sábado, 11 de diciembre de 2010

Romántico


Sentado en la penumbra, contemplo ante mí decenas de cabezas que la luz de la pantalla perfila en plata. Ahí delante está ocurriendo algo importante que ha vuelto pétreos a todos los espectadores.
Una chimenea crepita en llamas. Envuelve con su bermeja luz y su cálido abrazo a dos enamorados que, sentados en una tupida alfombra de piel de oso, brindan con elegantes copas de champagne por un futuro de miel y rosas. Una legión de velas esparcidas por doquier hacen danzar sus tenues pavesas. Las nerviosas burbujas del dorado líquido centellean a su luz antes de perderse en sus bocas que acabarán encontrándose, voluptuosas, en un apasionado beso. El triste y meloso canto de un violín endulza la escena. El clímax romántico llega a su zénit y está a punto de reventar los henchidos corazones de los espectadores.
Una mano cálida busca la mía y sin desviar un ápice la mirada de la romántica escena, alargo mi abrazo y rodeo tiernamente los hombros de mi entregada acompañante. Ella reclina, mimosa, su cabeza sobre mi hombro y deja caer lánguidamente sus sedosos cabellos sobre mi emocionado pecho. Luego, sello el encuentro recostando mi cabeza contra la suya en una íntima comunión preñada de emoción y pasión contenida.
El romanticismo exuda por cada uno de nuestros poros. Uno desearía que aquel abrazo durara por siempre o de lo contrario que el cielo se desplomara sobre nuestras cabezas dando un melodramático fin a tan apasionada escena.
Mas, algo perturba inopinadamente el momento: Desde la lejanía se deja oír apenas un murmullo grave que se acrecienta por instantes. Un leve temblor, ajeno a nuestra emoción, sacude nuestros pies. El murmullo deviene en estruendo que confirma el trueno. Y tras él, se adivina una intensa lluvia que va arreciando.
De repente, se aborta el abrazo. La cabeza se envara, la mano se tensa, la alarma se manifiesta y una exclamación sottovoce sale de la boca de mi querida esposa: ¡¡DIOS MIO, LA MI ROPA...!!
Delante de mí, observo idéntica escena: cabezas que se separan, tensión. Y un murmullo generalizado recorre la sala: “... ropa”, “... mi ropa”, “... ropa”...

El romanticismo ha saltado por los aires. La emoción tórnase en preocupación. La pasión, en contenida ira: las unas pensando en la lavadora, los otros..., los otros no piensan. No entienden. Lo normal.

Semanas más tarde, presente aún el impacto del romanticismo abortado, decido zanjar la cuestión y consumar la escena por un prurito personal de no ser rehén de lo prosaico.
Me esfuerzo en llegar antes a casa que lo haga mi esposa. Me doy tiempo así a componer una escena perfecta antes de que ella llegue: la sorpresa forma parte del encanto.
Me hago con un buen vino. Preparo una frugal pero exquisita cena. Elijo la música adecuada y el volumen exacto. Elijo la vajilla de los invitados y la cristalería de postín. Un capullo de rosa “rojo pasión” sobre su plato. ¿El mantel? De lino. ¿La luz? La justa. Y velas. Muchas velas. Que no sea por velas.
Y es llegado el momento. La primera baza, la sorpresa, ya cuenta en mi favor. La he dejado sin habla. La cosa empieza bien. La cena es todo un éxito, mis poco explotadas artes culinarias han hecho un comedido furor. La luz de las velas ha templado el ambiente y la rosa ha sido un éxito. Cuando pasamos al sofá, la temperatura pasional ha subido unos cuantos grados con ayuda del alcohol.
Prolegómenos. Esa es la clave, según tengo entendido. Una hora. Será por prolegómenos. He logrado vencer el sueño y he ahogado algún que otro bostezo por no perturbar tan mágico momento. Todo está a punto.
Las escenas que siguen he de obviarlas, no por censura, sino por caballerosidad. El buen romántico no ha de ser lenguaraz, antes al contrario, guardará para sí, celoso de la intimidad, todo detalle escabroso que contamine la escena y ponga en peligro el inestable equilibrio entre el verdadero amor y las más bajas pasiones.
Así pues, encuadremos de nuevo la escena en el momento en que me hallo entregado de pleno a la pasión (romántica, por supuesto). Al borde del paroxismo veo reflejada en la cara de mi compañera una expresión de entrega total que acrecienta aún más el clímax de tan apasionado instante.
Hace horas hemos emprendido juntos un tortuoso y trabajoso camino que nos ha traído a asomarnos a este vertiginoso abismo de pasión, a estos desventíos de placer por los que estamos a punto de dejarnos rodar en una arrebatada y desenfrenada caída sin control. ¡Oh, ... el romanticismo! ¡Viva la madre que parió a Gustavo Adolfo Bécquer! ¡Que Dios tenga en su gloria a Mariano José de Larra! ¡Qué grande, Dios mío, qué grande es esto...!

Mas, un horrible rictus inunda la cara que tengo a un palmo de la mía. Los ojos perdidos en el infinito toman ahora una fija presencia que me miran con expresión de pánico. El cuerpo abandona su rítmico balanceo y se agarrota cual si estuviera disecado. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? ¿Dónde me he equivocado? Mi cara es la esencia misma de la interrogante con un punto incluido.
Al fin va hablar. ¡Qué angustia, madre mía! ¿Qué dirá?

―¡EL GAS! Se "te" ha olvidado apagar la llave del gas.

Doyme. No puedo más. Reconozco mi absoluta incapacidad para alcanzar un clímax de pasión romántica. Abomino de cualquier pretensión de acercarme al ideal romántico. Abrazo la fe de la prosa y el realismo. Me alío a las tropas de la terrenalidad más absoluta. Soy un hombre sin sensibilidad ¡qué se le va hacer!

lunes, 17 de mayo de 2010

Truman

Grande. Así lo recuerdo: gran barriga, enorme papada, manos gigantescas. Ese era el aspecto de Truman. Pepe Truman debía su apodo al hecho de que empezó a trabajar como pinche el mismo día que invistieron presidente de los EE.UU. a Harry Truman.
De semblante serio, era sin embargo la persona más amante de la burla y la broma que jamás he conocido. Socarrón en extremo, apuntillaba cualquier comentario con un ágil chascarrillo que parecía tener preparado de antemano. Su ingenio vivo contrastaba con sus cachazudos ademanes. Su capacidad para pergeñar las más divertidas bromas era proverbial de manera tal que, estando él presente, cualquier travesura se le imputaba sin hacer mayores indagaciones y cuando hacía presa en algún alma cándida éste podía darse por perdido.
Tal fue el caso de aquel pinche que tuvo en tiempos y al que él mismo apodó “Peluduru” por motivos más que evidentes. Tuvo a este infeliz zagal sumido en la más profunda de las preocupaciones durante meses al hacerle creer que era un impotente redomado.
Como quiera que en el taller de mecánica en que trabajaban había uno de aquellos gigantescos voltímetros, hizo creer a Peluduru que aquel aparato servía también para medir la potencia sexual de los varones. Demostraba su aseveración poniendo el polo positivo en un testículo y el negativo en otro, ocultando al infeliz una hábil maniobra que consistía en unir, bajo los pliegues del mono de trabajo, ambos polos, lo que producía, claro está, una subida de la aguja hasta los niveles máximos.
Cuando Peluduru repetía la maniobra en sus partes, pero desconocedor de la artimaña, tan solo conseguía unos exiguos resultados que lo sumían en la más profunda depresión. Cada mañana, el pinche al entrar en el taller repetía una y otra vez la prueba en busca de mejores resultados que no se acababan de producir. Al borde de la locura y tras meses de intentos acabaron revelándole la patraña. Ante tal revelación no sabía si matar al burlón o ponerle una vela a la Virgen en señal de agradecimiento.

No mejor suerte corrió un incauto parroquiano que era un habitual del chigre donde Truman daba rienda suelta a una de sus pasiones: la sidra. Provocar a semejante personaje era hacer méritos para acabar arrepintiéndose y el incauto aún debe estar haciéndolo. Llegó éste al chigre con un paquete bajo el brazo que depositó sobre la barra. Mientras daba cuenta de unos culinos la emprendió con Truman haciéndole saber que en el interior del paquete llevaba un centollo “pelonín” del que daría cuenta no bien hubiera llegado a su casa. Se burlaba de Truman diciendo que él, en cambio, debería conformarse con una miserable loncha de jamón de york, a lo sumo.
Insistía en la burla y Truman callaba. Pero en un instante en que el incauto hubo de ir al servicio, con una agilidad impropia de su corpachón, salió del chigre y fue a un solar contiguo donde se amontonaban escombros. Se hizo con un trozo de loza perteneciente a la taza de un inodoro de tamaño y forma semejante a un centollo. Volvió con tiempo suficiente para abrir el paquete, pegar el cambiazo y sentarse de nuevo como si tal cosa.
Cuando el aprendiz de burlón acabó la botella se despidió ufano recordándole una vez más a Truman la diferencia de suerte que tendrían aquella noche. Y, efectivamente, así fue. Fue salir por la puerta el infortunado burlón y pedir Truman que le cociesen el centollo. Cuando el primero llegó a su casa y se topó con el trozo de váter, el segundo ya había dado cuenta del suculento manjar. No sabía con quién se la jugaba el infeliz.

No sé si el mismo personaje (imagino que sí), fue también el objeto de otra de las más celebradas ocurrencias del bueno de Truman. El día era lluvioso y el parroquiano acudió con un paraguas a tomar su “botellina”. Colgó el paraguas de la barra y se enfrascó en una discusión tan encarnizada como banal, como suele ser costumbre en esos pagos.
Permaneció ajeno a las furtivas maniobras de Truman que, poco a poco, fue dejando caer dentro del paraguas chapas de botella que recogía del suelo del bar.
Acabada la discusión (que habría de continuar al día siguiente) el incauto abandonó el chigre con la suerte de que no llovía en ese momento. Tomó el autobús y al bajarse en la parada correspondiente quiso la suerte que arreciara un chaparrón. Poner el pie a tierra, abrir el paraguas y lloverle encima un diluvio de chapas con enorme estruendo fue todo uno. Despertóse gran expectación entre viajeros y viandantes y su bochorno fue tal que, presa de la ira, tomó el siguiente autobús de vuelta. Entró en el bar como un basilisco y sin preguntar quién había sido el autor de la tropelía se fue directo a Truman esgrimiendo el paraguas en inequívoca intención de atizarle un paraguazo. Así lo hizo, pero, prevenido aquél de la maniobra se acurrucó dejando franca la espalda. Allí fue a parar el mandoble que fue de tal violencia que el paraguas tomó la curvatura de la espalda. De esta guisa y acabada la retahíla de improperios que fue recopilando durante el viaje de vuelta, volvió a salir del bar. Cuando intentó abrir de nuevo el paraguas la curvatura ocasionada por el golpe lo impedía y empezó toda una suerte de forcejeos bajo la lluvia que fue coreada desde dentro del establecimiento con grandes carcajadas que continuaron días después del celebrado hecho.

Como estas que anteceden son legión las anécdotas que adornan la biografía del personaje. No habría espacio aquí para comentar todas sus andanzas. Pero dese una cosa por cierta: rememorar a Truman y aflorar una sonrisa en el semblante siempre van de la mano.

lunes, 10 de mayo de 2010

El platilllero


Yo, una vez, fui platillero. Esto es algo que muy pocas criaturas pueden decir. Sin embargo, no me siento especialmente orgulloso de esta inusual proeza. Tanto las especiales circunstancias que me llevaron a ello, como las que acompañaron el pequeño período de tiempo que duró la experiencia pueden calificarse, sin lugar a dudas, de absurdas, grotescas y, como se verá, vergonzantes. De ahí que no sea yo muy dado a mencionar este episodio que ocurrió durante el mes y medio que permanecí en el campamento de instrucción previo al servicio militar (¡Dios mío, la “mili”!).
Todo empezó en una formación de las innumerables que ocupaban nuestros días. Dos alféreces gritaban a la acobardada tropa preguntando quiénes sabían tocar algún instrumento. Un paso al frente, como siempre, era que sí.
Pese a estar advertido de la máxima que rige la vida militar (“voluntario ni para comer”) desoí el consejo y avancé sin temer las consecuencias. A los adelantados nos fueron preguntando por el instrumento con el que estábamos familiarizados: la trompeta, uno; el saxo, el otro; aquél, el bombardino; el tambor, el de más allá. Así fueron dando cuenta los reclutas de sus habilidades musicales.
Cuando llegó mi turno me sentí ridículo al decir: yo, el piano.
No, no. El piano, no. No servía. ¡Qué se le va hacer! Ya comprendía yo que, por mucho que los pianos tengan pedales, aún no se ha inventado la forma de que se parezcan a los de la bicicleta para hacerlos avanzar.
Ya iba a volverme a mi sitio cuando uno de los brigadas me detuvo. Bien pensado, si que serviría: ¡yo sería el platillero! Y así empezó todo. Diez años de estudios codeándome con Chopin, Bach, Litz y Debussy, para acabar dándole a la síncopa con los platillos. Típica lógica militar.

Pues bien, a partir de ese momento me aparté de la disciplina del resto de la compañía y entré a formar parte de la honorable banda del C.I.R. Mis jefes directos eran dos brigadas: uno encargado de la sección de instrumentos de metal y el otro de la sección de cornetas y tambores. Ambas secciones ensayaban, por separado, en un enorme pinar del recinto militar, lo suficientemente alejadas una sección de la otra y ambas del resto del Regimiento. Por aquello de no molestar.
Yo en un principio y, por intuición musical, me fui a la sección de percusión, esto es, detrás de los tambores. Pero el brigada musical no estaba muy de acuerdo con la opinión de que los platillos fuesen de su sección; entendía, en buena lógica militar (no musical) que, puesto que eran de metal, debía estar con el resto de instrumentos de esa índole y me mandó con la otra sección. Tras un pequeño peregrinaje por el bosque llegué a la par de los instrumentos de metal y me acoplé. Pero, héteme aquí, que el otro brigada discrepaba de la tesis de su compañero de armas (e instrumentos) y me expulsó a cajas destempladas (nunca mejor dicho) y me devolvió a la otra sección. Otro paseíto, otro acople y otra expulsión: yo debía estar con la otra sección... Total, que aquellos primeros días me los pasé deambulando por el bosque con los platillos bajo el brazo tratando de encontrar asilo musical en alguna de las secciones.
Cuando ambas secciones se juntaron para un ensayo general. Yo pedí a los brigadas que aclararan definitivamente mi ubicación. Como era de esperar encontraron la solución “más lógica” (militarmente hablando): yo ensayaría sólo y me uniría a ellos durante las comparecencias generales en medio del bosque.
Estupendo. Me había constituido en una tercera sección unipersonal y como tal busqué una parcelita en el bosque suficientemente alejada de todo y de todos. Y como no era cuestión de estar dando platillazos yo solo, como un tonto, me senté en una piedra y me coloqué los platillos a modo de espejo para dorar mi tez con el reflejo del sol. Así permanecía horas hasta que recibía aviso de un ensayo general en el que yo aprovechaba para hacer gala de mis grandes progresos y exhibía mi virtuosismo platillil.

Pero la cosa empezó a torcerse, nunca mejor dicho. Descubrí que uno de los platillos tenía una fisura en parte de su estructura, de manera tal que cuando golpeaba con fuerza uno contra otro, el defectuoso tornábase de cóncavo en convexo y así encajaba el uno en el otro y no sonaban. ¿La solución? No cabía otra que dejar de tocar, poner el platillo descompuesto en el suelo y darle una estratégica patada en el centro devolviéndole así su concavidad, pero a la par aumentando un poco más la fisura.
La operación debía repetirse cada vez que la exigencia de la marcha militar en ejecución requería de un sonoro platillazo. Es decir, cada dos por tres (o tres por cuatro, que resulta más musical). Por ello, a cada rato, yo repetía el patadón. La cosa se complicaba cuando el ensayo general incluía la marcha al ritmo de la música. Entonces me salía de la fila (grave pecado militar), me detenía mientras los demás proseguían su marcha, echaba el platillo al suelo, pegaba el patadón y echaba a correr detrás de los otros hasta ocupar de nuevo mi lugar en la formación y seguía andando
Todas estas maniobras desquiciaban a los brigadas y me lo hacían saber no de muy buenos modales. Yo les explicaba la circunstancia de los platillos y les solicitaba un cambio. Imposible. No había más platillos. ¿Qué hacía entonces?
Otra muestra de lógica militar determinó que lo mejor sería que, mientras no fuese estrictamente necesario, hiciese ademán de tocar pero sin tocar. Esto es: me convertí en el primer intérprete de platillos en “play-back” de la historia militar española. Así iba yo muy ufano, pinar arriba y abajo, haciendo grandes esparavanes con los brazos pero sin emitir sonido alguno.
Pero como quiera que, muy de cuando en cuando, era imprescindible la intervención de los platillos para la buena marcha del tema que se ejecutaba, el deterioro de los platillos iba en aumento; circunstancia de la que advertí debidamente a los brigadas que no prestaron demasiada atención.
Pero, llegó el día de la Jura. El día de la verdad. Cinco mil reclutas poblaban el campo de maniobras. En la grada principal, la plana mayor: todos engalanados y con sable al cinto. La grada general, abarrotada de un público expectante que buscaba en vano a su retoño, entre un ejército de clones. Seguían las indicaciones previamente pactadas: soy el sexto empezando por la derecha y el decimonoveno por la derecha, de la compañía segunda contando desde atrás y quinta desde la izquierda. Yo no tenía ese problema: soy el platillero. Puesto que solo había uno, era fácil localizarme entre todo aquel mar caqui.
Pero yo temblaba. Había llegado el gran día y nadie me había dicho si ese día tocaba o ponía el “pleibac”. La decisión fue mía: tocaría a medio gas.
Todo parecía discurrir dentro de unos cánones normales desde una óptica militar. Pero el diablo es un profesional y quiso estar presente: llegó el momento del himno del C.I.R. que requería de un sonoro platillazo al comienzo de su ejecución. Me la jugué: sorprendí a todos que un rotundo golpe de platillo y ahí empezó mi desgracia.
El platillo no resistió el impacto y se rompió. Cayó al suelo con enorme estruendo. Como quiera que el campo de la jura tenía una notable pendiente, quiso la desgracia que cayera de tal modo que empezó a rodar campo abajo entre las piernas de los soldados.
Yo dudé unos segundos. Pero imprudentemente me arranqué: eché a correr tras el platillo ante el asombro de todo el mundo. Como la disciplina militar impide que, bajo ninguna circunstancia, se rompa la formación o se mueva uno lo más mínimo, todos guardaron compostura y no se rieron más que entre dientes. Pero como la grada civil no está sujeta a tales obligaciones, estalló en sonoras carcajadas siendo la rechifla y el vituperio de tan desalmada plebe.
Pero ya era tarde para rectificar y seguí campo abajo, dando un espectáculo lamentable corriendo tras el plantillo que fue a parar a decenas de metros más allá. Luego, lo recogí y emprendí una nueva carrera campo arriba hasta situarme otra vez en mi sitio, acción que fue premiada, por toda la concurrencia, con sonoros vítores y aplausos que sonaban inequívocamente a pitorreo.
No tan contentos parecían estar los brigadas que me miraban con los ojos sanguinolentos de incontenible ira. De no ser por la debida formación, me hubiesen disparado allí mismo, o ensartado con su batuta. Eso decían sus ojos.
Me vi ante un pelotón de fusilamiento o cumpliendo largos años de castillo; o en el mejor de los casos, limpiando letrinas el resto de la mili. Pasaría doce meses sin volver a casa, metido entre cagajones, por culpa de unos miserables platillos, cuya rotura se veía venir hacía semanas pero que nadie, más que yo, quiso remediar.
En fin, acabado el acto, todos desfilamos en retirada y en el momento de romper filas, fue tal el barullo y la algarabía que me escabullí como pude de los brigadas. Dejé los platillos ocultos en unos matorrales y me perdí entre la muchedumbre de padres y reclutas que se abrazan sin cuento.
Por una vez la uniformidad jugaba en mi favor: sin platillos en la mano era uno más de los muchísimos reclutas que por allí pululaban. Me fui del recinto militar y me incorporé días más tarde en mi nuevo destino. Nunca más hice mención de mi etapa de platillero, no fuese a ser que hubiera una orden de busca y captura y diesen conmigo.
Aun hoy, cuando me cruzo con un militar, procuro tener los brazos lo más quietos posible no vaya a ser que ... Nunca se sabe.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Placebo

Que el efecto placebo es un factor determinante en cualquier tipo de terapia, parece una cuestión de sobra contrastada empíricamente. Pero que la soberbia de la Medicina instalada en un arrogante estatus científico ha menospreciado e infrautilizado este recurso terapéutico, como lo hace en general con el aspecto psicosomático de las dolencias, es también un hecho más que evidente.
Es una lástima que los galenos no se aprovechen de un recurso que da tan buenos resultados en muchas personas. No en todas, claro está, pues hay algunas que los placebos parecen traerles al pairo. Pero a ese tipo de persona no solo un placebo, sino cualquier medicina por muy contrastados que estén sus efectos les va reportar beneficio alguno. Y, es que, como en el caso de los placebos, pero en este caso a la inversa, lo que cuenta es la predeterminación con que el paciente afronte un tratamiento. Si un paciente está convencido de que el tratamiento que se le prescribe no le va surtir ningún efecto, así será. O bien, de causarlo, él negará una y otra vez que la mejoría tenga, de algún modo, que ver con lo que se ha prescrito.
Sensu contrario, yo he conocido a personas que se les ha dicho que comer rabos de pasas eran buenos para la memoria que tras engullir unas pocas unidades se han acordado del día en que nacieron.
También he contemplado con estos ojos, que se ha de comer la tierra, cómo cierto compañero de juergas, allá por la turbulenta juventud, entraba en un estado cuasi onírico (vulgo: colocón) tras haberse fumado una china ¡de Avecrem! Efectivamente, bastó envolver un trozo de ese producto en un papel de aluminio, sacarlo del bolsillo con cierto misterio, liar a escondidas el canuto y ofrecérselo furtivamente para que el muy ingenuo alcanzase un buen colocón e incluso se permitiera el alarde de alabar la calidad del material.
Pero el caso más sorprendente de la fuerza de la sugestión, es decir, del efecto placebo en definitiva, tuve noticia de él hace unos cuantos años.
Por aquel entonces, la empresa Hunosa tenía repartidos por diferentes pueblos de Asturias una serie de economatos para sus trabajadores. Como quiera que se trataba de establecimientos ubicados en núcleos rurales y que por aquellos días no todo el mundo contaba con un utilitario, muchas de las mujeres que acudían a la compra lo hacían a lomos de su burro. Amarraban el jumento a la puerta del economato y volvían a sus casas con su voluminosa compra semanal acomodada debidamente en las alforjas.
Una de estas clientas de un economato en concreto tenía merecida fama de ser buena sanadora de muchos males a base de yerbas y ungüentos. Su avanzada edad, su mucha experiencia y algo de tradición familiar le había permitido adentrarse en mundo de la medicina natural o cuanto menos de la fitoterapia.
Uno de dependientes de ese economato sufría por aquel entonces ciertos males que el pudor y el decoro debidos me impiden explicitar sin herir ciertas susceptibilidades. Harto de tanta sufrida y callada agonía y conocedor como era de los portentos de la buena señora, decidióse a darle cuenta de sus intimidades en busca de un rápido consuelo.
Tras responder a una serie de preguntas un tanto embarazosas que ella escuchaba como si tal cosa, tuvo de seguido la anhelada respuesta: “Eso quítotelo yo en un santiamén”
Le emplazó a la semana siguiente en que le traería el remedio a todos sus males en forma de unos hierbajos que le diría cómo preparar.
Esperó inquieto ese día y se le iluminó la cara cuando vio entrar a la vieja con un paquetito bajo el brazo. Le dio una serie de instrucciones de cómo hacer la preparación y cuándo y cuánto debería tomar.
El hombre se deshizo en agradecimientos y estoy por decir que desde ese momento ya empezó a sentir cierto alivio en sus desagradables síntomas.
Los compañeros del paciente muy amigos de la chanza, con la debida distancia no perdieron detalle de lo allí tratado. Así, y sin ponerse tan siquiera de acuerdo, cuando su compañero se dio la vuelta les faltó tiempo para hacerse con el paquete. Salieron al patio de entrada, donde se ataban los burros, y fueron recogiendo excrementos de éstos en cantidad suficiente como para abultar lo mismo que los hierbajos de la vieja. Dieron el conveniente cambiazo y devolvieron el paquete al lugar donde lo había dejado su compañero.
Llegado el momento de salir del trabajo, todos se despidieron como siempre. Tan solo una extraña sonrisa abundaba en el rostro de algunos de sus compañeros, pero el doliente apenas si reparó en ello.
No bien llegó a su casa donde convivía con su madre, le dijo a ésta:
-Vete faciéndome un fervidillo con estes hierbes que aquí te dejo… mientres voy duchame. Tengo que tomales enantes de cenar.
La madre se dispuso a la labor y cuando abrió el paquete reparó en que las tales hierbas no eran otra cosa de cagadas de burro. Sin entender muy bien qué era aquel asunto, llegóse a la puerta del baño y desde fuera, a gritos hizo saber al duchante, su desacuerdo con hacer semejante fervidillo.
Su hijo, malhumorado replicó impaciente:
-Tú fai lo que te digo… Que a mí dixéronme que yera muy bueno pa lo mío. Asina que ya sabes… Lo que yo te diga…
No atendió el hijo a más razones por más que porfió su madre. Así que no le quedó más remedio que acatar la voluntad de su descerebrado hijo.
Cuando salió de la ducha y antes de cenar, como tenía prescrito por la vieja, dio buena cuenta de un buen tazón del preparado pese a que su olor no era precisamente el de la hierbabuena. Solo dijo:

-Podíes habe-y echao un pocu más de azúcar…

La madre calló pero pensó para sus adentros: “Esti fíu míu está como un cencerru”
Pues bien, sepan ustedes que aquella misma noche remitieron todos sus síntomas y pudo, por primera vez en meses, conciliar un reparador sueño que le devolvió a la vida.
He aquí un ejemplo más de la poderosa arma terapéutica que supone el placebo, pues de qué otra forma podría explicarse la milagrosa curación del dependiente.
Efectivamente, siempre podrán decir los descreídos que los excrementos de burro tienen desconocidas propiedades terapéuticas pero eso aún está por investigar. Y me temo que seguirá así unos cuantos años.

lunes, 29 de marzo de 2010

Terapia blanca

Harto de arrastrar un humor melancólico durante algún tiempo decidí poner fin a la situación de una vez por todas. Bueno, seré sincero y diré que más que de melancolía debería hablar de una depresión de órdago, y más que de “algún tiempo” debería reconocer que estos últimos cuarenta años han sido nefastos. Y es que, parafraseando a Miguel Mihura, hay décadas que uno no está para nada.
Efectivamente, son cerca de cuarenta años intentando conseguir sacudirme de encima esta tediosa depresión que me devora el ánimo. Siempre con la vaga ilusión de que algún día todo empezase a cambiar y me convirtiese en un hombre moderadamente feliz, de esos que salen en las pelis. Pero, la verdad, esto no ponía trazas.
Así, pues, decidí ponerme en manos de un profesional que me echara una mano en algo que yo, al parecer, no soy capaz de solucionar por mí mismo.
Dudé, y mucho, sobre el tipo de profesional que me convenía. Es decir, debía recurrir a la versión clásica de los “aliviapenas” o decantarme por la versión más moderna.
Me explico: la versión clásica, la de toda la vida, sería aquella de la que han echado mano todos cuando sentían aflicción en el alma desde que el mundo es mundo: el confesor. Esta opción tenía a su favor el acreditar excelentes resultados a lo largo de la historia y tener un jefe todopoderoso del que echar mano si las cosas no iban bien.
Pero la verdad, he de reconocer que, como hombre de mi tiempo, comprometido con la modernidad y todo eso, no me siento excesivamente cercano a la Iglesia. Así las cosas, opté por una versión más actual: el psicólogo.
¿Qué es, al fin, un psicólogo más que un cura sin sotana? La función, la misma; las técnicas, similares. Tan sólo discrepan, y no tanto, en sus prescripciones: mientras el primero “receta” varios padrenuestros y múltiples avemarías y preconiza el arrepentimiento; el segundo, pone a disposición del afligido todo una batería de terapias envueltas en una verborrea incomprensible plagada de tecnicismos (lo que equivaldría a los latinajos del sacerdote) hasta conseguir la “modificación de la conducta” antes denominada por el clero “propósito de la enmienda”.
Las terapias de estos nuevos confesores son ahora cada día más absurdas y sorprendentes. Porque cuanto más audaz y peregrina sea la recomendación tanto más importantes se sienten y tanto más “científicos” se creen. Tratan, de esta forma, de quitarse de encima la maldita y desprestigiosa etiqueta de “filósofos del sentido común”.
Hay que decir que alguno va más allá en su intento de alcanzar el máximo estatus científico representado, a su manera de ver, por un galeno y no se sustrae a expender recetas de las de “verdad” y extienden una papela prescribiendo tisanas, fervidillos y demás remedios escritos, eso sí, con la letra más incomprensible posible para poner aún más énfasis en su afán emulador.

Así pues, tenía que optar por encontrar un consejo de conducta dentro de los cánones del sentido común pero a cambio de vender mi vida y mi alma a la Iglesia, es decir a Dios; o por el contrario, exponerme a la heterodoxia más peregrina y alejada del sentido común y acercarme a las fuentes del saber universal y científico que brota del fácil verbo de los psicólogos. La elección resultó fácil. Lo cierto es que resulta prometedor ponerse en manos de una persona que, a priori, lo sabe todo de la vida: lo que es bueno, lo que es malo, lo que nos conviene y lo que no. Una persona conocedora del mundo arcano, que está próximo a lo divino y lo humano; que dicta sin ambages las recetas del bienestar cuando no de la felicidad más absoluta. Quién puede sustraerse a encomendar su vida, su alma y todo su ser a alguien tocado de semejantes atributos que le harían merecedor de un escaño en el monte Olimpo donde codearse con sus iguales.
En fin, que esa fue mi decisión y de seguido me encaminé a un prestigioso psicólogo en busca de una mano amiga que me reflotara de mi personal naufragio.
Efectivamente, se cumplieron todas mis expectativas. No bien le hube contado someramente mis cuitas, que él que había escuchado muy atentamente subrayando con algún monosílabo partes de mi discurso (“efecto greenspoon” lo llaman), ya tuvo absolutamente claro cuál era mi problema. Y de inmediato dio paso a marcar las directrices generales de lo que habría de ser su intervención terapéutica.
Como digo, mis expectativas se vieron satisfechas por completo en lo que se refiere a lo peregrino de la terapia.
Empezó por preguntarme si me gustaba el fútbol. Un poco extrañado y confundido le participé que no era precisamente devoto del balompié. El torció el gesto por primera vez y me adelantó que eso tenía que cambiar.
Insistió en el tema y me espetó de repente que “¿cuál era mi equipo favorito”? Más confuso aún le dije que, pese a no ser muy aficionado, como le había comentado, de ser forofo me sentía en la obligación de serlo del equipo de mi pueblo. ¡Qué menos!
De nuevo torció el gesto y anotó algo en su libreta a la par que decía un: “bien, bien, bien...” que sonaba como un rotuno “mal, mal, mal”.
La primera entrevista no dio para más. Salí intrigado y preguntándome qué tendrían que ver mis males con el fútbol. Y debo confesar que, de camino a casa, me fui fijando en todos los televisores que desde la calle pude ver, mirando con inusitado interés los partidos de fútbol que estaban poniendo en ese momento. ¿Qué tendría que ver aquello con mi estado de ánimo?, me repetía.
Tras una semana dándole vueltas al tema volví al “terapeuta cognitivo-conductual”, que así rezaba en la placa de su puerta.
Sin darme apenas tiempo a sentarme, ya me estaba contando su peculiar estrategia para hacerme un hombre completamente feliz. De ahora en adelante, tendría que ver como mínimo un partido de fútbol al día. Tendría que comprar todos los días un periódico deportivo, especialmente uno que, al parecer, era muy proclive a los intereses del Real Madrid. Y, por supuesto, tendría que hacer lo posible por hacerme un “madridista” recalcitrante.
La explicación era tan simple como convincente. Gustándole a uno el fútbol es más fácil encontrar la felicidad y despachar la depresión. Más que si a uno le gusta el hockey sobre patines, me dijo. Este puede ser un deporte muy bonito, pero resulta muy difícil asistir, y por tanto disfrutar, de sus partidos. En cambio, en el caso del fútbol, la oferta diaria es realmente numerosa. Revistas de hockey no hay en el mercado, en cambio la oferta en fútbol también es bastante copiosa. Encontrar gente afín con la que poder compartir la afición al hockey, es bastante poco probable. En cambio, de fútbol entiende todo el mundo y hay personas con las que no cabe hablar de otra cosa.
De esta guisa, uno puede tener la mente ocupada en algo que le gusta gran parte del día, todos los días de la semana, todas las semanas del mes; es posible establecer relaciones sociales en cualquier momento y en cualquier parte. Todo esto evita el aislamiento, le aleja a uno de la paranoia y le permite experimentar la satisfacción de poder saciarse de algo que le gusta de una forma que con cualquier otra cosa sería impensable.

¿Y lo del Madrid? Pregunté, un poco apabullado. Muy fácil: Resulta más fácil ser feliz siendo del Madrid que no siéndolo. Y me puso un ejemplo: Tras un domingo tedioso en compañía de los suegros o cualquier plasta de amigo (que no habla de fútbol) y ante la perspectiva de un horrendo lunes, si al final del día “nuestro equipo” pierde, el sentimiento que nos queda es de auténtica derrota que nos acerca peligrosamente a la depresión.
En cambio, si pese a todos esos males al final del día viene la reconfortante victoria de “nuestro Madrid” las cosas terminarán cambiando de color y alejando la depresión. No todo está perdido, pensaremos. Si, por el contrario, el domingo fue plenamente satisfactorio, una derrota empañará el contento y no así si la victoria está asegurada, lo que incrementará aún más nuestra euforia.
Es decir, concluyó, que para tener mayores garantías de ser feliz hay que ser forofo de un equipo que gana siempre y no hay otro que el Madrid que, aun en el caso improbable de que pierda, siempre nos quedará la convicción moral de que es el mejor equipo del mundo. O eso dicen.
Y eso fue todo. Salí de la consulta y entré en unos grandes almacenes y me compré una bufanda del Real Madrid, una gorra a juego y con el Marca bajo el brazo me fui a mi casa dispuesto a ser un hombre feliz.
De esto hace unos meses. He de decir que he conseguido grandes avances. En general, me encuentro bien, apenas me doy cuenta de que la gente me mira por la calle por mi extraña indumentaria y cuando me siento recaer entro en un bar y me pongo a ver el primer partido que estén echando. Si tengo suerte y es del Madrid, me entra un subidón... ¡Ah, los psicólogos! ¡Que Dios los bendiga por tanto bien que hacen a la gente y al mundo!

miércoles, 10 de febrero de 2010

Racismo de andar por casa

Desde siempre se ha dicho que el español (y por extensión, el asturiano) no era racista. Aseveración que iba seguida, de inmediato, de una coletilla que decía que eso era porque en España no había suficientes negros; y se remataba el argumento con una referencia a los miembros de raza gitana con lo que sí lo éramos. Conclusión: no éramos racistas porque nuestra sociedad no nos había puesto a prueba.
Hoy la realidad socio-demográfica española ha cambiado considerablemente y merece la pena replantearse esa creencia popular sobre el racismo. Hoy hay más negros, y de otras muchas y procedencias, claro está, y cabe preguntarse si al haberlos hay más racismo. Ahora, sí somos puestos a prueba.

Efectivamente, era fácil no ser racista cuando en Gijón, en los años 60, solo teníamos conocimiento de dos negros: uno el Rey Baltasar, que por aquel entonces, más que negro era tiznado y que aun siendo así, en un manifiesto acto racista, desfilaba en último lugar en la Cabalgata. El otro era Esteban. Este, en realidad, tampoco era exactamente negro (negro te lo juro por mi madre): era un mulatazo de nuestra edad cuyo origen siempre desconocimos pero que la fantasía infantil le había atribuido el título de príncipe heredero de una tribu africana. Y, bien sea por esta aureola real, bien por su llamativo color o por sus simpáticos rizos y desenvuelto comportamiento, he de decir que decididamente se trajo de calle al sexo opuesto, no bien despuntamos a la turbulenta adolescencia. Tanto es así, que yo durante un tiempo le envidiaba y soñaba con ser negro y me pasaba horas y horas en la playa, tostándome al sol, tratando de conseguirlo, bien es verdad que nunca me atreví a decirle a mi madre que, para completar el cuadro, me dejara hacerme la permanente. Soy consciente de que, de haberlo hecho, hubiera sufrido serias consecuencias en un barrio donde un “niño” debía ser muy “hombre” y, además, parecerlo so pena de mofa y vituperio de sus pares.
Ignoro cuál fue el paradero de Esteban, pero todos guardamos un grato recuerdo de aquel personaje y nos concede un argumento a favor de la tesis de la ausencia de racismo en aquellas nuestras vidas. Pero la simpatía que despertaba en nosotros tan curioso personaje no sé si será suficiente para concluir la ausencia de racismo.

Y lo digo porque son varios los recuerdos que tengo de aquella época que desprenden un “ligero” tufo racista que asomaba en muchos de nuestros comportamientos o actitudes. Bueno, más que en los nuestros, en los de nuestros mayores. Sirva de ejemplo de lo dicho alguna que otra “perla” protagonizada por parientes de mi entorno más cercano.
Mi madre, sin ir más lejos, siempre me participó con cierta severidad sobre lo inconveniente que sería que yo me casase con una negra (“¡Dios te libre de aparecerme con una negra por aquí! ¡Home, estaba pensándolo yo! ¡No me faltaba más que eso!”). A veces pienso que si yo, como es costumbre en los adolescentes, hubiese hecho justo lo contrario de lo que me decían, y hubiera aparecido con una chica de color (negro) por casa, tal hecho hubiese hecho temblar los cimientos de mi, por otra parte ya instable, estructura familiar. Una auténtica tragedia doméstica. ¿Con qué cara hubiese salido mi madre a la calle, ido a la tienda o saludado a sus amigas o vecinas? Y en el caso improbable de que dicha relación consolidase lo suficiente como para dar fruto en forma de encantador mulatillo, no quiero pensar en la cara de mi madre cuando tuviera que pasearlo por la calle. Estoy seguro que, negando la mayor, habría dicho que su color obedecía a mis excesos playeros de los que ella, cómo no, me había advertido sobre sus desagradables consecuencias.

Más explícita en su racismo “inconsciente”(?) era una tía mía que, sin ella saberlo, fue la que pergeñó la ideología del “apartheid” puesto en práctica, años más tarde, en la República Sudafricana. Ella, en un alarde de tolerancia, decía que eso de maltratar a los negros estaba muy feo y era manifiestamente condenable: “No, no... que les peguen, no... pobres. ¡Que los aparten, que los aparten!”. Advertida de que su actitud era manifiestamente racista, ella replicaba escandalizada que no había tal, que más que racista, ella era “ordenada”. Por cuestión de “orden” entendía que los negros estuvieran con los negros, los chinos con los chinos ... En fin, todo un carácter.

Pero el ejemplo más sutil de un racismo que tenía tanto de ingenuo como de contumaz lo dio otro pariente mío en cierta ocasión en que presenciaba con mi hermano y conmigo el Telediario (antes sólo había uno). La noticia estrella era una visita de los, por entonces, Príncipes de España a un país centroafricano. Mientras el Rey (príncipe) oficiaba de tal y pasaba revista a las tropas extranjeras o visitaba una presa construida con capital español; la Reina (principesa) hacía las labores propias de su sexo real: visitaba un centro de acogida y formación de niños sordomudos. Lógicamente, los alumnos eran de raza negra lo que llamó poderosamente la atención de mi pariente que, tras un momento de duda miró hacia nosotros y preguntó extrañado: “Ah, pero... ¿los negros también pueden ser sordomudos?” Un incómodo silencio inundó la estancia hasta que la subsiguiente sección de deportes (de fútbol, me refiero) contribuyó a relajar un tanto la situación.

En resumen, que aunque no hubiera negros se respiraba un ambiente racista, diría yo que un tanto inconsciente pero que contradecía, bien a las claras, la creencia de que no había racismo en España; esto es, en Asturias. De ello se deduce que, siguiendo la lógica mencionada al principio, ahora que sí hay negros, deberíamos ser mucho más racistas o por lo menos más explícitos.
Pues, no. O eso creo. Las cosas están como estaban, cuando menos respecto a los negros. Los subsaharianos (como hoy se da en llamar en un evidente eufemismo racista que olvida que también sería tal un sudafricano blanco como la leche) gozan de cierta “simpatía” que yo diría que no es extensiva a otras “razas” (clinas, dirían los antropólogos) o nacionalidades.

Pero en esa “simpatía” que aún despiertan los “subsaharianos” hay ramalazos de racismo absolutamente inevitables, especialmente en lo tocante a las costumbres de profundo arraigo regionalista; “rasgos distintivos” que se diría por otros lares.
Una cosa es que nos caigan simpáticos o pintorescos y otra muy diferente que asumamos sin reparos que hagan una vida de absoluta integración con los modos y costumbres propios de los asturianos, que, como “nacionalistas” (léase “regionalista” si parece excesivo el otro término) están profundamente arraigados en nuestros genes. ¿No es el nacionalismo, a la postre, una suerte de segregacionismo?

Evidencia lo que digo el hecho de que pocos asturianos son los que admitan, por ejemplo, sin reparos el hecho de que un “señor de color” (negro, por supuesto), les eche un culín en una sidrería. Pase que lo haga un sudamericano (que ya se ve), pase que los concurso de echadores los ganen checos o polacos (que ya pasó), pero que un mocetón negro como un tizón nos diga “ahí va esi culín” chirría a la mayoría de los sidreros, y alguno hay que ve cómo, con ello, se socavan los sacrosantos principios de la asturianía.

Pero, esto no ha hecho más que empezar. De aquí a unos años, la estampa que describo no sólo será habitual sino que, por añadidura, el echador en cuestión responderá al asturianismo nombre de Xuacu Rubiera o Xicu Paniceres, será descendiente directo de “playos” (los del culo moyáu, ya saben) y hablará un asturiano más cerrado que un paisanucu de la Hueria Carrocera, allá por los confines de Carbayín.

¡No nos queda nada...! Así, pues, hay que pensar en dejar de ser tan “ordenados” pues los hechos son tozudos. Es hora ya de ir eliminando ciertos prejuicios. O eso o bien dejar de tomar sidra; y eso..., amiguín, eso sí que no. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

martes, 5 de enero de 2010

Peculiar encuentro

Existe una serie de personajes que, como dicen los pedantes, son del común. Sin ser tan mediáticamente “famosos” como la ínclita Belén Esteban representante de la más vanguardista cosmología o sin ser unos modernos héroes populares tipo Cristiano Ronaldo, si están, no obstante, en boca de todos en algún que otro momento. Con ellos ocurre lo mismo que con los personajes que dan nombre a las calles de nuestras ciudades: nos suenan todos, pero no tenemos ni idea de que son o fueron, hicieron o dejaron de hacer. Con estos otros ocurre otro tanto, tenemos una vaga referencia de sus andanzas pero no sabemos, a ciencia cierta, nada concreto sobre ellos.
Forman parte del acervo popular, siempre hemos oído hablar de ellos relacionados con diferentes circunstancias, pero resulta difícil, por no decir imposible, hacerse una idea de cómo eran o son, en el caso de que aún existan y doy fe que alguno existe.
Estoy hablando de criaturas como Perico, el de los palotes; o bien Antón, el pirulero; Benito el de la purga milagrosa o también Jorge el de la tripa que estira y encoje; de Piruja la inolvidable bruja...
Cuántos y cuántos personajes de los que todos hablamos y que seguro nadie se imaginó cuál sería su aspecto o si lo imaginó lo hizo de niño que es de cuando datan nuestras primeras referencias historiográficas de los mismos. El caso es que se trata de personajes absolutamente “conocidos” sin nadie en realidad los conozca o refiera que los haya conocido.
Pues héteme aquí, que, por increíble que parezca, en cierta ocasión tuve la inusitada oportunidad de conocer a uno de esos personajes. Fue en un viaje a lo más profundo del Magreb, ¡quién lo iba a decir!

Atar, es un pueblo perdido en un pedregoso desierto de los muchos que constituyen la árida Mauritania. Es un cruce de caminos que van y vienen de sabe Alá dónde. Caminos que se pierden de vista en una trayectoria infinita apuntando a un horizonte de piedra y arena (¡qué poética imagen, pardiez! Aconsejo su relectura para empaparse hasta las trancas de tan bella escena).
No tiene Atar más interés, a ojos de un sacrificado turista, que un destartalado mercado típico de aquellos lares en que los parroquianos acuden a hacer sus compras con tanto desinterés como desgana parecen tener los vendedores.
Pero es parada obligada. Varias razones así lo aconsejan: Primero, porque no son en exceso abundantes los pueblos en los desiertos (normal, si no no lo serían); segundo, porque pese a lo vasto del desierto el personal femenino no suele encontrar acomodo donde aliviar su vejiga y tercero, porque, tras horas y horas de atravesar páramos eternos, arenales infinitos y pedregales sin límite hay que estirar las piernas y refrescar el gaznate.
Así que allí nos hallábamos, sentados en una destartalada y polvorienta terraza de un mísero bar. Con la mente puesta en una cerveza fría pero dando cuenta de una Coca-cola caliente. Y es que la realidad se impone: en una república islámica está prohibido el consumo de alcohol (al menos en público) y, por otra parte, el concepto de “frío” en un desierto es algo muy relativo. Lo que para los mauritanos es una bebida gélida para nosotros es un sopicaldo calentorro de difícil ingestión. Pero en fin, es lo que hay.
Allí estábamos, digo, y no muy lejos de nosotros, nuestros guías y conductores, estaban haciendo chanzas en su jerigonza incomprensible. Se reían a grandes carcajadas seguramente de nosotros. Cosa que nada tendría de extrañar que así fuese.
Al cabo de un rato, acertó a pasar por allí una mujer con un aspecto similar al de tantas del país: enjuta, menuda y envuelta en mil sayas multicolores. Se acercó a nuestros acompañantes y se entabló una conversación en el habitual tono elevado y algo airado que se estila por esos países y del que los españoles hemos tomado cumplida herencia. Pero pronto la cosa fue a más, el tono de la charla se tornó violento y la mujer empezó a gritarles mientras ellos replicaban con más chanzas y carcajadas. Estas elevaron su volumen cuando ella se lió a darles manotazos y proferir voces que seguro no eran piropos precisamente. Escupía por aquella boca vocablos cargados de veneno y que seguro hacían una indecorosa referencia a la parentela de los interpelados que seguían tomándose a chunga el cabreo de la mujer.
La gente cercana asistía al espectáculo con distraído interés y completa pasividad. Ella se fue alejando de ellos pero, presa de una arrebato que iba en aumento, comenzó a tirarles piedras y palos, munición bastante abundante por cierto. El grupo de hombres que la había emprendido con ella esquivaban como podían los proyectiles sin perder por ello un ápice de su hilaridad.
Ya lejos, las piedras ni siquiera se acercaban a la diana pero no así lo insultos que se intuían muy graves a juzgar por la saña con la que los profería y en los que insistió aun cuando había desaparecido de nuestra vista.
Con la vuelta de la normalidad, desconcertados por el espectáculo, preguntamos a los conductores que aún seguían con la sonrisa en la cara, qué había sucedido. Por señas nos hicieron saber que nada grave, y llevando su dedo índice a la sien, en un gesto absolutamente comprensible en todo el mundo, nos transmitieron que se trataba de una loca.
Y entonces fue cuando reparamos en un hecho insólito. Sin apenas darnos plena cuenta, habíamos asistido a un encuentro inusitado con uno de los personajes a los que antes me refería. Efectivamente habíamos tenido delante de nuestras narices, en carne y hueso, a la mismísima “Loca de Atar”. Tantas veces habíamos oído hablar de ella y allí estaba, ¿dónde sino? Inolvidable.