martes, 12 de agosto de 2014

Érase una vez un pez

Erase una vez un pez. Pero no se llamaba Wanda, sino Spitz; Marc Spitz. Y era mi ídolo allá por los años setenta.
No pocos años estuvo mirándome desde el póster que tenía en la pared de mi habitación. Allí estaba mostrándome orgulloso sus siete medallas de oro conseguidas en la Olimpiada de Munich. Moreno de tez y pelo, tocado de un generoso mostacho haciendo juego; con una discreta musculatura y embutido en un minúsculo bañador con los colores de la bandera americana. ¡Era un Speedo! El mejor bañador "de competición" del que yo tuviera noticia. Y ese bañador era el afán de mis desvelos.
Huelga decir que, de todo lo que se mostraba en aquel afiche, era el bañador lo único que, aunque remotamente, podría estar alguna vez a mi alcance. Digo lo de "remotamente" porque mi santa madre (vieja conocida de este blog) no estaba ni estuvo nunca por la labor de que yo pudiera enfundar tan deseada prenda. Ella era -¿cómo lo diría?- más de tipo Meyba de toda la vida. Y hubieron de pasar muchos años para que yo pudiera atisbar aquel anhelo del bañador, aunque fuera de lejos, cuando me pude comprar un bañador de imitación, un "Turbo" pero fue  justo cuando empezaron a pasar de moda y principiaban a imperar los bañadores bermudas.
Pero por aquellos años mi obsesión era el Speedo. Pero no había manera. Así que un buen día tuve una idea feliz: buscar en el armario algún bañador de cuando era pequeño. Queda dicho que mi madre siempre tuvo en Diógenes un ídolo (cada uno tiene el suyo) y lo guardaba todo desde acabada la guerra.
Hurgué en las procelosas profundidades de aquel armario, aun a riesgo de "descolocar" lo que con tanto esmero mi madre colocaba (grave delito donde los hubiera), hasta encontrar algo que me sirviera. Y lo encontré. Allí estaba: un diminuto bañador rojo de cuando yo tendría unos cuatro o cinco años. Sólo quedaba probarlo...
¡Como un guante! ¡Ideal! Era lo que yo estaba buscando; se ajustaba de pleno a mis expectativas. Y salvo por las siete medallas (y alguna cosa más) era la viva imagen de mi ídolo.
Ardía en ganas de irme a la piscina a "reestrenar" aquel feliz hallazgo. Únicamente quedaba un escollo y no pequeño: convencer a mi madre de que me dejara hacer uso del minúsculo bañador.
Dos días. Eso fue el tiempo que tuve que emplear para vencer la pertinaz negativa de mi madre que insistía en que no me iba a dejar salir de casa con aquello "tan arratao". Pero yo podía ser muy pesado; un verdadero "roncón", en palabras maternas. Así que, a regañadientes, conseguí su placet.
Aún sin acabar de rezongar, dejé a mi madre con la palabra en la boca y me eché escaleras abajo en busca de la bici para ir a la piscina. Creo que batí mi récord personal en realizar el trayecto. Cuando llegué me fui directo al vestuario y salí a la piscina hecho un pincel.
Era la hora de más afluencia así que pude lucir mi "nuevo" bañador rojo por entre toda la muchachada. Acalorado como estaba por el vertiginoso pedaleo, me fui directo al pedestal de salida dispuesto a hacer una "salida olímpica" y marcarme unos largos con mi mejor crol. Pero ahí habría de empezar mi tragedia.

Subido al pedestal, imaginaba a todo el mundo pendiente de mí y de mi bañador. Así que, con parsimonia, y deleitándome en la suerte, hice unos despreocupados movimientos de relajación  de extremidades, me ajuste gafas y gorro, miré fijamente la superficie del agua en actitud de gran concentración y haciendo un ostentoso ademán con los brazos procedí a adoptar la postura de salida echando tronco hacia adelante y el culo hacia atrás.
Y fue justo en ese instante cuando un inesperado crujido cercenó de cuajo tan bella estampa. Al crujido le siguió cierto frescor en la parte donde la espalda pierde su digno nombre. Fueron décimas de segundo que a mí me parecieron horas. Un sudor frío recorrió mi cuerpo mientras me llevaba las manos al trasero a la par que erguía mi cuerpo como activado por un resorte.
Tras un pequeño bloqueo mental reaccioné tirándome al agua de inmediato. Lo que habría de ser una elegante zambullida devino en un torpe chapuzón que me llevó a tocar el fondo de la piscina. Allí aguanté y aguanté todo lo que pude y más. Era preferible perecer ahogado que salir a la superficie y hacer frente a vituperio del personal.
Estoy seguro de que en aquel fatídico instante batí una nueva plusmarca mundial de apnea. Por un momento mi vanidosa imaginación se abstrajo de tan bochornosa situación y me vi saliendo del agua aclamado por toda la concurrencia ante tan grande proeza. Pero el límite de mi resistencia pulmonar puso fin a la fantasía y me devolvió a la cruda realidad exterior. Asomé la cabeza con estruendo y me agarré a la corchera sin atreverme a mirar al borde de la piscina.
De soslayo fui dándome cuenta de que la gente apenas si se había percatado de mi tragedia. Fue un cierto alivio. Pero de seguido vino la gran pregunta ¿cómo voy a salir de aquí?
El camino hasta los vestuarios era lo suficientemente largo como para que el paseíllo se me hiciera eterno. ¿Correr? Imposible con aquella superficie resbaladiza. Había grave riesgo de resbalón y caída lo que multiplicaría mi vergonzosa y desesperada situación. ¿Robar una toalla? Peligroso. Si era sorprendido "in fraganti" al bochorno habría que añadir una grave recriminación popular.
Muchas fueron las ideas que asaltaron mi cabeza en una sucesión frenética. Pero ninguna válida. Así que permanecí allí agarrado a la corchera tratando de aparentar que nada ocurría. Haciendo lo posible por parecer que estaba disfrutando de agradable baño.
Al cabo de un cuarto de hora el frío empezó a hacer mella en mis carnes así que decidí nadar. Instintivamente recurrí al crol pero de inmediato reparé en que ese estilo dejaba bien a la vista la humillante abertura de mi bañador así que en un ágil giro cambié al estilo de espalda. No era precisamente yo un consumado estilista de aquella especialidad pero a la fuerza ahorcan.
Un largo, dos, cuatro... diez. Ya no podía más. El cansancio hacía que con cada bocanada tragara medio litro de agua. Así que me detenía, me agarraba desesperadamente a la corchera y, recuperado el resuello, hacía un rápido recuento de la gente que aún quedaba en los aledaños de la piscina.
No sé cuánto tiempo pasó. Estaba aterido de frío. Mis dedos estaban blancos y arrugados como garbanzos. Mis ojos me resquemaban por el cloro y los imaginaba rojos como si hubiese llorado toda la mañana. Empezaban los calambres. La situación se hacía insostenible y para más inri, el salvamento había apreciado algo raro en mi comportamiento y no me quitaba ojo de encima. Salir de la piscina se había convertido en una misión imposible.
Pero si no quería perecer de hipotermia tenía que alcanzar el vestuario como fuese. Así que hice de tripas corazón, nadé como puede hasta la escalera más próxima a la salida subí la escalerilla de un salto y a toda prisa, pero sin correr, caminé hasta la puerta. Las manos atrás lo más disimuladamente posible y los ojos al frente sin osar mirar a otra cosa que no fuera el letrero que anunciaba el vestuario. Cruel experiencia la de aquel paseíllo, fueron los minutos más largos e ingratos que había vivido hasta entonces.
De vuelta a casa, me metí en mi habitación sin dar ningún tipo de explicación. Nada más entrar allí estaba él. Mark me miraba como siempre, sin embargo quise entrever una leve pero sarcástica sonrisa en la que no había reparado hasta entonces. Me tumbé en la cama boca abajo pero sentía la acusadora mirada de mi ídolo en mi espalda. Así que salté de la cama y arranqué con rabia el póster y como pude me aguanté las lágrimas de vergüenza y rabia.
Pero no había finalizado aún mi martirio. Como era mi costumbre había abandonado la bolsa de deporte con toda mi húmeda impedimenta a la puerta de casa. Y como siempre rápidamente mi madre se había hecho cargo de todo refunfuñando. Así que no pasó mucho tiempo hasta que se abrió la puerta de mi cuarto y allí estaba la figura de mi madre con el bañador roto en la mano y una mirada acusadora. Me miró como sólo ella sabía hacerlo, miró luego la pared sin Spitz y, sin más, se giró y me espetó una de sus categóricas sentencias: "¡¡Estúvote al pelo!!"
La consecuencia directa fue que me pasé el resto del verano sin ir a la piscina. ¡Qué digo sin ir! Sin ni tan siquiera acercarme por allí. Tenía la esperanza poder volver al año siguiente cuando se hubiesen olvidado de mi cara y, claro está, ¡de mi culo!