martes, 19 de agosto de 2008

La integración china


De unos años a esta parte, un nuevo tipo de establecimiento comercial ha entrado a formar parte de nuestras vidas para solaz de aquellos que gustan de zambullirse en la sociedad de consumo. A nadie sorprende ya encontrarse, en los mejores locales de la ciudad, un bazar chino.

Varias son las circunstancias que, en principio, llaman la atención de estos locales tan peculiares y que gozan de una sorprendente aceptación, únicamente explicable si atendemos a sus precios.

Dejaremos de lado las leyendas urbanas que rodean al colectivo chino en nuestro país. Leyendas que, sin empaque, se adentran de lleno en el escabroso y truculento asunto del canibalismo o bien rescatan una remozada versión del Sacamantecas que ahora, más acorde con los tiempos, se ha reconvertido en traficante de órganos. Asuntos ambos que por el morbo que suscitan bien merecerían un largo comentario que dejaremos para mejor ocasión.

Hay otras curiosas circunstancias que rodean estos bazares y que no son tampoco los horarios maratonianos, ni su gran tamaño y situación privilegiada, su versatilidad (uno encuentra desde paleta y caldero de playa para el niño hasta un recargador eléctrico de pilas) o su misceláneo abigarramiento.

Nada de eso. A mí me llama poderosamente la atención su nombre. Efectivamente, todos sin excepción escogen para su negocio un nombre de indudables resonancias chinas que incluso, en ocasiones, va escrito en caracteres originales. O es de suponer que eso es lo que significan esos extraños grafismos anexos al nombre en caracteres latinos. Nombres como “Hua Sing Po”, “Hi Suan Kiin” o “Toon Su Chin” ya no extrañan a nadie.

Sin embargo no conozco a nadie que cuando se dirige al correspondiente bazar de su barrio diga con naturalidad: “Voy a comprar un juego de brochas al Pong Chi Sua”; si no, “voy al chino de la esquina”. Sin entrar, por otra parte, en consideraciones sobre si estará o no abierto: tenemos la seguridad de que sí lo estará aunque sean las 2 de la madrugada. Otro cantar es: ¿quién puede necesitar un juego de brochas a tan intempestivas horas?

¿A qué se debe la elección de esos nombres? No digo yo que deban caer en el recurso facilón y llamarlos “La Flor de China”, “La Perla de Sanghai” o “La más Barata de Pekín” porque sonaría un poco antiguo. Ni que se decanten por algo tan pretendidamente chic como “Chino’s Bazar” o “Pequine’s Fashion”. Pero podrían elegir algo más propio del país y que fuera más pegadizo para los aborígenes, esto es, para nosotros.

Pongo como caso ejemplar aquella familia china que reconvirtió su negocio, un restaurante chino, en ¡una sidrería! y le puso por nombre el asturianísimo nombre de “Casa Lin”. En un paradigmático sincretismo, acertaron con algo autóctono sin renunciar a sus raíces mandarinas, toda vez, que el dueño atendía a tan escueto nombre. Pena es que tamaña audacia comercial no se viera acompañada por el éxito. La verdad sea dicha que aún existen muchos prejuicios entre los sidreros y uno de ellos es que no ven con buenos ojos que les eche un culín (Ku Lin) una joven nacida a la sombra de la portentosa muralla. Pero ese es otro tema y merece comentario aparte.

Tengo yo para mí, que esto de la elección del nombre es una muestra más de la proverbial falta de integración de la comunidad china en España, en general, y en Asturias, en particular. Efectivamente, raro es ver a un chino tomando un culín de sidra mientras da cuenta de una ración de bígaros, o a los mandos de un utilitario cagándose en la “madle que palió” al taxista que le cerró el paso. Raro es verlos quemándose “les pestañes” en la foguera de San Xuan, o dando una vueltina por el Muelle de Oriente paseando a los críos por muy del oriente que sea.

Sus bazares son su hogar; son su pequeña china. Ellos están allí en su país, no en el nuestro, y seguramente esperan que por la puerta entren sus paisanos de rasgados ojos y no los ojipláticos autóctonos. De ahí que el nombre de afuera sirva de reclamo a los chinos, no a los españoles que no atienden ni atienden lo que allí está escrito y menos cuando lo escriben en su propia lengua. Sabremos que un chino está integrado cuando cambien el rótulo de su establecimiento.

De esta conclusión se desprende un hecho altamente positivo, especialmente para aquellos que adoptan a una niña china y que últimamente son legión. Se cuenta que muchos de estos esforzados y admirables padres, con el fin de que sus hijas no olviden el poco o mucho chino que saben cuando llegan y con evidentes muestras de pensar en su futuro, las llevan a clases de chino.

Pues bien, está bien pensado pero no hace falta el esfuerzo económico de unas clases particulares. Puesto que los bazares chinos son, como hemos visto, una parcelita de China en España, podrían reconvertirse (sin renunciar a su proverbial espíritu mercantil) en guarderías donde las nuevas españolitas podrán empaparse de la cultura china sin salir de nuestro país. Además, se cuenta con la ventaja del horario: los padres no sólo podrán dejarlas durante el horario laboral sino que pueden salir a cenar y, después de la espuela, pasar a buscar a su niña y, de paso, comprarse el juego de cuchillos que tanto necesitaban y que se les había olvidado comprar por la mañana.

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