martes, 14 de noviembre de 2023

Las manos sucias



 Mi infancia acabó aquel impreciso día en que me di cuenta de que ya no tenía las manos continuamente sucias. De repente, ese día, me hice mayor. Era algo que venía ocurriendo desde hacía tiempo y a lo que yo me resistía. Pero fue entonces  cuando fui consciente de que ya no era un niño. No hacía mucho tiempo atrás, lo habitual era estar siempre con las manos sucias. Las lavaba por imperativo materno antes de las comidas pero el resto del tiempo tenían el mismo color negro que mis rodillas. Éstas, además, siempre estaban enjaezadas de postillas,  con alguna ocasional tirita o directamente teñidas de mercromina que, por entonces, lo curaba todo.

A veces, escurría el bulto y cuando entraba en casa a por la merienda, lograba escapar sin que me hicieran perder un valiosísimo tiempo en limpiarme las manos. El bocadillo sabía igual de bien con ellas sucias y afuera estaba desarrollándose el más interesantísimo de los juegos; no había minuto que perder.  En ocasiones, la merienda era incluso un estorbo  y si los avatares del juego así lo requerían  había que liberar las manos rápidamente. Extraía del interior del pan el relleno que se terciara y azotaba los trozos de pan con disimulo. No era baladí aquella acción; requería toda una liturgia pues de todos es sabido que el pan era sagrado y no se podía tirar sin haberlo besado antes, so pena de caer en pecado mortal.  Dios, al parecer, era  muy mirado para esas cosas y  le había dado mucha  importancia al pan, tanto que incluso lo había incluido en el  padrenuestro. Del chorizo y el chocolate no había dicho nada. Así pues, no había excusa y había que cumplir con el ritual del beso e incluso había alguno que acompañaba el acto con algún ensalmo que ahora no alcanzo a recordar.

Al acabar el día, volvía a casa hecho un guiñapo. Nada que ver con aquel niño aseado y arreglado que había salido, camino de la escuela, a primera hora de la mañana. Con el pelo mojado y la raya perfectamente alineada por mi madre, los zapatos lustrosos, el mandilón  limpio y planchado y, por supuesto, las manos limpias. Caminaba muy formal con mi hermano pequeño de la mano bajo la atenta mirada de mi madre que, desde la ventana, nos decía adiós. Caminábamos unos pasos y de nuevo nos volvíamos a repetir el ademán con la mano. Así varias veces hasta que doblábamos la esquina. A partir de ahí, lejos de la protección materna, comenzaban los miedos: la maestra era una prueba muy dura que había que superar cada mañana.

Todos en fila, pasábamos revista: las manos, las rodillas, los dientes… ¡Ay de aquel que tuviera un diente flojo! Eran especialmente temidos sus métodos de extracción de dientes con dudosa fijación. Un hilo, un nudo, un tirón y el diente desaparecía entre un desconsolado llanto que no apaciguaba ni la lejana promesa de un Ratoncito Pérez poco generoso por aquellos tiempos.

Luego una sucesión de interminables horas siempre bajo la amenaza de que la larguísima vara de doña Ramonita sobrevolara nuestras cabezas por  cualquier motivo. Y el recreo se demoraba y demoraba. La campana no acaba de sonar y la vida, sin reloj, puede hacerse eterna a los ojos de un niño.

¡Por fin! El sonido de la campana se ahogaba entre la tremenda algarabía que inundaba los pasillos. ¡A jugar! Ese era el primer asalto a la compostura y la limpieza a duras penas mantenida hasta entonces. Cuando, de nuevo, la campana daba fin a aquella brevísima ventana de felicidad volvíamos al aula sudorosos, desaliñados, despeinados y, claro está, con las manos sucias. Y otra vez a esperar el parsimonioso y desesperante transcurrir de las horas. Otra vez a hacer tediosas cuentas. A escribir y borrar. Dibujar y borrar. Borrar y borrar. ¡Qué bien olían aquellas gomas de nata! A escribir  y tajar; dibujar y tajar. Tajar, tajar, tajar… Las virutas del lápiz y de la goma estaban por todas partes. Esparcidos por el pupitre, en los cuadernos, en el plumier, en el cabás, hasta en los bolsillos del mandilón y desprendían un olor característico difícil de olvidar aún hoy en día.

Todo llega y la hora de salida también. Las últimas recriminaciones de la “señorita” se iban perdiendo entre la marabunta que se formaba en la puerta y nosotros, mi hermano y yo, emprendíamos camino de regreso a casa. Sin prisa, dando rienda suelta a la imaginación, dejando caer la curiosidad sobre cualquier cosa que nos salía al camino ya fuese animal, persona o cosa.

A la puerta de casa me encaramaba en el zócalo del portal y me estiraba todo lo posible para alcanzar el timbre. Poco a poco, y de forma nada consciente, aquel titánico esfuerzo de llamar a la puerta se fue haciendo cada vez menos exigente. Lejos de pensar que era yo quien crecía pensaba que las cosas, por un extraño sortilegio, se iban haciendo cada día más pequeñas.

No bien aparecía la figura de mi madre en el umbral  de la puerta empezaba toda una retahíla de reproches sobre mi desmadejado aspecto. Sorteaba yo el envite de la manera más airosa posible y corría a la cocina a arrancar el cuerno de la barra de pan, soltaba el cabás y presto a la calle a jugar hasta la hora de la comida. Una nueva sesión de embadurnamiento cuyas consecuencias mi madre remediaba refunfuñona antes de comer. Qué dura tarea era aquella cuando tocaba pescado, o patatas con carne… Antes de volver a la tediosísima sesión de tarde en la escuela, mi madre reiteraba su inacabable tarea y daba unos últimos retoques a mi aspecto.

Y a la tarde, libre de nuevo de la condena escolar, otra sesión de juegos. Esta vez, dándolo todo. El mundo real (si es que existe en algún momento en la vida de un niño) desaparecía entre una sucesión interminable de roles que mudaban a cada rato. Ahora éramos vaqueros, más tarde buceadores en un proceloso mar imaginario, bomberos en peligrosísimas y arriesgadas misiones,  y, cómo no, héroes  de nuestra serie de televisión favorita: "… yo era 'Trampas', en La Ponderosa, cogía el caballo y ....  y tú eras 'El Virginiano' y juntos..."

La lejana voz de mi madre se iba haciendo cada vez más presente gritando mi nombre y el de mi hermano. Era la llamada de la vida real, de la cena, de los deberes, de la cama, del miedo a la oscuridad, a los monstruos…

Y todo eso debió de ir cambiando sin yo darme cuenta, hasta que un día me miré las manos y estaban limpias. Me había hecho mayor.

Sensaciones de altos vuelos

 

El primer aviso coincidió con el inicio del descenso del avión. Pero como era mi primer vuelo lo atribuí a la maniobra iniciada por la aeronave. Miré a mi izquierda por tener una referencia de la que fiarme viendo la cara de mi hermano y de mi padre. Mi hermano, tan hierático como de costumbre; mi padre, con bastante crispación en su rostro apenas me miró. Pero llevaba esa cara desde el momento del despegue: también era su bautismo aéreo.

Para cuando aterrizamos en el aeropuerto de Gran Canaria mi vientre ya había solicitado mi atención repetidas veces y para entonces poco importaba si tenía algo que ver con el vuelo o no. Empezaba a ser perentorio encontrar un baño.

La espera por los equipajes se me hizo eterna y como era neófito en el asunto no se me ocurrió buscar los aseos en la sala. Así que al salir afuera y subirnos al autobús que nos llevaría al hotel creí que la cosa tendría una rápida solución.

Craso error. No contaba yo con que el aeropuerto estaba tan lejos de la ciudad y mucho menos con la circunstancia de que el autobús debía ir repartiendo, por distintos hoteles desperdigados por la ciudad, a los turistas que, como nosotros, llegábamos a disfrutar de la isla.

Como es bien sabido, el diablo es un profesional, así que como no podía ser de otra manera, nuestro hotel fue la última parada del autobús. Así que mi apuros no habían hecho otra cosa que aumentar. Sudores fríos me brotaban al rostro y apenas si encontraba postura en mi asiento. Como suele ocurrir en estos casos, cientos de descabelladas ideas se me pasaron por la cabeza como medidas de urgencia para poner fin a aquel sufrimiento, pero ninguna lo suficientemente factible.

Llegamos al fin a nuestro hotel, cuyo nombre omitiré para preservar mi anonimato. Pero aún quedaban por delante los trámites de "check-in": que si los "deneís", que si los "baucher", que si las instrucciones del regreso... ¡Una eternidad!

Cuando, por fin, nos dieron la llave de la habitación yo la hice mía y subí escaleras arriba apretando el paso y otras partes de mi anatomía en un último esfuerzo para no montar un numerito.

Entré en la habitación y, de inmediato, entré en el aseo. La taza del váter estaba sellada por un precinto higiénico que, en un primer momento, me sorprendió: era la primera vez en mi vida que veía aquella sofisticación que, apurado como estaba, no supe interpretar del todo cuál era su función.

Me desembaracé del precinto sin ambages e, in extremis,  di rienda suelta, por fin, a todo cuanto llevaba a mis adentros y pugnaba por salir.

Cuando hube recuperado algo de serenidad y de juicio pude dedicar mis sentidos a su funcionamiento habitual. Así, pude oír cómo al otro lado de la puerta mi padre y mi hermano debatían sobre el número de camas que había en la habitación. La conclusión era que, tras mucho buscar, echaron de menos una. Sólo había dos camas y, obviamente, necesitábamos tres.

Sentí cómo mi padre salía de la habitación y bajaba a recepción a dar cuenta de la anómala circunstancia. Mientras yo seguía ocupado en menesteres no, por más prosaicos, menos necesarios.

Cuando mi padre hubo vuelto comunicó a mi hermano, según oí, la necesidad de cambiar a otra habitación donde darnos cabida a los tres. Así me lo hicieron saber a través de la puerta instándome a darme prisa pues había que abandonar al momento aquella habitación.

Así, pues, di por concluida mi faena de una manera que no hace falta de explicar pues imagino que será de general conocimiento. Lo que no se ajustó a la normalidad es que, al accionar la cisterna, ésta no dio ninguna señal de que contuviera agua.

En efecto, como es bien sabido, en las Canarias el agua es un bien escaso y, al parecer, las restricciones son frecuentes por lo que en aquel momento la cisterna no desprendía ni gota de agua.

Ante mi perplejidad y la insistencia en que abandonara la habitación a la carrera no supe muy bien qué hacer. Opté por lo más obvio: bajé la tapa del inodoro y coloqué con esmerado mimo el precinto en la misma posición en que lo había encontrado y abandoné el aseo y la habitación dejando solamente un oloroso recuerdo de mi fugaz presencia en el lugar.

Sólo cuando tomamos posesión de la nueva habitación y tuve un momento para pensar fue cuando reparé en lo sucedido, de lo que, obviamente, no di noticia a nadie. Y fue cuando de nuevo me dio un escalofrío al pensar en la cara de los huéspedes que entraran a continuación en aquella habitación,  fueran la baño y retiraran el precinto del inodoro que avisaba de pulcro estado higiénico en que se encontraba.

Durante toda la semana que estuvimos en el hotel temía que, al pasar, por delante del recepcionista éste me diera el alto y me afeara mi conducta. Salía y entraba a toda prisa mirándolo de soslayo y  siempre me pareció advertir en él una mirada recriminatoria.

Hasta que no abandoné la isla no pude respirar tranquilo del todo. Pero es el día de hoy que cuando entro en un hotel y veo una taza de váter precintada con un sello higiénico no puedo dejar de pensar que algún día, al proceder a desprecintarlo, me toparé con una desagradable sorpresa. Y es que el karma tiene estas cosas.

Iconos de Asturianía

 

Una vez más hago uso de esta tribuna virtual para abordar uno de los temas más polémicos en nuestra sociedad actual. Junto con la Religión y la Política, el Nacionalismo es una de esas cuestiones que pueden desatar pasiones, herir sensibilidades,  suscitar agrias discusiones. En definitiva,  ser "casus belli", sin más.

Pero, como vengo demostrando desde que empecé con esta andadura bloguera, no por polémica voy a rehuir la contienda y morderme la lengua. Prefiero ser incauto antes que cobarde y,  aun a riesgo de resultar ofensivo para los más sensibles seguidores de nacionalismo astur, no puedo por menos que dejar constancia escrita de lo que, en mi opinión, es una verdad palmaria.

Quiero abordar hoy la cuestión de los símbolos de la idiosincrasia asturiana y dejar, negro sobre blanco, una denuncia que no puede soportar más silencio: el olvido injustificable de dos de los símbolos más destacados de la cultura asturiana.

La simbología asturiana recurre demasiado a menudo a lugares comunes que resultan harto  manidos y olvida poner en el lugar que se merecen  ciertos aspectos que, de forma innegable, forman parte del patrimonio cultural de nuestra tierra.

Se erigen como sacrosantos iconos de la asturianía la Santina, el bable, la sidra,  la fabada, los hórreos y paneras, les madreñes, la gaita, la montera picona, el Picu Urriellu, el orbayu y un etcétera muy largo que todo asturiano que se precie lleva a flor de piel y que salen a relucir en cuanto se toca la fibra nacionaliega. Hago intencionada omisión de un elemento que, a mi entender de manera injusta, está tomando una relevancia absolutamente inmerecida y que no es otro que el cachopo. Dejo para mejor ocasión un comentario más extenso sobre el particular y voy a lo esencial de mi alegato.

Dos son los iconos a los que nadie hace mención y que, a d
ía de hoy, ostentan de hecho lo que de derecho se les hurta, esto es: ser considerados como efigie del asturianismo con tanto o más derecho que  los antes citados pues están omnipresentes a lo largo y ancho de nuestro territorio astur.

Esos dos objetos que, de puro cotidianos en el paisaje patrio, pasan injustamente desapercibidos; empero sin ellos no estaría completa la panoplia de nuestra más entrañable simbología; me estoy refiriendo, cómo no, a la bañera y el somier.

En efecto, amigos, ¿quién puede osar llevarme la contraria si digo que no hay "prau" en Asturies que no cuente con una bañera a modo de "bebederu"? ¿Quién se atreve a replicarme si asevero que no hay cierre de finca más utilizado en el agro astur que un somier de muelles?

Una estampa típica asturiana sin ver recortado contra el verde omnipresente la silueta de un hórreo o una panera no sería digna de tal nombre. Pues de igual modo, un paisaje asturiano donde el proverbial minifundismo dibuja entre "matos y sebes" un rompecabezas de prados no sería lo mismo sin estar moteado de blancas bañeras repartidas aquí y allá.

Una caleya tapizada de mofu, repleta de barro y cucho por la que no caminara un paisano con la "guiá" al hombro afalagando una recua de frisonas más que caleya, a fe mía, que sería una mesetaria trocha. Pues de idéntica forma, esa misma caleya discurriendo entre hileras de avellanos, no sería lo mismo sin verse adornada, a cada paso, por un somier atado de inverosímil y eficaz manera  para que impida el paso de bestias y humanos (bestias o no).

¿Habrá algo más asturiano que estas dos figuras tan cotidianas y arraigadas al paisaje?

 

No ha mucho tiempo que la Unesco ha declarado "los muros de piedra seca" Patrimonio de la Humanidad. Los reconoce como bien cultural. No digo yo que no se lo merezca, no. No son pocas las parcelas en Asturias que de antiguo se perimetraban con este tipo de construcción y de siempre se completaba ese cierre con un "portiellu" o "portiella de reyones". Pero como todo avanza, el somier de muelles vino a sustituir a ese rústico aparamento constituyéndose en un elemento imprescindible en cada finca. Pues bien, ¿porqué esa discriminación? ¿Qué espera la Unesco, para reconocer el valor cultural del somier como elemento imprescindible en la cultura asturiana? ¿A qué se debe este olvido por parte de las autoridades culturales que tanto velan por el acervo popular de nuestra tierra?

Además, a poco que uno repare en ello advertirá que es un bien que, a no mucho tardar, se verá en vías de extinción toda vez que el somier está siendo sustituido en todos los hogares por otro elemento no tan versátil como cierre de fincas: el canapé. No veo yo a los modernos canapés como sustituto del atávico somier. Así, pues urge la declaración de bien de interés cultural de tan arraigado elemento como medida para su protección y conservación. Va siendo hora de que los cada vez más numerosos museos etnográficos hagan acopio de somieres y los muestren como elemento tan autóctono como un "llabiegu" o una "gadaña". Ahí lo dejo.

Otro tanto cabe decir de la bañera. Queda mucho por estudiar al respecto de esta figura señera del ámbito rural astur. ¿De cuándo data esta costumbre? ¿Cómo se daba de beber antes a los animales? ¿De dónde sale tanta bañera?

Esta última cuestión no es baladí. Si uno repara en ella se enfrenta a un insondable misterio. Es un hecho que, de un tiempo a esta parte, muchos hogares en Asturias fueron sustituyendo la bañera por un plato de ducha; la población envejece, ya se sabe... y claro... los resbalones y tal...

Pero, pese a que esa práctica incremente considerablemente el número de bañeras ociosas, no es posible que esta práctica nutra suficientemente de elementos a la mucho más nutrida presencia de bañeras en el paisaje asturiano. ¿Cómo es posible suministrar  semejante cantidad de bañeras recurriendo únicamente al mercado de segunda mano (baño)? Estoy convencido de que existe una producción específica expresamente dedicada a satisfacer la demanda de bebederos, lo que ignoro es dónde se comercializan.

Otro misterio en torno a las bañeras/bebedero es el siguiente: ¿Quién las transporta hasta su destino final? En mi continuo caleyar por la geografía asturiana, nunca (repito, nunca) me he topado con un lugareño transportando una bañera.

Se me ocurre varias posibilidades aunque apenas si daría crédito a ninguna de ellas. La primera es que me haya encontrado con algún parroquiano arrastrándose, caleya arriba, bajo el metálico manto de una bañera cual si de un enorme caracol se tratara y yo lo haya confundido con uno de esos gasterópodos. No creo. He visto caracoles grandes, pero tanto...

Otra es que exista una empresa distribuidora de bañeras por vía aérea que tras suministrar el cliente las coordenadas geográficas correspondientes, ésta deposite de alguna manera el futuro bebedero en la ubicación indicada. He indagado al respecto en las páginas amarillas y no encuentro ningún sector empresarial dedicado a semejante actividad.

Pudiera ser también que se planten "bañeritas" (tal vez  bidets)  o semillas de bañera y, al cabo de un tiempo, y con el preceptivo riego crezca un espléndido ejemplar adulto que cubra las necesidades del ganadero. He buscado en todas los establecimiento del ramo y no hallo algo que se le parezca. Así, pues, sigue siendo un misterio insondable.

Por otra parte, al igual que ocurre con los somieres, cabe preguntarse cuál va a ser el futuro de una figura tan señera como la bañera, habida cuenta de que el plato de ducha está llamado a ser el sustituto de la más peligrosa bañera. O puede que se recurra a los  más sofisticados "jakuzis"... No sé, no lo veo factible. Y en todo caso algo tendrán que decir las vacas al respecto. Pero sabido es que estos animales son de pocas palabras.

Concluyo: Hago desde esta humilde tribuna un llamamiento a realzar la figura de estos dos olvidados símbolos de la cultura popular asturiana. Pido a las autoridades un apoyo institucional para que ambas figuras sean tratadas como se merecen y sensibilicen a la población asturiana  para que  valoren  y respeten a la bañera y al somier como uno más de los sacrosantas efigies del asturianismo. Y propongo una campaña de divulgación que inmortalice el eslogan: "La bañera y el somier nun los hay que escaecer". Digo.

martes, 31 de julio de 2018

El Camino de Lucy

Hace aproximadamente tres millones de años, milenio arriba o abajo, una adolescente llamada Lucy caminaba por las afueras de Adis Abeba. Ni ella sabía que se llamaba Lucy ni su tierra, tan reciente que aún estaba caliente, tenía nombre. De hecho, como diría Gabo, para referirse a ella había que señalarla con el dedo.
Lucy, quien habría de llamarse así por la canción de unos "escarabajos" viajando en ácido, era ajena por completo a su fama póstuma y también al trascendental hecho de que su tambaleante y torpe caminar daría comienzo a un larguísimo camino de evolución humana que llegaría hasta nuestros días. Quién sabe si fue ella la que, de la mano de uno de sus vástagos, dejó, en su deambular por el mundo, la famosas huellas de Laetoli.
Lucy, la afarensis, fue la primera de una serie de hitos en el proceso de humanización. Una larguísima y lenta evolución biológica que, rebotando de homínido en homínido, devino en lo que hoy somos. Que si el Australopitecus, que si el Hábilis; qué decir del Erectus o de su émulo el Neandertal y dejemos de lado, claro está, a nuestro primo el Cromañón. En fin, toda una retahíla de personajes que fueron dando forma al Sapiens. Qué digo Sapiens, así a secas: Al "Sapiens Sapiens", nada menos. ¡El rey de la creación! Es decir, nosotros.

Milenios y milenos de una evolución que, de repente, metió el turbo y experimentó un tan rápido aceleramiento que aún no se sabe a dónde (o contra qué) vamos a parar. "Despegue cultural" lo llaman los entendidos y los más osados lo relacionan con el consumo de carne. De ahí que, de ser cierta esta teoría, bien podría plantearse la tesis de que son los veganos quienes están poniendo freno a este desenfreno evolutivo. Sea como sea, el caso es que anteayer mismo éramos unos monos en lo alto de un árbol y hoy somos los seres que nos balaceamos en la rama más alta del conocimiento. Tan alto estamos que miramos hacia abajo con suficiencia, soberbia, autocomplacencia y vanidad. Sobre todo con vanidad. Mucha vanidad.
Años y años de Cultura que fueron convirtiendo la observación en Ciencia, la superstición en Religión, la ociosidad en Filosofía y Arte, la alimentación en Gastronomía... Así, sublimando y sublimando, fuimos "centrifugando". Es decir, fuimos huyendo del centro hasta convertirnos nosotros en el mismísimo centro. Somos, por propia decisión, antropocéntricos. Somos el centro y la medida de todas las cosas. Y, aunque en ocasiones nos venga el bajón al reparar en lo execrables que podemos llegar a ser, estamos encantados de conocernos. Tanto que, como no podemos presumir de nosotros ante un hipotético igual (y mira que lo rebuscamos en los confines de la galaxia), presumimos ante nosotros mismos en una continua autoadulación rayana en el onanismo.

Hoy los científicos se vanaglorian de la dimensión que alcanzan sus logros, obviando los continuos desatinos y pifias que otrora defendieron como verdades incuestionables: eso son cosas del pasado que ya no pueden volver a ocurrir. ¡Dicen!
Los artistas babean ante sus propias obras orgullosísimos de su altísimo grado de sofisticación que les ha llevado prescindir de lo más básico: ya no dibujan, ni encadenan una melodía... y convierten un rollo de papel higiénico en una obra de arte. ¡Alardean!
Las religiones (y no todas) están muy ufanas al haber descubierto a un dios más humano. Tan humano que ya no les pide (de momento) que masacren, mutilen, torturen o quemen a aquellos que tienen otro dios distinto al suyo como ocurrió hasta ayer mismo. Aun no se han extinguido los rescoldos de las hogueras que quemaron a los herejes y se les llena la boca de ecumenismo. ¡Levitan!

Total: que, excepción hecha de unos cuantos cientos de miles de millones de seres humanos que se empeñan (para su propia vergüenza) en seguir siendo pobres, ignorantes y hambrientos, vivimos en un mundo de promisión. Gozamos de las más altas cotas de bienestar jamás imaginadas. El ser humano (Sapiens Sapiens) hinca la bandera de su supremacía en la cumbre de la creación y mira en derredor cómo a sus pies permanecen humilladas y vencidas el resto de especies de todos los reinos (incluido el fungi, por supuesto).

Pues bien, cada mañana cuando madrugo lo indecible para ir a trabajar y miro a través de la ventana y no veo más que oscuridad, silencio y soledad aún no tengo el ímpetu necesario para darle al coco y pensar en cosas muy complicadas, más allá de saber dónde dejé el azúcar para echar a ese café que me devuelve a la vida.
Soy un autómata que, movido por una inercia de años y años de rutina, arrastra los pies de estancia en estancia, tropezando con todo hasta dar con la puerta de salida. Pero antes de salir al "maravilloso" mundo exterior, miro al suelo y allí, acurrado en su confortable camastro, dormita mi perro. Éste advierte mi presencia, hace un leve movimiento de rabo y abre lánguidamente un ojo y me mira. Yo le miro y como sigo sin poder pensar demasiado hago una glosa apresurada de toda la disertación anterior y murmuro: "¿Y yo soy el rey de la creación?"
Miles y miles de años de evolución para que este ser "inferior" privado de conocimiento, inteligencia, Cultura, Ciencia, Filosofía, Religión e incluso Gastronomía se quede en casa sin dar un palo al agua mientras yo, un ser "superior" me dispongo a pasar todo un día de trabajo (por el que se supone que debo estar agradecido) que me permita ganar el dinero suficiente para "disfrutar" de un montón de cosas que mi perro no quiere ni necesita. Agua, comida y una caricia, eso es todo lo necesario para él, para qué más.
Cierro la puerta tras de mí y abrumado sigo pensando (pero poco) y me digo: "Algo hemos hecho mal" Y me acuerdo de Lucy. ¿En qué estaría pensando esa mujer el día que le dio por empezar a caminar?

jueves, 23 de marzo de 2017

La gallina áfona

Antes de entrar en materia, me considero obligado a hacer una advertencia:  lo que a continuación se detalla puede que no sea del agrado de un amplio sector de la población asturiana. Puede que alguno vea herida su sensibilidad o menoscabadas sus sacrosantas creencias nacionalistas. Me refiero, en concreto,  a todos aquellos que ven en el folklore uno de los baluartes más sólidos de la idiosincrasia astur y en especial a los amantes de la música asturiana en general, y a los diletantes de la gaita en particular. No es la primera vez que desde este foro realizo aseveraciones que son ciertamente controvertidas por atentar contra una de las cosas más sagradas: el sentimiento patriótico astur.
Por ello, debo decir que lo siento y me adelanto a pedir  disculpas de antemano.

El hecho es que,  desde siempre, cada vez que veo una gaita me recuerda a una gallina. Qué le voy a hacer, no puedo evitarlo. Y no lo digo por el sonido que emite la una y la otra, que poco o nada tiene que ver; lo digo por la cresta.
En efecto, no se me negará que el fuelle de la gaita, en especial si es del tradicional color rojo (no las mariconadas que ahora se ven por ahí), tiene cierto  parecido a la cresta de una gallina. Y no digamos con la de un espléndido y pletórico gallo.
Digamos que el fuelle sería,  a mi entender, como un crestón gallináceo de tamaño antediluviano.
Pues bien, esta singular apreciación personal, con el paso del tiempo, ha ido conformándose en mi interior de manera tal que devino en una consideración análoga pero inversa. Me explico: en un proceso elucubrativo bastante natural, según mi entender, pasé de ver la gaita como una gallina a ver una gallina como una gaita.
Así las cosas,  es ver una gallina y me imagino a un paisano vestido de porruano ejecutando el Pericote, el Xiringüelu o  la jota de Pajares.

Pero la cosa no quedó ahí. No sé en qué momento empezó a torcerse algo en mi cabeza y apuntó a germinar en ella una peregrina idea que, con el paso del tiempo, dio en obsesionarme: ¿Sería posible inflar la cresta de una gallina? Me refiero, y siguiendo con la analogía, a que igual que se infla el fuelle de la gaita, de igual manera se inflara el apéndice de la testuz de la citada ave.
Pues bien, he concluido que sí. Pero esto es una aseveración bastante arriesgada que habría de demostrar empíricamente,  claro está, en aras de satisfacer de forma adecuada el procedimiento científico.

Al igual que, tras un larguísimo período de evolución, las alas de las gallináceas fueron perdiendo su función y privaron a estas aves de la enviada virtud de volar. Así, de manera análoga, habría pasado con su cresta. Desconozco qué función era realmente la que tenía este órgano pero es evidente que ya no la ejerce pues salta a la vista que no le  sirve absolutamente para nada. Más allá de que, en ciertas partes de la geografía nacional, tengan el dudoso gusto de servirlas como aperitivo que acompaña el vermú dominical.

Todos hemos oído decir que las aves, junto con los reptiles,  son los animales más próximos a los desaparecidos dinosaurios. Y todos hemos visto en el cine (o en los documentales de La 2) cómo alguno de estos bichejos hacía uso de ciertas membranas que, mediante algún tipo de resorte, se ponían enhiestas con el fin de asustar y/o sorprender a sus depredadores o presas.
Pues bien, tengo yo para mí que la cresta de las aves es un vestigio de una de estas membranas que, debidamente infladas cual si fuera la papada de un sapo, cumpliría la misión antes descrita. Pero, al igual que estos animalitos de Dios perdieron la capacidad de volar habrían perdido la de inflar su cresta. Pero inflable lo es o debería serlo.

Y ahora viene la siguiente cuestión: ¿cómo? Es decir, para poder confirmar esta mi tesis habría que proceder a inflar, de algún modo, la cresta. La tarea no es baladí y debo decir que le he dado bastantes vueltas hasta que al fin supuse que lo lógico sería soplar por el pico hasta conseguir un inflado satisfactorio. Más o menos, habría que proceder de forma semejante a como se hace en una técnica de reanimación boca a boca. Pero en este caso de "boca a pico".
Antes de poner en práctica la hipótesis, más que nada por la carencia de una gallina, decidí dar a la cuestión una vuelta más  y repasé una vez más la analogía con la gaita.
En efecto, al soplar el fuelle del instrumento, una vez inflado por completo el aire debe salir. De hecho ese es el postrero fin de la acción primaria, obteniendo como resultado, como no se le escapa a nadie, la consecuente melodía musical.
Pero aquí es donde se produce una significativa variación en la analogía seguida hasta el momento. Exacto, existe una discrepancia manifiesta en el fin, aun cuando los medios sean los mismos. En caso de la gaita, el fin es el sonido; en el caso de la gallina, obviamente, no. En este último caso, el fin no va más allá del pretendido inflado de la cresta. Luego para evitar el sonido, considerado como un fin último indeseado, habrá que evitar la salida del aire.
¿Cómo? Pues fácil, procediendo a taponar todos los orificios por los que el aire suministrado a la gallina pudiera salir.
Pero, esto plantea dos importantes consideraciones, una buena y otra mala. La buena, es que la gallina es un animal fisiológica y anatómicamente bastante simple. La mala es que, precisamente por ello, el número de orificios a considerar se reduce exclusivamente a uno.
Esto es una mala noticia pues para poner a prueba la hipótesis considerada  es necesario que a al tiempo que se sopla por el pico de la gallina, simultáneamente, hay que proceder a introducir un dedo en el único orificio por donde puede escaparse el aire, consiguiendo de esa manera el inflado de la cresta en cuestión.

Bien se sabe que la ciencia experimental obliga a ciertos sacrificios de los que está libre la mera especulación teórica. Pero todo sea por la ciencia. Pienso poner a prueba mis conjeturas la próxima vez que tenga a mano un gallina. Pero,  por si acaso, procuraré llevar a efecto la maniobra necesaria alejado de miradas curiosas que puedan malinterpretar la acción que, sacada torticeramente de contexto, podría poner en evidencia al más reputado de los científicos.

Sé que el alcance de estas líneas en bastante moderado y por tanto la difusión de mi pretensión no será grande. No obstante, prefiero que quede constancia por escrito de mi pretensión de llevar a cabo una maniobra bastante singular a ojos vista de un espectador ignorante del propósito científico que se persigue.
Así pues, si algún día ven o les llega noticia de que alguien vio o creyó ver a un sujeto intentando hacer sonar a una gallina cual si fuera una gaita, recuerden lo que aquí queda escrito y no den rienda suelta a su primer impulso que imagino no será otro que el de llamar a un manicomio.
Otrosí, siempre que emprendo este tipo de peculiares prácticas pienso en la Arqueología. Quiero decir, a menudo, no somos conscientes de que nuestro presente, será pasado. Y el pasado, será "muy pasado". Tanto que lo que "ahora" es el "ahora" en un futuro muy lejano será un resto arqueológico y, en consecuencia, objeto de estudio por sesudos científicos que, como ahora, tratarán de sacar conclusiones a partir de unos mínimos vestigios descubiertos por azar.
 Y es que el azar es muy puñetero y la imaginación humana demasiado libre y disoluta.
Supongamos que se diera la circunstancia de que se desatara un súbito terremoto y éste desencadenara un movimiento de tierras que de forma malhadada me dejara sepultado justo en el preciso instante en que yo (repito que en aras de la ciencia) estoy realizando la peculiar maniobra de soplar por el pico de una gallina mientras tapono con un dedo su orificio anal.
Si, por añadidura, se dieran las condiciones que, al parecer, son necesarias para que se produzca una fosilización y tanto la gallina como yo pasásemos a un mero vestigio pétreo ya estaría montado el cisco.
La imagen plasmada sobre la piedra de un ancestro homínido intentando hacer sonar una gallina puede dar a sabe Dios qué interpretaciones en la calenturienta y libérrima imaginación de un arqueólogo.

Así las cosas, estoy planteándome  seriamente el llevar a efecto  la comprobación empírica de mi tesis no vaya a ser que, tanto una mala interpretación de un coetáneo como de un futurible observador, ponga en tela de juicio mi buen nombre aunque sea después de muerto. Y de la gallina, por supuesto.

jueves, 28 de abril de 2016

El Clan del Machacador

A horcajadas sobre aquel muro y con aquellas dos fieras lanzándome dentelladas que a duras penas podía esquivar, fue cuando empecé a replantearme mi idea de hurgar en mi árbol genealógico.
En circunstancia tan aciaga y a la espera de que alguien oyese mis demandas de auxilio, maldije una y otra vez el día en que se me ocurrió la peregrina idea de buscar por toda Asturias una posible parentela siguiendo el rastro de las andanzas de mi abuelo Pedro.
En efecto, había iniciado yo meses atrás una indagación que llevaba años proyectando. Y todo por satisfacer una curiosidad avivada en mis adentros por los comentarios familiares sobre una eventual progenie secreta que mi abuelo habría dejado esparcida por distintos puntos de la geografía asturiana.
Mi abuelo era "machacador". Quiero decir que manejaba una machacadora. Hablando con propiedad: una apisonadora. Esto es, por aquella época, una enorme máquina de vapor con la que se apisonaba el firme de las carreteras a las que luego se echaba un riego asfáltico.
Para precisar aún más diré que mi ancestro era funcionario de obras públicas de la extinta Diputación de Oviedo (léase, Asturias), con el cargo de oficial maquinista de maquinaria pesada. Y su trabajo consistía en alquitranar distintas carreteras repartidas por toda la provincia.
Pero en el ámbito familiar siempre nos referíamos a mi abuelo como Pedro, el de la machacadora, o simplemente el "machacador". Pero, al parecer, era tal su dedicación a aquel singular oficio que lo ejercía incluso fuera de su horario laboral. Esto es, "machacaba" también en sus ratos libres. Es por ello que, según fui creciendo y adquiriendo más consciencia del mundo que me rodeaba, empecé a notar un cierto retintín cuando se referían a él de esa manera.
Más tarde, fueron haciéndome partícipe a mí también, entre cuchicheos y murmullos, de lo que era un vergonzante secreto a voces dentro de mi numerosa familia: mi abuelo era un mujeriego de tomo y lomo, y al parecer con bastante éxito. Característica esta que bien me hubiese gustado heredar a mí, pero no. Heredé otra, de la que luego hablaré, que no me dio ninguna satisfacción, antes al contrario.
Pues bien, como quiera que, por cuestiones laborales, debía desplazarse a lugares bastante alejados de su hogar, se veía en la necesidad de pernoctar fuera de casa a lo largo de la semana. Ante la imposibilidad, en aquella época, de encontrar alojamientos hoteleros dignos de tal nombre, solía encontrar acomodo en casas particulares donde, tras un precio pactado, gozaba de la hospitalidad de la familia de turno.
Al parecer, gracias su atractivo personal, la hospitalidad de la que era objeto, a menudo era de amplio espectro, es decir, que era frecuente que durante su estancia alcanzara el estatus de miembro de la familia de pleno derecho lo que le confería permiso para meterse en la cama con alguna de las mujeres de la casa y gozar de una sobremesa (más bien, sobrecama) bastante gratificante y provechosa.
Así las cosas, si tenemos en cuenta que el acondicionamiento de las carreteras avanza camino alante con el tiempo, él iba cambiando de alojamiento según avanzaba la obra. De manera que iba esparciendo sus genes, de manera totalmente altruista, a lo largo de toda la carretera. Al igual que los marinos tienen una novia en cada puerto, mi abuelo tenía amantes ocasionales en cada uno sus lugares de pernocta; amantes a las que, en no pocas ocasiones, dejaba, como regalo de despedida, una incipiente preñez.
Los fines de semana volvía a su casa pero no por ello olvidaba su esmerada dedicación a su labor. Fruto de esa dedicación, también en casa dejó constancia de su fertilidad en forma de doce hermosos hijos (e hijas), una de las cuales, a la postre, dio en ser mi madre.
No era infrecuente que, en las reuniones familiares, cuando el alcohol desataba las lenguas, se comentara, más o menos jocosamente, que la estirpe de nuestra familia debía estar esparcida por toda Asturias. Y siempre había alguien que proponía la peregrina idea de localizar a todos los hijos secretos de mi abuelo y reunirlos en una convención mundial de hijos del "machacador". Mi imaginación se desataba entonces y me parecía ver ya una enorme pancarta anunciando el fastuoso evento: "I Convención Mundial del Clan del Machacador".
Pues bien, decidí ser yo quien diera un paso adelante y me fijé un objetivo: encontrar a mis ignotos parientes; carne de mi carne; a la postre, ¡mi familia!
Para ello tracé un plan y una metodología adecuada para su ejecución. Sabía durante qué años mi abuelo había ejercido su profesión, así que bastaba recurrir a los archivos de la antigua Diputación y determinar qué carreteras habían sido objeto de alquitranado durante aquel período. Esto delimitaría el ámbito de actuación y centraría la búsqueda.
Mayor problema planteaba, sin embargo, el trabajo de campo. ¿Cómo identificar sobre el terreno a los posibles candidatos a ser miembros del clan familiar? Pues bien, se me ocurrió que precisamente otra peculiar característica de mi abuelo, esta de carácter fisonómico, y que habíamos heredado casi todos sus descendientes (y en esta sí que me incluyo) serviría de indicio. Esta característica física no era otra que la de un remolino de pelo en la nuca que me planteó (y plantea) no pocos problemas a la hora de ir a la barbería. Pero esa es otra historia que contaré en otra ocasión.
Obviamente, la población objeto de estudio se movía en una determinada horquilla de edad lo cual también contribuía a reducir considerablemente la búsqueda de los individuos.
Eso era todo lo que tenía, un ámbito geográfico de estudio y un procedimiento para identificar a los candidatos. Bastaba pues, caminar a lo largo de una determinada carretera, entrar en las casas aledañas y preguntar, lo más amablemente posible, si podrían darse la vuelta y enseñarme su nuca. Tal vez, suene un poco descabellado, pero mi determinación era tal que me pareció suficiente como punto de partida para principiar tan audaz tarea. Todo ello en pro del reunir al "Clan del Machacador".
Empecé mi estudio por una carretera que iba de Pravia a Salas, pasando por Malleza. Y debo decir que advertí, con sorpresa, que la gente era más amable de lo uno se cree pues a la petición de: "¿Sería usted tan amable de mostrarme su nuca". La mayoría de las personas, aunque un poco extrañadas, colaboraban sin mayores reparos.
Bien es verdad que, generalmente, solía darles una explicación que venciera posibles reticencias. Por supuesto que no era la razón verdadera, utilizaba lo que, metodológicamente se da en llamar una "máscara". Así, les contaba que estaba realizando un estudio patrocinado por la Universidad de Oviedo y desarrollado por el Departamento de Genética Capilar de la Facultad de Biología, consistente en determinar si había una correlación significativa entre la morfología del bello del pestorejo y la estructura fenotípica atribuida a la población autóctona asturiana considerada como paradigma. Estudios más peregrinos se han visto, la verdad.
Una buena apariencia merced a un traje oscuro; una carpeta y un bolígrafo en la mano y cierto aplomo y circunspección al pronunciar terminología aparentemente científica obran milagros. Así que, aunque los resultados no fueron, en principio, prometedores no me desanimé.
Sin embargo, la cosa se torció: empecé a tener experiencias desagradables. Como el estudio debía hacerlo en mis ratos libres pasaba cierto tiempo entre las tandas de entrevistas, así que imagino que debió correrse la voz de que andaba por la zona un personaje raro haciendo preguntas extrañas y mi suerte cambió.
Antes de que encontrara a algún posible pariente me vi envuelto en situaciones un tanto embarazosas. Y al final, allí terminé subido en aquella tapia con dos enormes perrazos comiéndome uno un zapato y el otro la carpeta, mientras, oculta tras los visillos de una ventana, veía a la dueña de la casa esperar acontecimientos que yo imaginaba bastante trágicos.
Aquella noche cuando, maltrecho, llegué por fin a casa tomé la decisión de abandonar. Tras mucho cavilar concluí que, tal vez, mi abuelo "El Machacador", desde su tumba había ejercido una malévola influencia para que sus "clandestinas andanzas" no salieran a la luz. Incluso, aquella misma noche, soñé que me gritaba desde su machacadora y su voz se perdía entre el estruendo de aquella mastodóntica máquina infernal, pero, a duras penas, logré entender que me decía: "Lo que pasa en la carretera, se queda en la carretera".
Así sea, pues.

viernes, 22 de abril de 2016

MAYITO

Tenía Mayito por entonces, ocho años. "Ocho y tres cuartos" protestaba él. Y aquella mañana era la primera de vacaciones en el pueblo, con todo el verano por delante.
 Desde la cama le despertó el insistente sonido de unos golpes en la habitación. Permaneció adormilado y acurrucado en colchón un buen rato sin saber muy bien dónde estaba. Hasta que escuchó refunfuñona la voz de su abuela que le llamaba desde el piso de abajo. La voz se acompañaba, de nuevo, por aquellos golpes: era la escoba golpeando el techo de la cocina que daba justo debajo de la cama.
Abrió los ojos y por las rendijas de la contraventana vio que el sol de junio brillaba con esplendor. Dio un salto y se arrojó de la altísima cama; se vistió lo más aprisa que pudo y se tiró escaleras abajo hasta la cocina. Allí estaba su abuela trajinando de aquí para allá. En la mesa tenía un gran tazón de leche y un plato con rebanadas de pan de hogaza untadas de natas con azúcar por encima.

--¿Ya marcharon a la yerba? --Preguntó inquieto y aún con voz de sueño.
--Cuántu ha ya, alma cándida --replicó la abuela--. Qué crees, ¿qué van a estar esperándote?
--Y... ¿que fueron, a La Campa?
--P'allá tan, sí. Nel práu Cristales, ¿acuérdeste ónde ta?
--Sí, sí. Bueno, pues marcho -- dijo Mayito y arrancó en dirección a la puerta.
--Hey, hey, hey. ¿Ónde va el señoritu? --protestó la abuela--. Enantes, desayuna.
--Pero...
--No hay pero que valga. Desayuna lo primero. Luego coges el abrigu y subes si quies. Pero lo primero ye lo primero. Y si non vas a faceme casu, vuelves a Xixón con tu ma. ¿Tamos?

Mayito sabía que su abuela no se andaba con bromas así que, a regañadientes, volvió sobre sus pasos y, sin sentarse, apuró el tazón de leche de un sólo trago. Limpió el bigote blanco con la manga y dio un par de enormes mordiscos a una de las rebanadas, cogió la otra y se puso en marcha de nuevo.
La abuela, sin darse la vuelta, pues la condenada "debía tener ojos en la nuca", le gritó de nuevo:

--¡El abrigu!
--¡Pero si ye verano, güelita!
--Ye lo mismo. Después, póneste malu y échenme a mí la culpa. Tú llévalu por si acasu, que nunca se sabe. Y nun hay más que hablar. ¡Coyme col dichosu guaje!

Con resignación, descolgó el abrigo del perchero. Metió sólo una manga pues en la otra mano llevaba aún una rebanada y salió a toda prisa camino de La Campa dejando a su abuela hablando sola en la cocina.
No bien había corrido unos metros se encontró con el primer barrizal fruto de la lluvia de la recién acabada la primavera.

--¡Meca, los chanclos!

Volvió de nuevo a la casa y allí estaba su abuela con los chanclos en la mano. Aquella mujer estaba en todo.

--¿Ónde ibes tú d'alpargatines? ¿Ónde crees que tas, en Xixón? Tas buenu tú. Un día vas a olvidar la cabeza.

Calzó los chanclos casi sin detenerse, terminó de poner bien el abrigo y arremetió caleya arriba en busca de los mayores. No estaba cerca, ni era cómodo el camino, pero no había cuesta tan pina que frenara su afán por llegar. Así que, en no más de media hora, estaba en la llanada de La Campa, sudando a mares, más por el abrigo que por la cuesta. Media docena de personas estaban afanadas en voltear y cargar la yerba y apenas si repararon en su llegada.

--Ya toy aquí, tíu. --gritó.
--¡Coño!, salió el sol. ¿Pegáronsete les sábanes, ho? ¿Qué vienes, a echanos una mano, manguán?
--Sí, ¿qué hago?
--Mira ver de iguar un ingazu y apaña es yerba de por ahí, anda.
Recorrió toda la finca con la vista en busca de un rastrillo pero nada vio. Fue hasta donde estaba el carro y tampoco.

--Oye, Marcelino --gritó a su tío-- no encuentro con qué trabayar.

Marcelino, dejó un momento la tarea, se incorporó, quitó el pañuelo anudado a la cabeza y pasó su antebrazo por la frente.

--¿Nun atopes l'ingazu? Mira, vas facer una cosa --dijo en un tono de voz que puso sobre aviso al resto de los presentes que, conocedores del percal, de inmediato repararon en que se fraguaba una burla de las de Marcelino. Así que detuvieron también su quehacer y atendieron a ver qué tramaba.

--Como nun hay ingazu --prosiguió-- vas tener que facelo con escoba. Y como aquí tampocu la hay, baxa hasta casa tu güela y pide-y una ¿oyes? Luego, subes otra vez. Di-y que te dea la escoba de la cuadra pa barrer el práu. ¿Oyístilo bien? Pues hala.

No había acabado de hablar cuando Mayito ya estaba corriendo camino abajo como una flecha en busca de la escoba.

--Estos guajes de la ciudá tan sin malear --comentó Marcelino meneando la cabeza y saboreando ya los comentarios que iba a dar la broma al volver a casa. Y siguió con la tarea, mas no pudo menos que sonreír imaginando la cara que iba a poner la abuela del chaval cuando le fuera con aquella ocurrencia.

La bajada, obviamente, resultó más llevadera, aun así aquel dichoso abrigo con que su abuela le mortificaba le traía a mal traer, pero no lo quitó pues, si llegaba a casa con él en la mano, temía cuál podía ser su reacción.
Empezó a gritar cuando aún faltaba un buen trecho para llegar:

--¡Güelita, güelita! La escoba.

Un poco alarmada, la abuela se asomó desde el corredor y vio venir al chaval al galope.

--¡Non pegues voces, rediós, que ya t'oyí! ¿Qué pasa? ¿Qué quies?
--La escoba. Díjome Marcelino que me dieras la escoba de la cuadra.
--¿Y pa qué quier el mi fíu una escoba, si pué sabese?
--No. No. Ye pa mí. Ye pa barrer el práu. Ye que no tienen ingazu que dame. Y no tengo con qué ayudalos.

La abuela, una vez recuperada de la ocurrencia, no sabía si reír o llorar. Tratando de mantenerse seria y oficiar como corresponde a su condición de abuela cascarrabias, dijo:

--¡Válgame Dios! Pero... tú ¿qué tas fatu, fíu? ¿La escoba? ¿Ónde se vio? ¿Pa barrer el práu? Venga p'arriba otra vez. Y di-y a tu tíu  que si ta ociusu. Que cuando baxe voy coger la escoba y voy davos encima'l llombu  a ti y a él. ¡A los dos!
--Pero... --protestó Mayito.
--Nin pero nin pera. Y como nun marches p'arriba ahora mesmo póngote a carretar cuchu toa la mañana. ¡Corre, p'allá! Home, ¿cómo lo pasará tu tíu? Una escoba. Voy da-y yo... --Y volvió a entrar en la casa refunfuñando, como siempre.

Mayito quedó de piedra mirando para arriba, al corredor, sin entender muy bien lo que pasaba, aunque empezó a sospechar que Marcelino le había tomado el pelo. Pero antes de marchar gritó a su abuela:

--Güelita, ¿puedo dejar aquí el abrigu? Haz muchu calor.
--Que no --gritó su abuela desde dentro con enfado--, ni se te ocurra. Y como me entere yo de que lu quites, vas llevales. Recoña... Esti condenáu rapacín...

Y otra vez volvió, Mayito, caleya arriba todo lo rápido que la fatiga y el abrigo le permitían.
Cuando lo vieron venir de nuevo, esta vez todos dejaron de trabajar para asistir a la mofa del tío Marcelino.

--¿Ú ta la escoba, rapaz? --dijo muy serio.
--No quiso dámela --replicó el chaval un poco sorprendido por la seriedad de su tío--, y dijo que nos iba a dar a ti y a mí con ella.
--¿Que no te la dio? Home... lo que me faltaba. Paezme a mí que lo quier tu guela ye que nun trabayes. Claro, como sabe que yes un señoritu, nun te la quiso dar pa que nun te cansares trabayando. Bueno, pues si ella nun quier que trabayes, nun voy a ser yo quien-y lleve la contraria, que buena ye. Así que, anda, siéntate ahí onde'l carru y descansa puquiñín, que tarás frayau.

Un poco descorazonado y efectivamente cansado, Mayito optó por seguir el consejo, aunque de mala gana.

--¿Nun tienes muchu calor con esi abrigu, guaje? --añadió Marcelino más tarde con mucha sorna.
--¡Jolín! Toy asau. Pero díjome güelita que ni se me ocurriera quitalu.
--Y sede. ¿Nun tienes sede? Bebi un poco de la bota que ta debaxu'l carru, ho.

La novia de Marcelino, Rosa, que estaba ayudando en la tarea, murmuró escandalizada mirando para él:

--Marce... que ye vino, ho.
--Déxalu, a ver qué fae. Qué dañu-y va hacer, muyer.

El chaval fue directo al carro, cogió la bota e intentó echar un trago lo mejor que pudo. Como no estaba él muy puesto en aquello de la bota, echó más vino por la pechera del abrigo que en el gaznate pero algo bebió. Y como estaba fresco no le desagradó demasiado.
Su tío miró para su novia con una risa reprimida comentó:

--Esti guaje ye la de Dios.
--Como se entere tu madre, mátate --sentenció la novia.

El chaval sentóse al sol apoyado en la rueda del carro y allí estuvo un rato. Cuando tenía sed, y como tenía el permiso del tío, cogía la bota y se aplicaba un buen trago al coleto.
Así que, entre el sol, el abrigo y el vino, se apoderó de él un terrible sopor y entró en un estado de letargo del que le despertó Marcelino tras un buen rato.

--Qué, guaje. Tas cocíu, ¿eh? Venga vamos pa casa a comer. ¿Tienes fame?

Iniciaron la marcha cuando el sol estaba ya en todo lo alto y durante la bajada el tío no dejó de meter cizaña:

--¡Ay, guaje! Con esti calor y tú con esi abrigu... Vas cocer. ¿Cómo nun lu quites, ho? Mira que hace-y casu a tu güela. Claro, como ella nun tien que llevalu. Si fuera yo, iba a ponelu... Tiénlo claro. ¿Cómo lo pasará? Menudu calorón... Esto ye fuego. Oye, y tú en tu casa, en Xixón, ¿andes tamién con esi abrigu puestu? ¿Vas a la playa con él, ho? Vaya cruz. Mira p'ahí que sudá lleva... Nun ye de creer. --Y seguía ahondando en la herida con toda la sorna del mundo.
--Déjalu en paz, Marce --decía la moza-- nun seas pesáu. ¡Probe...!

El chaval los seguía a ambos mudo y un poco mareado; con unas ganas horribles de deshacerse del puñetero abrigo.
Cuando llegaron a la antojana de casa, Marcelino, acabó sentenciando:

--Oye, Mayito. Ahora que nun te ve tu güela, quita esi abrigu, ho. ¡Qué coño! yo que tu quitábalu ahora mesmo y picábalu col hachu. Cagón ros... Mayito, ¿a qué esperes? Si, además tiéneslu tou manchau de vino; como te lu ve tu güela, cobres... Dafechu.

El chaval miró a su tío con cierta incredulidad, pero entre la seriedad con lo que lo decía, el mareo que tenía encima y calentón que tenía en la cabeza, no lo dudó más. Desembarazóse del abrigo con decisión, lo puso sobre el tronco de cortar la leña, agarró como pudo el hacha de la abuela y allá, mal que bien, se lió a hachazos con el dichoso abrigo.

--Di-y que pare, Marce --dijo Rosa-- que va a matalu tu ma.

Marcelino la miró con la con aquella sorna tan suya y no hizo más. Cuando el abrigo ya estaba lo bastante troceado, pese a lo cual el chaval seguía empecinado con el hacha, Marcelino se asomó a la ventana de la cocina donde estaba su madre ultimando la comida.

--Oye, mama ¿mandaste-y al guaje que picara leña?
--¿Entós? Por qué lo dices. Yo no-y mandé na. ¿Qué ta faciendo?
--Nun sé, pero... ta ahí, day que day al hachu que parez que ta endemoniau.
--¿Qué ye, ho? Ya-y dixe que nun lu quiero ver col hachu, eh --dejó todo lo que estaba haciendo la abuela y salió a la antojana secando las manos al mandil.

Cuando vio al nieto, como un poseso, destrozando el abrigo con el hacha creyó morirse.

--Pero... ¿qué tas faciendo, Mayito? Yo mátolu. Mira p'ahí que estropiciu de abrigu.

Y según dijo eso cogió de la puerta de casa una de las varas de avellano de las de guiar el ganado y arremetió contra el zagal. Y si no fuera porque se interpuso Marcelino, a buen seguro que se la hubiera roto sobre el lomo.

--Pero, mama como-y vas a dar con la guiá, ¿tas lloca, ho? --dijo Marcelino aguantando la risa.
--Palmira, muyer, tranquila que seguro que tien arreglu --se le unió Rosa a parar el envite.

A todo esto, el chaval viendo venir a la abuela enfurecida y temiendo por su integridad, soltó el hacha y echo a correr caleya abajo.
La abuela lloraba:

--Mira p'ahí que traces de abrigu. Y ahora que-y digo yo a la madre. ¡Cojona! col rapacín. Yo mátolu. ¡Mátolu! Voy a arranca-y les oreyes en cuanto aparezca por aquí. Será castrón...

Y mientras Rosa trataba de consolar y tranquilizar a la abuela, Marcelino salió en busca de Mayito que había puesto tierra de por medio, mucha. Pero no dio con él por más que buscó. Y así estuvo perdido el resto del día.

Lo encontró Rosaura, la del Poyeu, de la que iba para casa a eso de las diez de la noche, agazapado detrás un lavadero por la zona de Amandi.

--¿Qué faes ahí, rapaz? ¿Tú nun yes el nietu Palmira, ne? ¡Ay madre, tas fríu como un merucu! ¿Qué faes que nun vas pa casa?
--Ye que quier matame mi güela. --sólo acertaba a decir el chaval.
--Nun te apures, hombre. Vienes conmigo y verás como nun te fai na. Anda, avérate a mí que tas tiritando, fíu.

Costó trabajo convencerlo para que volviera a casa, pero el cansancio, el hambre, el frío y el miedo a la noche le hicieron claudicar aun a riesgo de las temibles consecuencias de su tropelía.
Mal había empezado las vacaciones y pese a que no era del todo consciente de haber hecho algo malo pues, al fin y al cabo, lo que hizo fue obedecer a su tío, se prometió a sí mismo enmendarse en lo sucesivo. Difícil tarea, no obstante.
La abuela ya había digerido parte del atragantón y, aunque un poco preocupada, sabía que el chaval terminaría apareciendo pero también estaba segura de aquella había sido la primera travesura del verano pero aún quedaban muchas más. ¡Qué verano le esperaba! Así que con resignación pensaba para su adentros:

--¡Ay, Mayito, Mayito! ¡Menuda pieza tas hechu!