martes, 14 de noviembre de 2023

Las manos sucias



 Mi infancia acabó aquel impreciso día en que me di cuenta de que ya no tenía las manos continuamente sucias. De repente, ese día, me hice mayor. Era algo que venía ocurriendo desde hacía tiempo y a lo que yo me resistía. Pero fue entonces  cuando fui consciente de que ya no era un niño. No hacía mucho tiempo atrás, lo habitual era estar siempre con las manos sucias. Las lavaba por imperativo materno antes de las comidas pero el resto del tiempo tenían el mismo color negro que mis rodillas. Éstas, además, siempre estaban enjaezadas de postillas,  con alguna ocasional tirita o directamente teñidas de mercromina que, por entonces, lo curaba todo.

A veces, escurría el bulto y cuando entraba en casa a por la merienda, lograba escapar sin que me hicieran perder un valiosísimo tiempo en limpiarme las manos. El bocadillo sabía igual de bien con ellas sucias y afuera estaba desarrollándose el más interesantísimo de los juegos; no había minuto que perder.  En ocasiones, la merienda era incluso un estorbo  y si los avatares del juego así lo requerían  había que liberar las manos rápidamente. Extraía del interior del pan el relleno que se terciara y azotaba los trozos de pan con disimulo. No era baladí aquella acción; requería toda una liturgia pues de todos es sabido que el pan era sagrado y no se podía tirar sin haberlo besado antes, so pena de caer en pecado mortal.  Dios, al parecer, era  muy mirado para esas cosas y  le había dado mucha  importancia al pan, tanto que incluso lo había incluido en el  padrenuestro. Del chorizo y el chocolate no había dicho nada. Así pues, no había excusa y había que cumplir con el ritual del beso e incluso había alguno que acompañaba el acto con algún ensalmo que ahora no alcanzo a recordar.

Al acabar el día, volvía a casa hecho un guiñapo. Nada que ver con aquel niño aseado y arreglado que había salido, camino de la escuela, a primera hora de la mañana. Con el pelo mojado y la raya perfectamente alineada por mi madre, los zapatos lustrosos, el mandilón  limpio y planchado y, por supuesto, las manos limpias. Caminaba muy formal con mi hermano pequeño de la mano bajo la atenta mirada de mi madre que, desde la ventana, nos decía adiós. Caminábamos unos pasos y de nuevo nos volvíamos a repetir el ademán con la mano. Así varias veces hasta que doblábamos la esquina. A partir de ahí, lejos de la protección materna, comenzaban los miedos: la maestra era una prueba muy dura que había que superar cada mañana.

Todos en fila, pasábamos revista: las manos, las rodillas, los dientes… ¡Ay de aquel que tuviera un diente flojo! Eran especialmente temidos sus métodos de extracción de dientes con dudosa fijación. Un hilo, un nudo, un tirón y el diente desaparecía entre un desconsolado llanto que no apaciguaba ni la lejana promesa de un Ratoncito Pérez poco generoso por aquellos tiempos.

Luego una sucesión de interminables horas siempre bajo la amenaza de que la larguísima vara de doña Ramonita sobrevolara nuestras cabezas por  cualquier motivo. Y el recreo se demoraba y demoraba. La campana no acaba de sonar y la vida, sin reloj, puede hacerse eterna a los ojos de un niño.

¡Por fin! El sonido de la campana se ahogaba entre la tremenda algarabía que inundaba los pasillos. ¡A jugar! Ese era el primer asalto a la compostura y la limpieza a duras penas mantenida hasta entonces. Cuando, de nuevo, la campana daba fin a aquella brevísima ventana de felicidad volvíamos al aula sudorosos, desaliñados, despeinados y, claro está, con las manos sucias. Y otra vez a esperar el parsimonioso y desesperante transcurrir de las horas. Otra vez a hacer tediosas cuentas. A escribir y borrar. Dibujar y borrar. Borrar y borrar. ¡Qué bien olían aquellas gomas de nata! A escribir  y tajar; dibujar y tajar. Tajar, tajar, tajar… Las virutas del lápiz y de la goma estaban por todas partes. Esparcidos por el pupitre, en los cuadernos, en el plumier, en el cabás, hasta en los bolsillos del mandilón y desprendían un olor característico difícil de olvidar aún hoy en día.

Todo llega y la hora de salida también. Las últimas recriminaciones de la “señorita” se iban perdiendo entre la marabunta que se formaba en la puerta y nosotros, mi hermano y yo, emprendíamos camino de regreso a casa. Sin prisa, dando rienda suelta a la imaginación, dejando caer la curiosidad sobre cualquier cosa que nos salía al camino ya fuese animal, persona o cosa.

A la puerta de casa me encaramaba en el zócalo del portal y me estiraba todo lo posible para alcanzar el timbre. Poco a poco, y de forma nada consciente, aquel titánico esfuerzo de llamar a la puerta se fue haciendo cada vez menos exigente. Lejos de pensar que era yo quien crecía pensaba que las cosas, por un extraño sortilegio, se iban haciendo cada día más pequeñas.

No bien aparecía la figura de mi madre en el umbral  de la puerta empezaba toda una retahíla de reproches sobre mi desmadejado aspecto. Sorteaba yo el envite de la manera más airosa posible y corría a la cocina a arrancar el cuerno de la barra de pan, soltaba el cabás y presto a la calle a jugar hasta la hora de la comida. Una nueva sesión de embadurnamiento cuyas consecuencias mi madre remediaba refunfuñona antes de comer. Qué dura tarea era aquella cuando tocaba pescado, o patatas con carne… Antes de volver a la tediosísima sesión de tarde en la escuela, mi madre reiteraba su inacabable tarea y daba unos últimos retoques a mi aspecto.

Y a la tarde, libre de nuevo de la condena escolar, otra sesión de juegos. Esta vez, dándolo todo. El mundo real (si es que existe en algún momento en la vida de un niño) desaparecía entre una sucesión interminable de roles que mudaban a cada rato. Ahora éramos vaqueros, más tarde buceadores en un proceloso mar imaginario, bomberos en peligrosísimas y arriesgadas misiones,  y, cómo no, héroes  de nuestra serie de televisión favorita: "… yo era 'Trampas', en La Ponderosa, cogía el caballo y ....  y tú eras 'El Virginiano' y juntos..."

La lejana voz de mi madre se iba haciendo cada vez más presente gritando mi nombre y el de mi hermano. Era la llamada de la vida real, de la cena, de los deberes, de la cama, del miedo a la oscuridad, a los monstruos…

Y todo eso debió de ir cambiando sin yo darme cuenta, hasta que un día me miré las manos y estaban limpias. Me había hecho mayor.

Sensaciones de altos vuelos

 

El primer aviso coincidió con el inicio del descenso del avión. Pero como era mi primer vuelo lo atribuí a la maniobra iniciada por la aeronave. Miré a mi izquierda por tener una referencia de la que fiarme viendo la cara de mi hermano y de mi padre. Mi hermano, tan hierático como de costumbre; mi padre, con bastante crispación en su rostro apenas me miró. Pero llevaba esa cara desde el momento del despegue: también era su bautismo aéreo.

Para cuando aterrizamos en el aeropuerto de Gran Canaria mi vientre ya había solicitado mi atención repetidas veces y para entonces poco importaba si tenía algo que ver con el vuelo o no. Empezaba a ser perentorio encontrar un baño.

La espera por los equipajes se me hizo eterna y como era neófito en el asunto no se me ocurrió buscar los aseos en la sala. Así que al salir afuera y subirnos al autobús que nos llevaría al hotel creí que la cosa tendría una rápida solución.

Craso error. No contaba yo con que el aeropuerto estaba tan lejos de la ciudad y mucho menos con la circunstancia de que el autobús debía ir repartiendo, por distintos hoteles desperdigados por la ciudad, a los turistas que, como nosotros, llegábamos a disfrutar de la isla.

Como es bien sabido, el diablo es un profesional, así que como no podía ser de otra manera, nuestro hotel fue la última parada del autobús. Así que mi apuros no habían hecho otra cosa que aumentar. Sudores fríos me brotaban al rostro y apenas si encontraba postura en mi asiento. Como suele ocurrir en estos casos, cientos de descabelladas ideas se me pasaron por la cabeza como medidas de urgencia para poner fin a aquel sufrimiento, pero ninguna lo suficientemente factible.

Llegamos al fin a nuestro hotel, cuyo nombre omitiré para preservar mi anonimato. Pero aún quedaban por delante los trámites de "check-in": que si los "deneís", que si los "baucher", que si las instrucciones del regreso... ¡Una eternidad!

Cuando, por fin, nos dieron la llave de la habitación yo la hice mía y subí escaleras arriba apretando el paso y otras partes de mi anatomía en un último esfuerzo para no montar un numerito.

Entré en la habitación y, de inmediato, entré en el aseo. La taza del váter estaba sellada por un precinto higiénico que, en un primer momento, me sorprendió: era la primera vez en mi vida que veía aquella sofisticación que, apurado como estaba, no supe interpretar del todo cuál era su función.

Me desembaracé del precinto sin ambages e, in extremis,  di rienda suelta, por fin, a todo cuanto llevaba a mis adentros y pugnaba por salir.

Cuando hube recuperado algo de serenidad y de juicio pude dedicar mis sentidos a su funcionamiento habitual. Así, pude oír cómo al otro lado de la puerta mi padre y mi hermano debatían sobre el número de camas que había en la habitación. La conclusión era que, tras mucho buscar, echaron de menos una. Sólo había dos camas y, obviamente, necesitábamos tres.

Sentí cómo mi padre salía de la habitación y bajaba a recepción a dar cuenta de la anómala circunstancia. Mientras yo seguía ocupado en menesteres no, por más prosaicos, menos necesarios.

Cuando mi padre hubo vuelto comunicó a mi hermano, según oí, la necesidad de cambiar a otra habitación donde darnos cabida a los tres. Así me lo hicieron saber a través de la puerta instándome a darme prisa pues había que abandonar al momento aquella habitación.

Así, pues, di por concluida mi faena de una manera que no hace falta de explicar pues imagino que será de general conocimiento. Lo que no se ajustó a la normalidad es que, al accionar la cisterna, ésta no dio ninguna señal de que contuviera agua.

En efecto, como es bien sabido, en las Canarias el agua es un bien escaso y, al parecer, las restricciones son frecuentes por lo que en aquel momento la cisterna no desprendía ni gota de agua.

Ante mi perplejidad y la insistencia en que abandonara la habitación a la carrera no supe muy bien qué hacer. Opté por lo más obvio: bajé la tapa del inodoro y coloqué con esmerado mimo el precinto en la misma posición en que lo había encontrado y abandoné el aseo y la habitación dejando solamente un oloroso recuerdo de mi fugaz presencia en el lugar.

Sólo cuando tomamos posesión de la nueva habitación y tuve un momento para pensar fue cuando reparé en lo sucedido, de lo que, obviamente, no di noticia a nadie. Y fue cuando de nuevo me dio un escalofrío al pensar en la cara de los huéspedes que entraran a continuación en aquella habitación,  fueran la baño y retiraran el precinto del inodoro que avisaba de pulcro estado higiénico en que se encontraba.

Durante toda la semana que estuvimos en el hotel temía que, al pasar, por delante del recepcionista éste me diera el alto y me afeara mi conducta. Salía y entraba a toda prisa mirándolo de soslayo y  siempre me pareció advertir en él una mirada recriminatoria.

Hasta que no abandoné la isla no pude respirar tranquilo del todo. Pero es el día de hoy que cuando entro en un hotel y veo una taza de váter precintada con un sello higiénico no puedo dejar de pensar que algún día, al proceder a desprecintarlo, me toparé con una desagradable sorpresa. Y es que el karma tiene estas cosas.

Iconos de Asturianía

 

Una vez más hago uso de esta tribuna virtual para abordar uno de los temas más polémicos en nuestra sociedad actual. Junto con la Religión y la Política, el Nacionalismo es una de esas cuestiones que pueden desatar pasiones, herir sensibilidades,  suscitar agrias discusiones. En definitiva,  ser "casus belli", sin más.

Pero, como vengo demostrando desde que empecé con esta andadura bloguera, no por polémica voy a rehuir la contienda y morderme la lengua. Prefiero ser incauto antes que cobarde y,  aun a riesgo de resultar ofensivo para los más sensibles seguidores de nacionalismo astur, no puedo por menos que dejar constancia escrita de lo que, en mi opinión, es una verdad palmaria.

Quiero abordar hoy la cuestión de los símbolos de la idiosincrasia asturiana y dejar, negro sobre blanco, una denuncia que no puede soportar más silencio: el olvido injustificable de dos de los símbolos más destacados de la cultura asturiana.

La simbología asturiana recurre demasiado a menudo a lugares comunes que resultan harto  manidos y olvida poner en el lugar que se merecen  ciertos aspectos que, de forma innegable, forman parte del patrimonio cultural de nuestra tierra.

Se erigen como sacrosantos iconos de la asturianía la Santina, el bable, la sidra,  la fabada, los hórreos y paneras, les madreñes, la gaita, la montera picona, el Picu Urriellu, el orbayu y un etcétera muy largo que todo asturiano que se precie lleva a flor de piel y que salen a relucir en cuanto se toca la fibra nacionaliega. Hago intencionada omisión de un elemento que, a mi entender de manera injusta, está tomando una relevancia absolutamente inmerecida y que no es otro que el cachopo. Dejo para mejor ocasión un comentario más extenso sobre el particular y voy a lo esencial de mi alegato.

Dos son los iconos a los que nadie hace mención y que, a d
ía de hoy, ostentan de hecho lo que de derecho se les hurta, esto es: ser considerados como efigie del asturianismo con tanto o más derecho que  los antes citados pues están omnipresentes a lo largo y ancho de nuestro territorio astur.

Esos dos objetos que, de puro cotidianos en el paisaje patrio, pasan injustamente desapercibidos; empero sin ellos no estaría completa la panoplia de nuestra más entrañable simbología; me estoy refiriendo, cómo no, a la bañera y el somier.

En efecto, amigos, ¿quién puede osar llevarme la contraria si digo que no hay "prau" en Asturies que no cuente con una bañera a modo de "bebederu"? ¿Quién se atreve a replicarme si asevero que no hay cierre de finca más utilizado en el agro astur que un somier de muelles?

Una estampa típica asturiana sin ver recortado contra el verde omnipresente la silueta de un hórreo o una panera no sería digna de tal nombre. Pues de igual modo, un paisaje asturiano donde el proverbial minifundismo dibuja entre "matos y sebes" un rompecabezas de prados no sería lo mismo sin estar moteado de blancas bañeras repartidas aquí y allá.

Una caleya tapizada de mofu, repleta de barro y cucho por la que no caminara un paisano con la "guiá" al hombro afalagando una recua de frisonas más que caleya, a fe mía, que sería una mesetaria trocha. Pues de idéntica forma, esa misma caleya discurriendo entre hileras de avellanos, no sería lo mismo sin verse adornada, a cada paso, por un somier atado de inverosímil y eficaz manera  para que impida el paso de bestias y humanos (bestias o no).

¿Habrá algo más asturiano que estas dos figuras tan cotidianas y arraigadas al paisaje?

 

No ha mucho tiempo que la Unesco ha declarado "los muros de piedra seca" Patrimonio de la Humanidad. Los reconoce como bien cultural. No digo yo que no se lo merezca, no. No son pocas las parcelas en Asturias que de antiguo se perimetraban con este tipo de construcción y de siempre se completaba ese cierre con un "portiellu" o "portiella de reyones". Pero como todo avanza, el somier de muelles vino a sustituir a ese rústico aparamento constituyéndose en un elemento imprescindible en cada finca. Pues bien, ¿porqué esa discriminación? ¿Qué espera la Unesco, para reconocer el valor cultural del somier como elemento imprescindible en la cultura asturiana? ¿A qué se debe este olvido por parte de las autoridades culturales que tanto velan por el acervo popular de nuestra tierra?

Además, a poco que uno repare en ello advertirá que es un bien que, a no mucho tardar, se verá en vías de extinción toda vez que el somier está siendo sustituido en todos los hogares por otro elemento no tan versátil como cierre de fincas: el canapé. No veo yo a los modernos canapés como sustituto del atávico somier. Así, pues urge la declaración de bien de interés cultural de tan arraigado elemento como medida para su protección y conservación. Va siendo hora de que los cada vez más numerosos museos etnográficos hagan acopio de somieres y los muestren como elemento tan autóctono como un "llabiegu" o una "gadaña". Ahí lo dejo.

Otro tanto cabe decir de la bañera. Queda mucho por estudiar al respecto de esta figura señera del ámbito rural astur. ¿De cuándo data esta costumbre? ¿Cómo se daba de beber antes a los animales? ¿De dónde sale tanta bañera?

Esta última cuestión no es baladí. Si uno repara en ella se enfrenta a un insondable misterio. Es un hecho que, de un tiempo a esta parte, muchos hogares en Asturias fueron sustituyendo la bañera por un plato de ducha; la población envejece, ya se sabe... y claro... los resbalones y tal...

Pero, pese a que esa práctica incremente considerablemente el número de bañeras ociosas, no es posible que esta práctica nutra suficientemente de elementos a la mucho más nutrida presencia de bañeras en el paisaje asturiano. ¿Cómo es posible suministrar  semejante cantidad de bañeras recurriendo únicamente al mercado de segunda mano (baño)? Estoy convencido de que existe una producción específica expresamente dedicada a satisfacer la demanda de bebederos, lo que ignoro es dónde se comercializan.

Otro misterio en torno a las bañeras/bebedero es el siguiente: ¿Quién las transporta hasta su destino final? En mi continuo caleyar por la geografía asturiana, nunca (repito, nunca) me he topado con un lugareño transportando una bañera.

Se me ocurre varias posibilidades aunque apenas si daría crédito a ninguna de ellas. La primera es que me haya encontrado con algún parroquiano arrastrándose, caleya arriba, bajo el metálico manto de una bañera cual si de un enorme caracol se tratara y yo lo haya confundido con uno de esos gasterópodos. No creo. He visto caracoles grandes, pero tanto...

Otra es que exista una empresa distribuidora de bañeras por vía aérea que tras suministrar el cliente las coordenadas geográficas correspondientes, ésta deposite de alguna manera el futuro bebedero en la ubicación indicada. He indagado al respecto en las páginas amarillas y no encuentro ningún sector empresarial dedicado a semejante actividad.

Pudiera ser también que se planten "bañeritas" (tal vez  bidets)  o semillas de bañera y, al cabo de un tiempo, y con el preceptivo riego crezca un espléndido ejemplar adulto que cubra las necesidades del ganadero. He buscado en todas los establecimiento del ramo y no hallo algo que se le parezca. Así, pues, sigue siendo un misterio insondable.

Por otra parte, al igual que ocurre con los somieres, cabe preguntarse cuál va a ser el futuro de una figura tan señera como la bañera, habida cuenta de que el plato de ducha está llamado a ser el sustituto de la más peligrosa bañera. O puede que se recurra a los  más sofisticados "jakuzis"... No sé, no lo veo factible. Y en todo caso algo tendrán que decir las vacas al respecto. Pero sabido es que estos animales son de pocas palabras.

Concluyo: Hago desde esta humilde tribuna un llamamiento a realzar la figura de estos dos olvidados símbolos de la cultura popular asturiana. Pido a las autoridades un apoyo institucional para que ambas figuras sean tratadas como se merecen y sensibilicen a la población asturiana  para que  valoren  y respeten a la bañera y al somier como uno más de los sacrosantas efigies del asturianismo. Y propongo una campaña de divulgación que inmortalice el eslogan: "La bañera y el somier nun los hay que escaecer". Digo.