lunes, 25 de marzo de 2024

 Las razones del Camino

Muchas veces me planteé hacer el Camino de Santiago. Casi tantas como veces la gente me preguntaba por qué no lo hacía. Esa gente asume como lógico que, como me gusta caminar, debería gustarme la sacrosanta experiencia del Camino. Quien dijo caminar, dijo Camino. De cajón.

Es el de Santiago el camino por antonomasia. Esta experiencia cuasi-mística no sólo atrae a los caminantes y andariegos. Es más, diría que el verdadero caminante mira reticente esa posibilidad.

Son varias las razones que se arguyen como justificativas para empezar a andar ese trayecto, bien por partes o del tirón.

En mi opinión, por lo que tengo oído, la principal son las crisis personales. Cuando alguien entra en crisis se convence de que la ruta Jacobea le va a devolver el equilibrio emocional.

Que la juventud desbarata las neuronas o solivianta las hormonas, a caminar. Que los "temidos cuarenta" ponen patas arriba tu estabilidad emocional, a patear. Que uno se jubila y no sabe qué hacer con su vida, andar es la solución. Que la depresión te nubla la vista y oscurece tu mundo, a Santiago.

Un apartado especial entre los anteriores son los que se sienten atenazados por la crisis personal derivada de un divorcio o bien por los que creen que pueden evitarlo a base de ampollas en los pies. No hay estudios al respecto pero estoy convencido de que hay un notable porcentaje de recién divorciados que puebla la nutrida prole de los peregrinos.

Pero no hay que olvidar que, al menos en teoría, el Camino de Santiago está ahíto de una buena ración de sentimientos místico-religiosos. Hollar por donde holló el Apóstol confiere al simple hecho de andar de una carga espiritual que conmina a las almas más puras y celestiales a lanzarse a emular al Santo.

Al parecer, sienten los creyentes la presencia de Santiago a su lado en todo momento. Caminando con ellos, comiendo con ellos, durmiendo con ellos... Tal cual si fuera un compañero más en el viaje, un amigo. Vamos que es como el “tío Santi” que todo lo arregla.

Muy próximos a estos fieles, están los místicos puros. Desnudos de cualquier ideología religiosa sienten en su interior una misteriosa llamada ancestral, atávica, mágica... que los hace caminar siempre hacia el Oeste hasta que la mar les pone freno. Y aun cuando fueran expertos nadadores en aguas abiertas detienen su marcha en Finisterre haciéndole, de paso (nunca mejor dicho), un feo al Apóstol a quien dejan de lado y apenas miran de soslayo mientras continúan su marcha un poco más allá: al fin del mundo. ¡Nada menos! Eso sí, bajo la escéptica mirada de los visitantes de Ushuaia.

Pero, de todas las motivaciones que echan al peregrino a recorrer tan populosa ruta, a mí, la que más me llama la atención es la de aquellos que están convencidos de que haciéndolo "se van a encontrar consigo mismos".

No son pocos los que, postrados al pie del Santo (agachando la cabeza para que no les desnuque el botafumeiro) sueltan una lágrima y aseguran que, por fin, se han encontrado consigo mismo. Entornan los ojos transidos de una emoción que los hace realmente envidiables. Son hombres (o mujeres) nuevos tras la revelación casi divina de haberse visto a sí mismos cara a cara. Así, tal cual, como si en su vida hubieran visto un espejo.

Pues bien, cuando me planteo (o me plantean) la posibilidad de hacer la Ruta Jacobea hago un sosegado ejercicio de introspección y repaso una por una las distintas motivaciones que podrían justificar el esfuerzo y nunca encuentro encaje en ninguna de ellas.

Yo no estoy en crisis. O sí. De hecho, creo que mi vida es una sucesión continua de crisis y más crisis de toda índole. No obstante, la juventud queda muy atrás y tengo desgastadas las neuronas y las hormonas están de capa caída. Otro tanto con los "cuarenta"; es más yo la crisis de los cuarenta la tuve a los dieciocho. Y es que siempre pequé de adelantarme a los acontecimientos.

La jubilación aún está por llegar y son tantas las cosas que tengo pendientes, tantas las ocupaciones que fui posponiendo y aplazando para ese momento, que no hay lugar al "jubileo" en mi jubilación.

En cuanto a la depresión, mejor no entrar en detalles. Baste decir que lo que menos me apetece cuando estoy "depre" es ponerme a caminar.

De todos modos, si fuera una crisis el desencadenante que arrancara mis pasos hacia Santiago, debo decir que no sólo tendría que hacer el Camino una vez, sino muchas. Creo que estaría adelante y atrás tan de continuo que llegaría a hacer un surco. Estoy convencido de que entraría en bucle, que es casi lo mismo que decir que entraría en crisis. Así que el Camino no puede ser la solución de ninguna manera. Al contrario, se convertiría en un problema, en una nueva crisis y vuelta a empezar. Así que no.

En cuanto al divorcio, no entra en mi planes, de momento. Soy un hombre felizmente casado y, sobre todo, muy marido muy cumplido y obediente. De hecho, creo que ahí radica el éxito de mi matrimonio: si mi mujer no me dice que me divorcie, no lo pienso hacer. Y yo no me atrevería a divorciarme sin permiso de mi mujer.

Otra cosa sería si se diera el caso de que ella me ordenara hacer el Camino de Santiago... entonces sí. Lo haría. Pero por obediencia; no por motivación.

La motivación religiosa me pilla muy a desmano. Nunca quiso la Providencia iluminarme con el Don de la Fe y mostrarme el camino (nunca mejor dicho). Antes al contrario: tengo cierta alergia a la mística religiosa. Cada vez que pienso que en el Camino voy a toparme a cada paso con un montón de meapilas (con perdón) que, sentados en torno a una guitarra, entonen canciones parroquiales, siento que me reverberan las meninges. "Tantu cura, tantu fraile, tantu cenobita, tantu sacristán..." decía una canción, seguro que basada en el Camino.

Soy manifiestamente reluctante a los curas sin sotana y a las monjas ye-yé; detesto a los santurrones especialmente cuando se apodera de ellos el saltarín espíritu del "boyescáu". Quita, quita.

Algo parecido siento por los místicos, los iluminados, los poseídos por una energía cósmica o terrenal. Me repelen los que tienen la palabra "magia" a flor de boca. Todos ellos con su pequeño (o gran) rasgo excéntrico: el que no abraza árboles, adora a la luna; el que no es vegano, practica yoga; el que no sigue el tarot, apela al horóscopo como guía de vida. El que no se comunica con los extraterrestres coleguea con duendes y orcos. O lo que es peor, todo a la vez. Son personajes que no me inspiran demasiada confianza ni me incitan a la comunicación o al diálogo. Abomino.

Sin embargo, debo reconocer que el atractivo que supone llegar a "conocerse a uno mismo" es algo que despierta mi curiosidad. Veo tan satisfechos a los que dicen haber alcanzado esa quimera, consista en lo que consista, que me hace dudar. ¿Será esa motivación suficiente y necesaria para adentrarse en el proceloso mundo en el que habita la poco atractiva fauna del Camino de Santiago?

Pues bien, con el fin de resolver esta duda y tomar una decisión definitiva sobre la conveniencia de ganarme el jubileo, puse en marcha una iniciativa un tan curiosa como efectiva.

De un tiempo a esta parte, cuando mis ocupaciones me lo permiten, me acerco hasta la plaza de la Catedral. Abundan allí los peregrinos enfrascados todos en desempeñar lo mejor posible su rol. Son fáciles de localizar: todos tienen, más o menos, el mismo aspecto.

Aunque no llevaran visible la consabida concha que porta todo peregrino que se precie, el resto de la indumentaria los delata a la legua. Y es que, si uno es peregrino, debe sentirse en la obligación de ir gritándolo a los cuatro vientos. Orgullosos como están de su condición se dan a conocer de una manera manifiesta. No se conoce aún la figura del peregrino de incógnito.

Una vez localizado el peregrino, me acerco y le hago una pregunta absolutamente retórica pues la respuesta va implícita: "Perdone, ¿está usted haciendo el Camino?".

No hay que especificar "qué camino". Como si sólo hubiera uno en este mundo. Doy por obvio que, filosóficamente hablando, uno puede considerar que todos los caminos son el mismo y ese siempre acaba en Roma.

Como digo, la respuesta se da por supuesta. La afirmación va acompañada de una sonrisa satisfecha y orgullosa, rayana la inmodestia.

Lo que sigue, en cambio, los deja un poco descolocados. Les pregunto si me conocen de algo. Obviamente, no. Insisto y les inquiero sobre si me han visto antes; a lo largo del camino andado. Tampoco. La confusión llega a máximos cuando, sin más, les doy las gracias por su colaboración y, sin más explicación por mi parte, me separo de ellos buscando un nuevo peregrino, sintiéndome observado por los recién interpelados.

Así, lo repito con unos cuantos. Y este proceder, como digo, en varias jornadas.

Pues bien, todas mis consultas, hasta el momento, han tenido el mismo resultado: Nadie me conoce y, lo que es más importante, nadie me ha visto a lo largo del camino.

De todo ello estoy a punto de concluir que, si nadie me ha visto en el camino, es que no estoy en él.

Por tanto, si no estoy es imposible que, si yo hiciera el camino, me vaya a encontrar conmigo mismo.

Es decir, la única motivación por la que iniciaría tan larga y ardua tarea que sería hacerlo para encontrarme a mí mismo, es algo imposible. En definitiva, no merece la pena el esfuerzo. Si quiero alcanzar tan alta quimera deberá buscar en otra parte. ¡Será por caminos...!