martes, 26 de julio de 2011

Mi tía Alvarina


Mi tía Alvarina era una mujer de campo a duras penas incrustada en una ciudad, a la que seguramente no se adaptó nunca. Era, en el estricto sentido de la expresión, una buena persona. Paciente, risueña, jovial, poseía una encantadora ingenuidad que la hizo protagonista de múltiples y divertidas anécdotas que ella misma contaba entre risas contagiosas. Algunas de ellas rozaban el esperpento otras se adentraban de lleno en el mundo del más hilarante absurdo.


Se me viene a la cabeza aquella ocasión en que me la topé por la calle con el brazo en cabestrillo y una mano profusamente vendada. Mi alarma inicial tornóse en pasmo cuando me contó que la causa de aparatoso vendaje era que la había mordido un ¡conejo muerto! Yo no daba crédito a semejante historia aunque tratándose de mi tía todo era posible. Con una sonrisa de oreja a oreja me contó que había comprado en la plaza un conejo para guisar. El conejo, claro está, estaba muerto y despellejado pero no troceado debidamente para el guiso. Así, pues, procedió diligente a la tarea con un machete de manera tal que cogió el animal de forma que su mano izquierda quedó a la altura de la boca del conejo y al dar el primer hachazo, el bicho contrajo su mandíbula de tal suerte que los incisivos se incrustaron con fuerza en la mano de mi tía. La herida fue grande y la profusión de sangre aconsejó una visita a la Casa de Socorro. Los profesionales encargados de la cura no atinaban con el vendaje pues apenas si podían contener la risa tras haber escuchado los hechos que provocaron la avería. Durante días, mi tía contaba divertida la historia a todo aquél que se encontraba por la calle y que, como yo, le preguntaba por el aparatoso vendaje.

No mucho antes (o después, no sé), le aconteció otra de sus curiosas anécdotas. A menudo salía a pasear por el Muelle de Gijón, donde, por aquél entonces no era raro ver a algún chaval que, pese a estar prohibido, pescaba con su caña en las oscuras las aguas del puerto. Solo a los chavales se les ocurría hacerlo pues lo único que podía sacarse de allí eran “muiles” grandes y gordos, pero llenos del fango que, a la sazón, tapizaba por entero el fondo de la dársena. En fin, tal vez por eso los carabineros hacían la vista gorda, pues aquello divertía a los chavales y sus piezas no tenían ningún valor económico y mucho menos gastronómico por muy grandes que éstas fueran.
Pero mi tía, pese a que ya llevaba décadas en la ciudad y debía estar al corriente de aquella circunstancia como cualquier gijonés, se dejó embaucar por dos mozalbetes que la asaltaron tratando de venderle una hermosa pieza que acababan de sacar del agua. Como digo, mercó aquella pieza y se fue muy ufana para casa con la intención de prepararla para la cena.
Pero, como era de esperar, fue hincar el cuchillo en la panza del animal para proceder a su limpieza y expulsar éste una pasta negra y nauseabunda que, por supuesto, no invitaba en absoluto a continuar con la faena ni mucho menos pensar en cocinar aquella inmundicia. Así, pues, resolvió tirar a la basura el enorme pez. Pero discurrió que mejor sería hacer uso del triturador eléctrico que tenía instalado en su bañal de la cocina. Dicho y hecho: introdujo la cabeza del animal en la embocadura del aparato y dio al interruptor. Y allí se fraguó el desastre. La cola del animal empezó a girar a una velocidad endiablada y, toda vez que su panza estaba agujereada por el cuchillo, por acción del frenético giro convirtióse aquello en un aspersor de maloliente pasta negra que la dejó a ella, a las paredes y al techo de la cocina del color de betún.
Tardó un día entero en limpiar el desaguisado y semanas en tratar de desprender el olor de las paredes, amén de tener que pintar de nuevo el techo de la cocina.
Pero a ella se le saltaban las lágrimas cuando nos lo contaba y reparaba en la cara de asco que se nos quedaba a todos imaginándonos la escena.

Realmente, muchas de sus anécdotas tienen que ver con cuestiones gastronómicas pues viene a mi memoria otra de las suyas relacionada con esos menesteres. Mi tía casó con Pedro; un santo varón que tenía verdadera pasión desde joven por todo lo ruso. Tanto es así, que cuando se abrieron las fronteras con ese país tras años desencuentros con la España franquista, mi tío fue de los primeros en entrar en la Unión Soviética. Repetidos viajes terminaron dando su fruto en forma de fraternas amistades con las que mantenía correspondencia e intercambio mutuo de regalos de cortesía.
En cierta ocasión, recibieron de sus soviéticos amigos un paquete con variados presentes entre los que se encontraba algo que mi tía identificó de inmediato como una suerte de embutido típico de Rusia. No tardaron en empezar a dar cuenta del curioso manjar advirtiendo que no era precisamente de su gusto. No obstante, ante lo curioso del presente, mi tía dio a probar de aquella rareza a todo el que pasó en aquellos días por su casa, que no fueron pocos. No había visitante que no se dejara seducir por el encanto de mi tía, siempre dadivosa, ofreciéndoles una lonchita de aquel extraño embutido, si bien la desaprobación era generalizada. Pero nadie quiso perder la oportunidad de probar algo nuevo y distinto. Aunque aquella extraña longaniza estaba muy lejos de los estupendos chorizos de Carbayín, patria chica de mi querida tía.
No pasó mucho tiempo desde que se acabó el embutido cuando llegó una nueva misiva de sus amigos rusos. Preguntaban si les habían gustado los presentes y que les encantaría que lucieran adecuadamente los “cirios” que les habían remitido.
Como es lógico no tardó en aflorar la risa de mi tía al percatarse de que se había comido en lonchas media docena de velas de un extraño color marrón y que se lo habían dado a probar a toda la vecindad y parte de la familia. Con razón habían encontrado un poco seco, pastoso e insípido la “chorivela” de la estepa rusa. Pero bueno, todos los que, más por cortesía que por apetencia, probaron aquel “manjar” entendieron al punto que eran cosas de mi peculiar tía a la que bien podía perdonárselo todo.

Muy relacionado con este episodio está otro no menos sorprendente. Fue el caso que, como quiera que sus nietas estudiaron en un reputado colegio de religiosas, mi tía trabó amistad con algunas de las monjas que impartían la docencia. En una de sus conversaciones les relataba alguno de sus muchos padecimientos físicos: que si un dolor aquí, que si un desarreglo allá... El caso es que las bienintencionadas monjas le hablaron maravillas de los milagrosos efectos que tenían unas reliquias que ellas custodiaban y que ponían a su disposición cuando quisiera. Eran éstas unos huesecillos de la mano de un beato muy venerado en su Orden.
Mi tía, fácil de convencer, no se atrevió a declinar tan generoso ofrecimiento y aceptó llevar a su casa las reliquias por unos días. Pues bien, ni corta ni perezosa, le faltó tiempo para prepararse una infusión con aquellos huesecillos que si bien no desprendieron mucha sustancia, con unas cuantas gotas de anís y una cucharadita de azúcar se dejó beber. Varias fueron las ocasiones en que repitió la operación sin que ella notara más mejoría que la derivada de la ingesta del anís cuya proporción iba siendo cada vez más generosa.
Al cabo de unos días devolvió las reliquias a sus custodias y, por no desairar su fe, les comentó que era “mano de santo” y que habían erradicado por completo sus males. Las monjas quedaron muy satisfechas y un poco extrañadas pues advirtieron que los huesos estaban ligeramente más blancos pero seguramente lo atribuyeron a una intervención divina.


Es abundante y variado el anecdotario; tanto que difícilmente tendrían cabida en este blog todas y cada una de sus andanzas que forman parte de la intrahistoria de mi familia. Pero sirvan estas pinceladas como sentido homenaje y emocionado recuerdo que difícilmente nos palía de su ausencia.