miércoles, 31 de marzo de 2010

Placebo

Que el efecto placebo es un factor determinante en cualquier tipo de terapia, parece una cuestión de sobra contrastada empíricamente. Pero que la soberbia de la Medicina instalada en un arrogante estatus científico ha menospreciado e infrautilizado este recurso terapéutico, como lo hace en general con el aspecto psicosomático de las dolencias, es también un hecho más que evidente.
Es una lástima que los galenos no se aprovechen de un recurso que da tan buenos resultados en muchas personas. No en todas, claro está, pues hay algunas que los placebos parecen traerles al pairo. Pero a ese tipo de persona no solo un placebo, sino cualquier medicina por muy contrastados que estén sus efectos les va reportar beneficio alguno. Y, es que, como en el caso de los placebos, pero en este caso a la inversa, lo que cuenta es la predeterminación con que el paciente afronte un tratamiento. Si un paciente está convencido de que el tratamiento que se le prescribe no le va surtir ningún efecto, así será. O bien, de causarlo, él negará una y otra vez que la mejoría tenga, de algún modo, que ver con lo que se ha prescrito.
Sensu contrario, yo he conocido a personas que se les ha dicho que comer rabos de pasas eran buenos para la memoria que tras engullir unas pocas unidades se han acordado del día en que nacieron.
También he contemplado con estos ojos, que se ha de comer la tierra, cómo cierto compañero de juergas, allá por la turbulenta juventud, entraba en un estado cuasi onírico (vulgo: colocón) tras haberse fumado una china ¡de Avecrem! Efectivamente, bastó envolver un trozo de ese producto en un papel de aluminio, sacarlo del bolsillo con cierto misterio, liar a escondidas el canuto y ofrecérselo furtivamente para que el muy ingenuo alcanzase un buen colocón e incluso se permitiera el alarde de alabar la calidad del material.
Pero el caso más sorprendente de la fuerza de la sugestión, es decir, del efecto placebo en definitiva, tuve noticia de él hace unos cuantos años.
Por aquel entonces, la empresa Hunosa tenía repartidos por diferentes pueblos de Asturias una serie de economatos para sus trabajadores. Como quiera que se trataba de establecimientos ubicados en núcleos rurales y que por aquellos días no todo el mundo contaba con un utilitario, muchas de las mujeres que acudían a la compra lo hacían a lomos de su burro. Amarraban el jumento a la puerta del economato y volvían a sus casas con su voluminosa compra semanal acomodada debidamente en las alforjas.
Una de estas clientas de un economato en concreto tenía merecida fama de ser buena sanadora de muchos males a base de yerbas y ungüentos. Su avanzada edad, su mucha experiencia y algo de tradición familiar le había permitido adentrarse en mundo de la medicina natural o cuanto menos de la fitoterapia.
Uno de dependientes de ese economato sufría por aquel entonces ciertos males que el pudor y el decoro debidos me impiden explicitar sin herir ciertas susceptibilidades. Harto de tanta sufrida y callada agonía y conocedor como era de los portentos de la buena señora, decidióse a darle cuenta de sus intimidades en busca de un rápido consuelo.
Tras responder a una serie de preguntas un tanto embarazosas que ella escuchaba como si tal cosa, tuvo de seguido la anhelada respuesta: “Eso quítotelo yo en un santiamén”
Le emplazó a la semana siguiente en que le traería el remedio a todos sus males en forma de unos hierbajos que le diría cómo preparar.
Esperó inquieto ese día y se le iluminó la cara cuando vio entrar a la vieja con un paquetito bajo el brazo. Le dio una serie de instrucciones de cómo hacer la preparación y cuándo y cuánto debería tomar.
El hombre se deshizo en agradecimientos y estoy por decir que desde ese momento ya empezó a sentir cierto alivio en sus desagradables síntomas.
Los compañeros del paciente muy amigos de la chanza, con la debida distancia no perdieron detalle de lo allí tratado. Así, y sin ponerse tan siquiera de acuerdo, cuando su compañero se dio la vuelta les faltó tiempo para hacerse con el paquete. Salieron al patio de entrada, donde se ataban los burros, y fueron recogiendo excrementos de éstos en cantidad suficiente como para abultar lo mismo que los hierbajos de la vieja. Dieron el conveniente cambiazo y devolvieron el paquete al lugar donde lo había dejado su compañero.
Llegado el momento de salir del trabajo, todos se despidieron como siempre. Tan solo una extraña sonrisa abundaba en el rostro de algunos de sus compañeros, pero el doliente apenas si reparó en ello.
No bien llegó a su casa donde convivía con su madre, le dijo a ésta:
-Vete faciéndome un fervidillo con estes hierbes que aquí te dejo… mientres voy duchame. Tengo que tomales enantes de cenar.
La madre se dispuso a la labor y cuando abrió el paquete reparó en que las tales hierbas no eran otra cosa de cagadas de burro. Sin entender muy bien qué era aquel asunto, llegóse a la puerta del baño y desde fuera, a gritos hizo saber al duchante, su desacuerdo con hacer semejante fervidillo.
Su hijo, malhumorado replicó impaciente:
-Tú fai lo que te digo… Que a mí dixéronme que yera muy bueno pa lo mío. Asina que ya sabes… Lo que yo te diga…
No atendió el hijo a más razones por más que porfió su madre. Así que no le quedó más remedio que acatar la voluntad de su descerebrado hijo.
Cuando salió de la ducha y antes de cenar, como tenía prescrito por la vieja, dio buena cuenta de un buen tazón del preparado pese a que su olor no era precisamente el de la hierbabuena. Solo dijo:

-Podíes habe-y echao un pocu más de azúcar…

La madre calló pero pensó para sus adentros: “Esti fíu míu está como un cencerru”
Pues bien, sepan ustedes que aquella misma noche remitieron todos sus síntomas y pudo, por primera vez en meses, conciliar un reparador sueño que le devolvió a la vida.
He aquí un ejemplo más de la poderosa arma terapéutica que supone el placebo, pues de qué otra forma podría explicarse la milagrosa curación del dependiente.
Efectivamente, siempre podrán decir los descreídos que los excrementos de burro tienen desconocidas propiedades terapéuticas pero eso aún está por investigar. Y me temo que seguirá así unos cuantos años.

lunes, 29 de marzo de 2010

Terapia blanca

Harto de arrastrar un humor melancólico durante algún tiempo decidí poner fin a la situación de una vez por todas. Bueno, seré sincero y diré que más que de melancolía debería hablar de una depresión de órdago, y más que de “algún tiempo” debería reconocer que estos últimos cuarenta años han sido nefastos. Y es que, parafraseando a Miguel Mihura, hay décadas que uno no está para nada.
Efectivamente, son cerca de cuarenta años intentando conseguir sacudirme de encima esta tediosa depresión que me devora el ánimo. Siempre con la vaga ilusión de que algún día todo empezase a cambiar y me convirtiese en un hombre moderadamente feliz, de esos que salen en las pelis. Pero, la verdad, esto no ponía trazas.
Así, pues, decidí ponerme en manos de un profesional que me echara una mano en algo que yo, al parecer, no soy capaz de solucionar por mí mismo.
Dudé, y mucho, sobre el tipo de profesional que me convenía. Es decir, debía recurrir a la versión clásica de los “aliviapenas” o decantarme por la versión más moderna.
Me explico: la versión clásica, la de toda la vida, sería aquella de la que han echado mano todos cuando sentían aflicción en el alma desde que el mundo es mundo: el confesor. Esta opción tenía a su favor el acreditar excelentes resultados a lo largo de la historia y tener un jefe todopoderoso del que echar mano si las cosas no iban bien.
Pero la verdad, he de reconocer que, como hombre de mi tiempo, comprometido con la modernidad y todo eso, no me siento excesivamente cercano a la Iglesia. Así las cosas, opté por una versión más actual: el psicólogo.
¿Qué es, al fin, un psicólogo más que un cura sin sotana? La función, la misma; las técnicas, similares. Tan sólo discrepan, y no tanto, en sus prescripciones: mientras el primero “receta” varios padrenuestros y múltiples avemarías y preconiza el arrepentimiento; el segundo, pone a disposición del afligido todo una batería de terapias envueltas en una verborrea incomprensible plagada de tecnicismos (lo que equivaldría a los latinajos del sacerdote) hasta conseguir la “modificación de la conducta” antes denominada por el clero “propósito de la enmienda”.
Las terapias de estos nuevos confesores son ahora cada día más absurdas y sorprendentes. Porque cuanto más audaz y peregrina sea la recomendación tanto más importantes se sienten y tanto más “científicos” se creen. Tratan, de esta forma, de quitarse de encima la maldita y desprestigiosa etiqueta de “filósofos del sentido común”.
Hay que decir que alguno va más allá en su intento de alcanzar el máximo estatus científico representado, a su manera de ver, por un galeno y no se sustrae a expender recetas de las de “verdad” y extienden una papela prescribiendo tisanas, fervidillos y demás remedios escritos, eso sí, con la letra más incomprensible posible para poner aún más énfasis en su afán emulador.

Así pues, tenía que optar por encontrar un consejo de conducta dentro de los cánones del sentido común pero a cambio de vender mi vida y mi alma a la Iglesia, es decir a Dios; o por el contrario, exponerme a la heterodoxia más peregrina y alejada del sentido común y acercarme a las fuentes del saber universal y científico que brota del fácil verbo de los psicólogos. La elección resultó fácil. Lo cierto es que resulta prometedor ponerse en manos de una persona que, a priori, lo sabe todo de la vida: lo que es bueno, lo que es malo, lo que nos conviene y lo que no. Una persona conocedora del mundo arcano, que está próximo a lo divino y lo humano; que dicta sin ambages las recetas del bienestar cuando no de la felicidad más absoluta. Quién puede sustraerse a encomendar su vida, su alma y todo su ser a alguien tocado de semejantes atributos que le harían merecedor de un escaño en el monte Olimpo donde codearse con sus iguales.
En fin, que esa fue mi decisión y de seguido me encaminé a un prestigioso psicólogo en busca de una mano amiga que me reflotara de mi personal naufragio.
Efectivamente, se cumplieron todas mis expectativas. No bien le hube contado someramente mis cuitas, que él que había escuchado muy atentamente subrayando con algún monosílabo partes de mi discurso (“efecto greenspoon” lo llaman), ya tuvo absolutamente claro cuál era mi problema. Y de inmediato dio paso a marcar las directrices generales de lo que habría de ser su intervención terapéutica.
Como digo, mis expectativas se vieron satisfechas por completo en lo que se refiere a lo peregrino de la terapia.
Empezó por preguntarme si me gustaba el fútbol. Un poco extrañado y confundido le participé que no era precisamente devoto del balompié. El torció el gesto por primera vez y me adelantó que eso tenía que cambiar.
Insistió en el tema y me espetó de repente que “¿cuál era mi equipo favorito”? Más confuso aún le dije que, pese a no ser muy aficionado, como le había comentado, de ser forofo me sentía en la obligación de serlo del equipo de mi pueblo. ¡Qué menos!
De nuevo torció el gesto y anotó algo en su libreta a la par que decía un: “bien, bien, bien...” que sonaba como un rotuno “mal, mal, mal”.
La primera entrevista no dio para más. Salí intrigado y preguntándome qué tendrían que ver mis males con el fútbol. Y debo confesar que, de camino a casa, me fui fijando en todos los televisores que desde la calle pude ver, mirando con inusitado interés los partidos de fútbol que estaban poniendo en ese momento. ¿Qué tendría que ver aquello con mi estado de ánimo?, me repetía.
Tras una semana dándole vueltas al tema volví al “terapeuta cognitivo-conductual”, que así rezaba en la placa de su puerta.
Sin darme apenas tiempo a sentarme, ya me estaba contando su peculiar estrategia para hacerme un hombre completamente feliz. De ahora en adelante, tendría que ver como mínimo un partido de fútbol al día. Tendría que comprar todos los días un periódico deportivo, especialmente uno que, al parecer, era muy proclive a los intereses del Real Madrid. Y, por supuesto, tendría que hacer lo posible por hacerme un “madridista” recalcitrante.
La explicación era tan simple como convincente. Gustándole a uno el fútbol es más fácil encontrar la felicidad y despachar la depresión. Más que si a uno le gusta el hockey sobre patines, me dijo. Este puede ser un deporte muy bonito, pero resulta muy difícil asistir, y por tanto disfrutar, de sus partidos. En cambio, en el caso del fútbol, la oferta diaria es realmente numerosa. Revistas de hockey no hay en el mercado, en cambio la oferta en fútbol también es bastante copiosa. Encontrar gente afín con la que poder compartir la afición al hockey, es bastante poco probable. En cambio, de fútbol entiende todo el mundo y hay personas con las que no cabe hablar de otra cosa.
De esta guisa, uno puede tener la mente ocupada en algo que le gusta gran parte del día, todos los días de la semana, todas las semanas del mes; es posible establecer relaciones sociales en cualquier momento y en cualquier parte. Todo esto evita el aislamiento, le aleja a uno de la paranoia y le permite experimentar la satisfacción de poder saciarse de algo que le gusta de una forma que con cualquier otra cosa sería impensable.

¿Y lo del Madrid? Pregunté, un poco apabullado. Muy fácil: Resulta más fácil ser feliz siendo del Madrid que no siéndolo. Y me puso un ejemplo: Tras un domingo tedioso en compañía de los suegros o cualquier plasta de amigo (que no habla de fútbol) y ante la perspectiva de un horrendo lunes, si al final del día “nuestro equipo” pierde, el sentimiento que nos queda es de auténtica derrota que nos acerca peligrosamente a la depresión.
En cambio, si pese a todos esos males al final del día viene la reconfortante victoria de “nuestro Madrid” las cosas terminarán cambiando de color y alejando la depresión. No todo está perdido, pensaremos. Si, por el contrario, el domingo fue plenamente satisfactorio, una derrota empañará el contento y no así si la victoria está asegurada, lo que incrementará aún más nuestra euforia.
Es decir, concluyó, que para tener mayores garantías de ser feliz hay que ser forofo de un equipo que gana siempre y no hay otro que el Madrid que, aun en el caso improbable de que pierda, siempre nos quedará la convicción moral de que es el mejor equipo del mundo. O eso dicen.
Y eso fue todo. Salí de la consulta y entré en unos grandes almacenes y me compré una bufanda del Real Madrid, una gorra a juego y con el Marca bajo el brazo me fui a mi casa dispuesto a ser un hombre feliz.
De esto hace unos meses. He de decir que he conseguido grandes avances. En general, me encuentro bien, apenas me doy cuenta de que la gente me mira por la calle por mi extraña indumentaria y cuando me siento recaer entro en un bar y me pongo a ver el primer partido que estén echando. Si tengo suerte y es del Madrid, me entra un subidón... ¡Ah, los psicólogos! ¡Que Dios los bendiga por tanto bien que hacen a la gente y al mundo!