesa petitoria y por su situación y comportamiento, deducimos rápidamente que se trata de un pope del aparato mahoísta local. Algo que no nos cuadra en absoluto con su afán probudista.

Comienza el espectáculo: danzarines ataviados con trajes regionales aderezados con simbología mahoísta, evolucionan descalzos pese al frío ambiental que rivaliza con la frialdad del público compuesto en su mayoría por niños. Tras los bailes todo parece indicar que es llegado el momento de "pasar la gorra". Rápidamente el hasta entonces hierático Phura abandona su posición de privilegio y se dirige a nosotros seguido de un escriba. Nos insta de nuevo al donativo y a dejar constancia por escrito de nuestro contribución en el libro que porta su acompañante. Se trata, claro está, de que los turistas sirvamos de ejemplo a la masa que aún sigue retraída y que incluso se bate en retirada ante la perspectiva de tener que contribuir con la causa.

Pese a que el locutor, con una asombrosa locuacidad fruto de la improvisación habla, habla y habla suponemos que reclamando una generosa contribución, el público se hace el remolón y recula disimuladamente. Nuestro ejemplo ha servido de poco y la recaudación no prospera. La verdad es que, a juzgar por el paupérrimo aspecto del público congregado, no cabría esperar otra cosa. Cuesta imaginar que aquella gente tenga posibles suficientes como para emplear parte de ellos en algo que no sea satisfacer sus más perentorias necesidades. Y mucho menos emplearlo en hacer donativos a una fuerza política. Todo esto, por supuesto, a ojos de un español. Nuestro conocimiento de la situación social real de aquella gente y de lo que por ellos pueda estar haciendo el partido mahoísta no posibilita un juicio medianamente objetivo. Así que es preferible oficiar de lo que somos, esto es, turistas; lo que implica: oír, ver y callar, Y, en este caso, también pagar.

Acabado el acto volvemos a nuestro refugio envueltos en aguanieve por lo que, pese a lo desangelado del salón, proporciona una agradable sensación, aunque sea lejana y momentánea de abrigo acogedor.

Julio sigue igual; tan sólo con la tarde ya avanzada se atreve a levantarse. Al calor de la estufa y de una animada conversación se le ve bastante mejor. Somos optimistas, o queremos serlo: mañana estará en condiciones de seguir adelante con nosotros. Sinceramente, yo, con el pesimismo que me caracteriza, tenía el pálpito de que no sería así. Pero lo políticamente correcto era ser optimista para que él lo fuera más. Y en esas nos fuimos a la cama.

Khumjung - Phunki Tenga

El día empezó mal. La llamada a la puerta a una hora intempestiva no presagiaba nada bueno y la voz preocupada de Jose lo confirmó enseguida: Julio estaba peor. Habían pasado la noche en blanco. Uno padeciendo, el otro oficiando de enfermero, dándole todo lo que tenía a su alcance en un intento inútil de que mejorara. Todo en vano, apenas si se tenía en pie y de su garganta salía un sonido burbujeante que nos heló el ánimo (el cuerpo ya lo teníamos) y nos dejó muy preocupados aunque tratáramos de disimularlo.

Llamamos cuanto antes a Phura que en seguida dispuso la forma de llevar al enfermo hasta el muy próximo hospital Hillary. El mismo Phura y Jose se lo llevaron en andas con las primeras luces. Quedamos el resto en una preocupada espera. Cuando, pasado el tiempo no teníamos noticias nos fuimos también al hospital para saber cómo iban las cosas. Allí estaba Julio, entubado y a la espera del helicóptero que lo evacuase con urgencia a Katmandú.

Tratamos de animarlo en lo posible y nos despedimos de él un poco sobrecogidos y aprensivos, sensación que tardamos bastantes días en superar. Lógicamente, tuvimos que recomponer los planes. Ya no iríamos al Gokyo primero y al Kala Patar después, como estaba previsto. El sherpa, no sabemos muy bien por qué, consideraba que era mejor invertir el recorrido: subiríamos al Kala Patar y luego, por un paso elevado, el Chola La, pasaríamos, si estábamos "fuertes", al vecino valle del Gokyo sin tener que descender de nuevo.

En compañía de Manab y de David, emprendimos camino hacia Phunki Tenga. Prácticamente era todo en bajada y ofrecía unas vistas inmejorables del Amma Dablan, justo enfrente que aparecía y desaparecía entre los claros de un espeso bosque de coníferas. El camino está bastante concurrido entre montañeros, sherpas y cuadrillas de yaks transportando material.

El lugar de destino estaba en lo más hondo del valle. Se trataba de un poblado de apenas tres casas y un refugio al pie de río, sobre el que recientemente se había construido un puente de madera en sustitución de otro que una riada se había llevado por delante al arrancar de cuajo una monumental piedra sobre la que se asentaba uno de los extremos del puente colgante. Llegamos a mediodía, comimos y de pasar en aquel villorrio el resto del día. Somos pocos los que nos quedamos allí; la mayoría de la gente, después de comer sigue camino hacia arriba, hacia el monaterio deTianboche que, desde luego, descubriríamos al día siguiente, se trata de un lugar bastante más agradable que el lugar donde, al parecer, debíamos pasar la noche.

El sol brillaba y el frío no era mucho, pero la profundidad del valle adelantó mucho la oscuridad de modo que no quedaba otra que irse al saco. Las horas pasaban y Phura y Jose, que se habían quedado a esperar el helicóptero en el que evacuarían a Julio, no llegaban. Un poco por preocupación y otro poco por matar la ociosidad, decidí volver sobre nuestros pasos a su encuentro camino arriba. Casi a punto de anochecer, y muy arriba, nos encontramos y me pusieron al corriente de los laboriosos trámites con el seguro y el piloto del helicóptero para conseguir una rápida evacuación antes de que se metiera la niebla o la noche. A duras penas, consiguieron embarcarlo y a esas horas ya lo hacíamos en Katmandú, fuera de peligro. Al final del viaje, nos enteramos que estuvo hospitalizado casi una semana.

La noche se nos echó encima. En la penumbra que proporcionaba la misérrima luz del refugio, cenamos aún un poco sobrecogidos y aprensivos por el episodio vivido durante el día. Se había acabado el día y el sitio no invitaba a otra cosa que no fuera meterse en el saco.

Phunki Tenga - Dingboche

La claridad del día tardó en llegar al refugio. El cielo estaba azul pero la sombra dominaba aún el fondo del valle. Empezamos una empinadísima cuesta, pero aún tardamos un rato largo antes de que el sol, asomando tímidamente entre los árboles, nos calentara levemente. Todo el camino discurría entre un frondoso bosque de rododendros que se extendía justo hasta la collada cimera donde una gran planicie herbosa alojaba uno de los más bonitos y más importantes monasterios de la zona: Thiangboche.

A partir de ahí, el camino es más llevadero. El bosque es más ralo y el caminar se vuelve apacible. Siguiendo siempre a cierta altura sobre el río seguimos subiendo sin descanso hasta llegar a un agradable pueblo al pie del Amma Dablan. Es Pangboche. Allí comimos en un acogedor refugio, donde coincidimos con un "mañico" que bajaba del Kala Patar. A trompicones y entre bocado y bocado, nos fue relatando su experiencia por las altura, poniéndonos al corriente de lo que nos esperaba.

De nuevo en ruta, de nuevo a subir. Todo en un caminar lento, lentísimo, con muchas paradas para descansar. Los efectos de la altura aún no se notan en exceso, pero nadie pone objeciones al ritmo impuesto por los sherpas: ellos sabrán. No obstante, ese paso tiende a dar una sensación de fatiga, que no responde a la realidad.

Paso a paso, y a última hora de la tarde (por fin una jornada larga), llegamos a Dingboche.

Al pie de unos impresionantes seismiles, se trata de un pequeño pueblo agrícola en medio de un ancho valle glaciar parcelado de murallas de piedra que albergan las tierras de labor. En éstas se advierten, a menudo, gran número de montones de tierra que llaman nuestra atención. Más tarde sabremos que bajo los mismos se entierran las patatas durante meses. Envueltas en trapos y gracias al frío, la oscuridad y la sequedad ambiental, aguantan en esas condiciones mucho tiempo sin sufrir deterioro alguno. Y podemos dar fe de que son de inmejorable apariencia y de exquisito sabor.

Apenas si hay tiempo para preparar las cosas, tomar un té, cenar en la penumbra e irse a dormir. El cielo está plagado de estrellas. Se advierte a simple vista la vía láctea, pero el frío apenas permite deleitarse unos minutos con el espectáculo.

Dingboche

Este es el segundo día dedicado a la aclimatación. Así pues, no hay mucha prisa. No obstante, nos levantamos al amanecer, el sol aún no caliente el valle que está todo blanco por la helada. Según nos levantamos Phura nos hace cambiar de refugio sin saber muy bien cuál ha sido el motivo de esa decisión. El cambio es mínimo y, en cierta medida, a peor; sólo tenemos que cruzar el camino y allá está el nuevo refugio donde desayunaremos acompañados de un gran número de gente.

Luego, se impone un paseo para aclimatar. Subimos hasta un pequeño promontorio que permite ver el valle desde arriba y desde donde se ve de nuevo el Everest, amén del Island Peak y también el Makalu. Un poco más allá nos asomamos al valle vecino de unas dimensiones extraordinarias en el que se yergue Periche. Al fondo del valle se adivina el paso por el que deberemos pasar en dirección a Gokyo, el Chola - La.

Nos volvemos al pueblo donde el mayor entretenimiento será tomar el tibio sol en el porche del refugio dando cuenta de un lemon-te. De nuevo nos espera una tediosa jornada de espera. Se impone una larga siesta, pero aun así, la tarde se hace insufriblemente larga lo que nos echa al camino de nuevo: iniciamos una pequeña ascensión ladera arriba con el fin de entretenernos y de que nos sirva de aclimatación. Desde arriba se divisa todo el valle compartimentado en pequeñas parcelas de labor. Bajamos y pese al paseo, aún nos sobran horas. Más vueltas: esta vez caminando por el fondo del valle, río arriba, hasta que empieza a oscurecer.

Tras la cena nos entretiene una animada charla con Phura en nuestro mal inglés, no mucho peor que el suyo. Pero pese a ello la noche se nos va hacer demasiado larga.

Dingboche - Lobuche

El sol ya ilumina todo el valle pero el frío es mucho. Cuando emprendemos camino a cierta altura por encima del valle de Periche. Subimos de continuo en fácil andar, con una pendiente continua pero muy atenuada. El día es muy luminoso y estamos rodeados de picos nevados que se recortan contra un cielo color azulete.

Tras un par de horas llegamos al pie de la morrena del glaciar que baja desde el mismo Everest, es Duglha. Allí está ubicado un pequeño refugio en el que un considerable número de gente repone fuerzas antes de emprender la larga y empinada cuesta que salva la morrena.

Tras un reparador té al aire libre disfrutando de un sol que apenas calienta, acometemos la subida, como siempre, a un paso extremadamente lento, pero ahora casi se agradece pues los efectos de la altura, cerca de cinco mil metros, se hacen notar.

Arriba descubrimos un paraje tan peculiar como bonito. Se trata de una explanada repleta por todas partes de hitos grandes y pequeños, formados por el caprichoso amontonamiento de piedras que en precario equilibrio al parecer se levantan en recuerdo de los sherpas muertos. Curiosamente, es el único lugar en todo el recorrido en el que hay una relación, aunque sea mínima, con la muerte. En todo el camino no hemos visto ni veremos ningún cementerio ni lugar de cremación. Nada. Uno se pregunta que qué hacen con los muertos. O es que estos sherpas son eternos; resistentes son pero inmortales no creo.

Pero la jornada aún no ha acabado. Queda seguir valle arriba, paralelos al río prácticamente helado, pero en una pendiente muy leve. Así, hasta llegar a Lobuche. Este lugar apenas si son cinco casas de las cuales cuatro son refugios. Ya no hay agricultura ni nada que se le parezca; el pueblo vive exclusivamente de los montañeros.

La entrada en el gran salón del refugio nos da una sensación de calor tan acogedora como prometedora debido al techo de uralita. Pero desafortunadamente esa sensación no la volveremos a sentir más en el resto de nuestra estancia. El frío intenso será la sensación continua que nos acompañará día y noche durante casi los dos días que pasaremos allí. Descorazonador.

Tras la comida y haciendo de tripas corazón y decidimos salir a dar una pequeña vuelta; todo sea por hacer la tarde más corta. Y eso que no apetece lo más mínimo pues ya no luce el sol y el frío se ha intensificado considerablemente. Subimos trabajosamente, pues se nota la altura, hasta una pared lateral que contiene el glaciar Khumbu y desde donde, al otro lado, se divisa gran parte de éste. Es un glaciar bastante estrecho y de aspecto sucio, lleno de piedras. Nada que ver con los glaciares patagónicos, tan blancos y anchos.

Nos bajamos rápido pues el viento azota de lo lindo. El resto de la tarde nos la pasamos tiritando de frío en el enorme y desangelado salón del refugio intentando leer o conversar. En las habitaciones hace aún mucho más frío y en el curioso pasillo, bastamente empedrado que da paso a ellas, hay un termómetro que marca tres grados bajo cero. Los cristales de la habitación se hielan por fuera y por dentro, el agua que tenemos para beber por la noche, se hace cubitos, ir a las letrinas implica cierto riesgo pues su suelo está helado y cuesta mantener la estabilidad mientras se realizan las labores propias del lugar. En fin, que no apetece precisamente pasar mucho tiempo allí. Pero hay que aguantar y pasar dos noches. El único "consuelo" es que esa noche no se hará muy larga pues habrá que levantarse de madrugada: nos espera el Kala Patar.

Lobuche - Kala Patar

Son las cuatro de la mañana cuando nos levantamos. En el salón del refugio los porteadores y sherpas aún duermen tirados por cualquier parte y tapados con mantas. No hay más posibilidad que tomar un té y empezar a caminar. Hace mucho frío, luego Phura nos dirá que estábamos a quince bajo cero. La luz del frontal apenas nos permite ver nada. Se intuye un paisaje blanco por la helada y el crujir de nuestras pisadas lo confirma.

Seguimos como autómatas uno tras otro esperando que amanezca y, por fin, poco a poco, una luz plateada convierte las enormes sobras que nos flanquean en grondes masas de roca y nieve. Atravesamos un tortuoso camino que discurre entre los escarpes del glaciar hasta llegar, por fin, al último refugio antes de la cima y a un paso también del campamento base del Everest, se trata del Gorak Shep.

Entramos a reponer fuerzas y coger algo de agua caliente. El ambiente allí es extraordinario. El bullicio es grande. Hay mucha gente, que ha dormido allí. Ahora están desayunando y se palpa un ambiente de cierto nerviosismo ante la etapa final.

No queda más, hacia arriba. El refugio se halla al pie del Kala Patar y entre uno y otro se extiende una enorme planicie arenosa que hay que atravesar antes de acometer la subida final. Empezamos a un paso extraordinariamente lento, tal vez más por miedo escénico que por la propia dificultad o dureza de la subida.

Llevamos ya bastante tiempo caminando cuando Phura nos muestra en lo alto las banderas que marcan la cumbre. Eso nos anima y hasta tiene uno la tentación de acelerar el paso para acabar cuanto antes. Pero las distancias engañan y las fuerzas ya son pocas; así pues, aún queda un buen rato antes de coronar. Pero al fin todo llega. Ya estamos arriba. El entusiasmo se mezcla con la fatiga, el nerviosismo con el frío, la satisfacción con cierto mareo. Todo junto en una única sensación que, afortunadamente, tiende a desaparecer. Nos calmamos un poco y pasamos de ver a contemplar: allí está el Everest.

Aquí el Nuptse, mucho más elegante e imponente; y qué decir del Pumori que casi se puede tocar con la mano o de la imponente pala de hielo del Lingtren; allá lejos el Merhra Peak, un enano de casi seis mil metros y, cómo no, el siempre visible Amma Dablam. Y abajo un lago gris y el arranque del glaciar que se ve descender por todo lo extenso del valle del Khumbu. No se ve el campo base, que se esconde allá abajo tras un escarpe, pero sí se intuye la subida más lógica al monstruo.

En la cima donde estamos hay poco espacio y empieza a llegar bastante gente. Resulta bastante difícil revolverse y las rocas heladas dificultan las maniobras. Hacemos las fotos de rigor, incluida una con la camiseta del Metro de Madrid en honor y recuerdo de nuestro compañero Julio que se lo ha perdido y estará allá en el hospital de Katmandú.

Toca bajar pero eso no implica ninguna dificultad. Nos compadecemos de aquellos que aún suben y que, a juzgar por las dificultades de muchos, se adivina que no llegarán. El camino de vuelta se hace demasiado largo y frío. Al llegar de nuevo al inhóspito refugio, esta vez, da cierta sensación de alivio que se va pronto cuando empezamos a pensar que aún nos queda una larga tarde y una interminable noche en aquel lugar. Queda el consuelo de que mañana empezaremos a bajar y las cosas tienen que empezar a mejorar.

Lobuche - Pangboche

Hemos desistido de pasar directamente a Gokyo por el paso de Chola La; las fuerzas no son las suficientes. Bajamos pues por donde subimos. El río del valle, esta vez, está completamente helado, hace mucho frío y no veremos los primeros rayos de sol hasta llegar al "cementerio" de los sherpas. Luego, la bajada, el espledoroso día y el paisaje hace el caminar muy apacible. Especialmente cuando llegamos al fondo del valle que lleva a Periche. Se trata de un valle glaciar de unas dimensiones grandiosas, muy llano y ancho. Caminamos muy placenteramente disfrutando del entorno. Pasamos Periche y poco más tarde atravesamos al otro lado del río por un precario puente que sustituye a otro que, cómo no, se ha llevado el río en la primavera pasada.

Antes de parar a comer nos topamos con un sherpa tirado en unos matorrales del camino. Parece enfermo. Le ayudamos a caminar hasta un refugio próximo pero la actitud reticente de Phura para con él, cierto olor a alcohol y una botella vacía de whisky que porta en la parte trasera de la mochila, completan el cuadro.

La comida es un soleado cenador de un refugio que nos reconcilia con la olvidada la sensación de calor en el cuerpo. Eso y un pequeño reposo nos hacen de nuevo personas. Además, hoy también caminaremos por la tarde, lo que supone una agradable novedad. Aún tardaremos un rato en llegar a Pangboche. Ya habíamos estado en esta aldea, pero ahora se trata del barrio de arriba. Donde está el monasterio y también la escuela fundada por Hillary. No tendremos ocasión de visitar ninguna de las dos: el uno está cerrado; la otra, demasiado arriba para nuestras fuerzas.

Más que falta de fuerza, la alternativa que se nos presenta tras llegar es bastante más tentadora: aún hace un cálido sol y delante del refugio hay una espléndida antojana soleada. Nos dejamos seducir por la molicie y nos sentamos "cara al sol" a reabsorber todo el calor perdido. Sólo nos falta la cerveza, que hay, pero entendemos que sería vicio.

¡Qué sensación más placentera! Nos dedicamos por completo al ocio, o más bien a la ociosidad: contemplamos cómo los astutos cuervos se dejan caer al patio para picotear los restos de hielo que aguantan aún en la sombra; nos divertimos con un pequeño jak que se dispone a merendar o nos hacemos fotos con los sherpas y los porteadores, que si hasta ahora fueron más bien esquivos, se muestran ahora más sociables. En la cena también reina cierto optimismo pese a la oscuridad que a duras penas trata de combatir un artilugio que la dueña del refugio se empeña en encender tantas veces como éste se apaga, que son muchas.

Phura y Manab están comiendo jocosamente algo que según ellos tiene el mismo aspecto cuando entra en el cuerpo que cuando sale de él. Y efectivamente, tienen razón. Es una pasta marrón oscuro que cogen con las manos y mojan en una salsa que se adivina picantísima y engullen golosamente.

La sobremesa nos la ameniza el dueño del refugio. Un anciano sherpa que, al parecer, hacía expediciones de altura a juzgar por las fotos que cuelgan de las paredes. Pero ahora parece darse a otras aficiones a juzgar por su dificultades en el habla y por el oloroso aliento que despide cuando se abalanza sobre nosotros para hacer alguna comentario hilarante en su mal inglés. De todos modos, aunque hablase su lengua sherpa, las dificultades serían las mismas, seguramente.

Pangboche - Phortse

Hasta el frío matinal aquí se hace menos insufrible. Dos o tres grados bajo cero ya nos empieza a parecer una temperatura "civilizada". La suficiente como para disfrutar de salir al patio del refugio y hacer unas fotos con el peculiar personaje que anoche nos amenizó la velada. Ataviado con una estrafalaria cazadora y un generoso gorro, posa con una sonrisa de oreja a oreja entre nosotros.

A caminar. Bajamos por el mismo valle de subida, pero a más altura. Es muy aéreo, con vistas a todo el valle y a lo lejos el monasterio de Tyangboche que siempre tendremos a la vista. A veces, se estrecha y se vuelve vertiginoso hasta llegar a una atalayada collada que da vistas al pintoresco pueblo que es nuestro destino: Phortse. Acostado, literalmente, sobre una rampa en la falda de la montaña. Es aún muy temprano, pero ya se sabe: cuando se llega hay que comer y cumplimos con nuestra obligación. Luego, la tarde es plácida y soleada, con tiempo de sobra para pasear por el pueblo y subir al elevado Monasterio. Los problemas de salud vendrán a la noche, son lo suficientemente importantes como para cambiar nuestros planes definitivamente: bajaremos a Lukla y abandonaremos a Jose y David, que seguirán camino a Gokyo.

Phortse – Namche Bazar

La ruta que sube a Gokyo es al pricipio la misma que lleva a Namche Bazar, así que emprendemos todos juntos la marcha. Se baja una pendiente muy pronunciada que, entre una espesa arboleda, lleva hasta el río. Allí está Phortse Tanga y allí se divide el camino, luego es hora de despedirnos de nuestros compañeros. Ellos se irán con Phura y un porteador y nosotros con Manab y el otro. Nos despedimos no si cierta envidia y aunque sabemos que nos volveremos a encontrar en Katmandú, es más un “adiós” que un simple “hasta luego”.

Ahora, a nosotros nos queda una empinada cuesta hasta llegar al paso de Mong La. Subimos despacio y con la cautela añadida de que en medio del camino unos tibetanos están hostigando a un yak que no puede caminar por tener la cabeza atada a una pata y está bastante cabreado.

En el paso, un descanso y, desde ahí, todo es dejarse llevar. No volveremos a pasar por Khumjung ni por Khunde. Otro camino más cómodo y también bastante más concurrido nos llevará directos a Namché Bazar.
Vamos tranquilos, pero esta vez no es por la altura (ya hemos bajado lo suficiente), es una mezcla de falta de fuerzas y de sensación de derrota.

A nuestra espalda, a cada recodo del camino avistamos a lo lejos el Everest. Son los últimos vistazos, las últimas fotos que saben a despedida. El Amma Dablam, como siempre está ahí presente, como el guardián de nuestros pasos pero también dejará de serlo muy pronto. En una vuelta del camino aparece, allá abajo, Namché. Es como volver a la civilización, a un “buen clima”, a todas las “comodidades”, a una gratificante ducha, a una cerveza hasta entonces prohibida, a las últimas compras de material deportivo. Ya casi estamos en casa.

Namche Bazar - Pakdhin

Quedan aún dos días, pero como es terreno conocido, de buena gana lo haríamos todo de un tirón. Son muchos días los que llevamos de camino y tenemos ganas de llegar.

El camino hasta Pakdhin casi todo en bajada. La interminable cuesta que nos subía hasta Namche y que se nos hizo eterna, ahora la bajamos en un momento y disfrutándola un poco más. En un momento dado, en una especie de mirador, en el que no habíamos reparado al subir, Manab se detiene y nos muestra el Everest, allá a lo lejos, entre un claro del bosque. Esta sí: es la última vez que lo veremos.

El resto el camino apenas tiene historia. Discurre por el fondo del valle, siempre al lado del río. Disfrutamos un poco más si cabe pues ya no hay la incertidumbre de la subida, y, además, tenemos un tiempo espléndido y vamos gozando del paisaje. Como siempre, llegamos muy temprano a Pakdhin y aun así, también como siempre, comemos. Nos alojamos en el mismo refugio donde estuvimos al subir. Qué distinto se ve todo ahora.

Como luce el sol, nos sentamos afuera, al pie del camino, disfrutando del sol y del ir y venir de gente que continuamente pasa en ambas direcciones: montañeros, sherpas, ganado, chiquillos que va (o vienen, no sabemos) del colegio. Resulta muy entretenido. Cuando se oculta el sol desciende la temperatura y aunque no es lo mismo que por allá arriba, entendemos que es una buena disculpa para echarse una siesta. Luego matamos el rato con un poco de lectura. No cabe más.

A última hora, al calor de la estufa, tenemos una pequeña charla en nuestro inglés de trapo con unos británicos, padre e hijo, que “suben”, pero como resulta muy trabajoso no prospera demasiado. No vamos pronto a la cama. Estamos deseando llegar a Lukla. Allí aún tenemos que pasar una noche más pero trataremos de convencer a Manab para que nos adelante el vuelo. Un día entero en Lukla puede hacerse bastante largo. El único entretenimiento es ver aterrizar y despejar las avionetas si hace el suficiente buen tiempo para que puedan hacerlo.

Pakdhin – Lukla

Ya está. Hoy es el último día. Sólo nos resta subir hasta Lukla y eso es poco menos de tres horas. No hace falta ni siquiera madrugar. Salimos al camino cuando los niños, ataviados con elegantes uniformes, van camino de sus colegios en pequeños grupos.

Y llegamos a Lukla justo a la hora de comer. Bueno, en realidad, como siempre, legamos y comemos, sea la hora que sea. Estamos en el mismo refugio en que iniciamos el viaje, pero ahora, que luce el sol y hemos acabado tiene un aspecto bien distinto. En plena comida Manab nos viene con la buena nueva de que hay vuelo para Katmandú ese mismo día. Aún más, en ese mismo instante.

Con la comida en la boca, literalmente, cojemos nuestros bártulos y echamos a correr hacia el aeropuerto. Apenas hay tiempo para nada: le damos las medicinas a Manab como habíamos prometido y alguna cosa más y a esperar la avioneta. No tarda en llegar. Hace muy buen tiempo y van y vienen avionetas a todas horas. Hay que aprovechar. Cuando subimos a bordo, el piloto justo delante de nosotros está dando buena cuenta de una sopa que le sirve una azafata a pie de pista. Con la última cucharada, suelta el freno y allá que rueda pista abajo la avioneta. El despegue pese a nuestras reticencias es coser y cantar. Y el vuelo, con buen tiempo, una maravilla. A nuestra derecha, vemos una estupenda perspectiva de toda la cordillera del Himalaya.

Ahora ya puede estrellarse ese maldito trasto, nosotros ya hemos cumplido, aunque a medias, con nuestro objetivo. La única incertidumbre ahora es saber si, tal y como insistimos a Manab que así fuera, hay alguien esperando en el aeropuerto de Katmandú.

El nos aseguró que así sería, pero... no hay nadie perfecto.