jueves, 28 de abril de 2016

El Clan del Machacador

A horcajadas sobre aquel muro y con aquellas dos fieras lanzándome dentelladas que a duras penas podía esquivar, fue cuando empecé a replantearme mi idea de hurgar en mi árbol genealógico.
En circunstancia tan aciaga y a la espera de que alguien oyese mis demandas de auxilio, maldije una y otra vez el día en que se me ocurrió la peregrina idea de buscar por toda Asturias una posible parentela siguiendo el rastro de las andanzas de mi abuelo Pedro.
En efecto, había iniciado yo meses atrás una indagación que llevaba años proyectando. Y todo por satisfacer una curiosidad avivada en mis adentros por los comentarios familiares sobre una eventual progenie secreta que mi abuelo habría dejado esparcida por distintos puntos de la geografía asturiana.
Mi abuelo era "machacador". Quiero decir que manejaba una machacadora. Hablando con propiedad: una apisonadora. Esto es, por aquella época, una enorme máquina de vapor con la que se apisonaba el firme de las carreteras a las que luego se echaba un riego asfáltico.
Para precisar aún más diré que mi ancestro era funcionario de obras públicas de la extinta Diputación de Oviedo (léase, Asturias), con el cargo de oficial maquinista de maquinaria pesada. Y su trabajo consistía en alquitranar distintas carreteras repartidas por toda la provincia.
Pero en el ámbito familiar siempre nos referíamos a mi abuelo como Pedro, el de la machacadora, o simplemente el "machacador". Pero, al parecer, era tal su dedicación a aquel singular oficio que lo ejercía incluso fuera de su horario laboral. Esto es, "machacaba" también en sus ratos libres. Es por ello que, según fui creciendo y adquiriendo más consciencia del mundo que me rodeaba, empecé a notar un cierto retintín cuando se referían a él de esa manera.
Más tarde, fueron haciéndome partícipe a mí también, entre cuchicheos y murmullos, de lo que era un vergonzante secreto a voces dentro de mi numerosa familia: mi abuelo era un mujeriego de tomo y lomo, y al parecer con bastante éxito. Característica esta que bien me hubiese gustado heredar a mí, pero no. Heredé otra, de la que luego hablaré, que no me dio ninguna satisfacción, antes al contrario.
Pues bien, como quiera que, por cuestiones laborales, debía desplazarse a lugares bastante alejados de su hogar, se veía en la necesidad de pernoctar fuera de casa a lo largo de la semana. Ante la imposibilidad, en aquella época, de encontrar alojamientos hoteleros dignos de tal nombre, solía encontrar acomodo en casas particulares donde, tras un precio pactado, gozaba de la hospitalidad de la familia de turno.
Al parecer, gracias su atractivo personal, la hospitalidad de la que era objeto, a menudo era de amplio espectro, es decir, que era frecuente que durante su estancia alcanzara el estatus de miembro de la familia de pleno derecho lo que le confería permiso para meterse en la cama con alguna de las mujeres de la casa y gozar de una sobremesa (más bien, sobrecama) bastante gratificante y provechosa.
Así las cosas, si tenemos en cuenta que el acondicionamiento de las carreteras avanza camino alante con el tiempo, él iba cambiando de alojamiento según avanzaba la obra. De manera que iba esparciendo sus genes, de manera totalmente altruista, a lo largo de toda la carretera. Al igual que los marinos tienen una novia en cada puerto, mi abuelo tenía amantes ocasionales en cada uno sus lugares de pernocta; amantes a las que, en no pocas ocasiones, dejaba, como regalo de despedida, una incipiente preñez.
Los fines de semana volvía a su casa pero no por ello olvidaba su esmerada dedicación a su labor. Fruto de esa dedicación, también en casa dejó constancia de su fertilidad en forma de doce hermosos hijos (e hijas), una de las cuales, a la postre, dio en ser mi madre.
No era infrecuente que, en las reuniones familiares, cuando el alcohol desataba las lenguas, se comentara, más o menos jocosamente, que la estirpe de nuestra familia debía estar esparcida por toda Asturias. Y siempre había alguien que proponía la peregrina idea de localizar a todos los hijos secretos de mi abuelo y reunirlos en una convención mundial de hijos del "machacador". Mi imaginación se desataba entonces y me parecía ver ya una enorme pancarta anunciando el fastuoso evento: "I Convención Mundial del Clan del Machacador".
Pues bien, decidí ser yo quien diera un paso adelante y me fijé un objetivo: encontrar a mis ignotos parientes; carne de mi carne; a la postre, ¡mi familia!
Para ello tracé un plan y una metodología adecuada para su ejecución. Sabía durante qué años mi abuelo había ejercido su profesión, así que bastaba recurrir a los archivos de la antigua Diputación y determinar qué carreteras habían sido objeto de alquitranado durante aquel período. Esto delimitaría el ámbito de actuación y centraría la búsqueda.
Mayor problema planteaba, sin embargo, el trabajo de campo. ¿Cómo identificar sobre el terreno a los posibles candidatos a ser miembros del clan familiar? Pues bien, se me ocurrió que precisamente otra peculiar característica de mi abuelo, esta de carácter fisonómico, y que habíamos heredado casi todos sus descendientes (y en esta sí que me incluyo) serviría de indicio. Esta característica física no era otra que la de un remolino de pelo en la nuca que me planteó (y plantea) no pocos problemas a la hora de ir a la barbería. Pero esa es otra historia que contaré en otra ocasión.
Obviamente, la población objeto de estudio se movía en una determinada horquilla de edad lo cual también contribuía a reducir considerablemente la búsqueda de los individuos.
Eso era todo lo que tenía, un ámbito geográfico de estudio y un procedimiento para identificar a los candidatos. Bastaba pues, caminar a lo largo de una determinada carretera, entrar en las casas aledañas y preguntar, lo más amablemente posible, si podrían darse la vuelta y enseñarme su nuca. Tal vez, suene un poco descabellado, pero mi determinación era tal que me pareció suficiente como punto de partida para principiar tan audaz tarea. Todo ello en pro del reunir al "Clan del Machacador".
Empecé mi estudio por una carretera que iba de Pravia a Salas, pasando por Malleza. Y debo decir que advertí, con sorpresa, que la gente era más amable de lo uno se cree pues a la petición de: "¿Sería usted tan amable de mostrarme su nuca". La mayoría de las personas, aunque un poco extrañadas, colaboraban sin mayores reparos.
Bien es verdad que, generalmente, solía darles una explicación que venciera posibles reticencias. Por supuesto que no era la razón verdadera, utilizaba lo que, metodológicamente se da en llamar una "máscara". Así, les contaba que estaba realizando un estudio patrocinado por la Universidad de Oviedo y desarrollado por el Departamento de Genética Capilar de la Facultad de Biología, consistente en determinar si había una correlación significativa entre la morfología del bello del pestorejo y la estructura fenotípica atribuida a la población autóctona asturiana considerada como paradigma. Estudios más peregrinos se han visto, la verdad.
Una buena apariencia merced a un traje oscuro; una carpeta y un bolígrafo en la mano y cierto aplomo y circunspección al pronunciar terminología aparentemente científica obran milagros. Así que, aunque los resultados no fueron, en principio, prometedores no me desanimé.
Sin embargo, la cosa se torció: empecé a tener experiencias desagradables. Como el estudio debía hacerlo en mis ratos libres pasaba cierto tiempo entre las tandas de entrevistas, así que imagino que debió correrse la voz de que andaba por la zona un personaje raro haciendo preguntas extrañas y mi suerte cambió.
Antes de que encontrara a algún posible pariente me vi envuelto en situaciones un tanto embarazosas. Y al final, allí terminé subido en aquella tapia con dos enormes perrazos comiéndome uno un zapato y el otro la carpeta, mientras, oculta tras los visillos de una ventana, veía a la dueña de la casa esperar acontecimientos que yo imaginaba bastante trágicos.
Aquella noche cuando, maltrecho, llegué por fin a casa tomé la decisión de abandonar. Tras mucho cavilar concluí que, tal vez, mi abuelo "El Machacador", desde su tumba había ejercido una malévola influencia para que sus "clandestinas andanzas" no salieran a la luz. Incluso, aquella misma noche, soñé que me gritaba desde su machacadora y su voz se perdía entre el estruendo de aquella mastodóntica máquina infernal, pero, a duras penas, logré entender que me decía: "Lo que pasa en la carretera, se queda en la carretera".
Así sea, pues.