sábado, 24 de diciembre de 2011

TRAPITOS


A raíz de mi última entrada en el blog, acudieron a mi memoria episodios de mi pasado relacionados con la indumentaria a la que me sometía mi madre y no pude por menos que entresacar de entre todos algunos de los momentos más inolvidables y algunos de los “modelitos” más peculiares.

Entendamos aquí peculiares en el sentido estricto de que se hacían notorios de alguna u otra manera por sus especiales características. Como queda dicho mi señora madre tenía un gran sentido práctico de la vida. La elección de la ropa con que nos disfrazaba (perdón, quise decir vestía) no podía ser una excepción.
Ya comenté en su momento que ella siempre nos compraba ropa que reunía dos importantes características: una, que fuese de calidad (entiéndase, duradera) y, otra, que fuese económica. Ni que decir tiene que la estética no tenía cabida en este binomio, era una cuestión accesoria: si la prenda, además de barata y duradera era bonita, pues miel sobre hojuelas, si no... qué se le va hacer. Y así era en la mayoría de los casos. En consecuencia, así pasé yo gran parte de mi niñez y pubertad: vestido con horrorosas prendas que, además, eran eternas.
De la primera prenda de la que tengo memoria es de unos pantalones cortos de “escay”. No de cuero, no, de escay. Los había hecho, con sus propias manos, y tenían un llamativo color verde-puñeta. Eran tan rígidos que si se ponían en el suelo sobre las perneras se quedaban tan tiesos como si albergaran dentro mi propio cuerpo. Tenían un problema: cuando les daba el sol directamente reblandecían y alcanzaban una temperatura tan notable que sería posible cocer unos huevos en su interior. Y de hecho ocurría o, más bien, ocurrió y eso puede explicar muchas cosas al día hoy, sobre todo lo relacionado con mi descendencia. Sin embargo, tenían una ventaja: suponían una buena coraza contra los azotes de la zapatilla materna. Y como eran más frecuentes los azotes que los días de sol yo salía ganando. Incluso aprovechaba cuando me los ponía para perpetrar alguna trastada que tenía pendiente. Los conservé muchos años con el impecable aspecto del primer día; acabé retirándolos cuando las piernas se me llenaron de pelos y hacía feo. Claro.
Conservo también un buen recuerdo de una trenca marrón que, como siempre, mi madre compró con “crecederas”. Esto es, con el fin de que sacara partido de su asegurada larga duración y que la talla no supusiera un problema, me la compró un “poco” más grande de la cuenta. Mi cuerpecillo se perdía dentro de aquel imponente abrigo. Era tal su desmesura que yo era capaz de girar dentro de la trenca sin que ésta se moviera un ápice. Así, los ocasionales espectadores quedaban atónitos al comprobar cómo mis pies y mi cabeza giraban media vuelta hasta ponerse en sentido contrario mientras la abotonadura de la prenda permanecía mirando al frente. Este espectáculo causaba gran hilaridad entre el público en general pero no era de especial agrado para mi madre que me miraba con unos ojos inyectados en sangre que no hacían presagiar nada bueno para mi inmediato futuro.
El problema de la holgura se ponía de manifiesto cuando, al arrancar a andar, lo hacía yo primero y, segundos más tarde, me seguía la trenca; o bien, cuando al frenar bruscamente la marcha, se me venía encima obligándome a dar un pequeño traspié si quería conservar el equilibrio. Así, estuve años, hasta que la naturaleza se apiadó de mí y tuvo a bien otorgarme un cuerpo lo suficientemente acorde con el tamaño de la prenda. Siempre me asombró el buen ojo que tenía mi madre para saber cuál iba a ser el tamaño que yo iba a tener de mayor. O tal vez mi crecimiento se vio constreñido por el tamaño de mi indumentaria. No lo sé, si esta última fuese la razón, lástima que no hubiera escogido una talla aún mayor pues a estas alturas tendría yo una envergadura envidiable. En fin, que la trenca en cuestión se conservó durante muchos años en un armario e incluso llegué a hacer de ella un uso ocasional; pero desistí el día que me llevé a la boca lo que yo creí se trababa de un caramelo olvidado en el bolsillo y era, en realidad, una de aquellas bolitas de naftalina que salvaguardaban su vejez y a las que mi madre era muy aficionada.
¿Y los zapatos? ¿Qué decir de los zapatos? Cómo será que, en cierta ocasión, una compañera de clase (“La Chamorro”, para más señas) muy prudente ella me espetó, de buenas a primeras, que si tenía algún problema en los pies. Extrañado yo por aquella intempestiva pregunta aclaróme ella que lo decía porque “como siempre llevaba unos zapatos tan raros...”. Fue la primera vez que fui consciente de que, efectivamente, siempre me había caracterizado por gastar un calzado bastante peculiar. Duradero, eso sí, pero peculiar.
Tenía yo unos playeros que, bien mirados, eran más propios de la indumentaria de un payaso que indicados para la práctica deportiva. Diferentes tonos de verde combinados con amarillo y unos ribetes negros les daban un toque especial. La forma no iba a la zaga: tenían el talón recortado en chaflán lo que confería a mis andares un estilo muy particular al no “hacer pie” de forma natural. Digamos que eran los predecesores de esos tan modernos que tienen por suela un balancín.
Pero recuerdo especialmente unas botas excepcionales. Eran de media caña con cremallera interior. Rojas. Sí, rojas y con la suela de goma gruesa de color blanco y borreguillo interior, muy abrigadas. Muy discretas. Indestructibles. Doy fe de ello pues, en vano, puse todo mi empeño en hacerlas trizas. Tenían, además, una curiosa particularidad: eran “calcetinófagas”. Es decir, se alimentaban de calcetines. Uno salía de casa con aquellos horrorosos calcetines con que mi abuela me había obsequiado como regalo de Reyes (allá por el mes de agosto) y, no bien había andado unos pasos, los calcetines desaparecían. Y así par tras par. Era una misteriosa cualidad sólo comparable a la conocida habilidad que tienen las lavadoras para hacer desaparecer esa prenda, con la salvedad de que éstas sólo desaparecen uno de cada vez. ¿A dónde van a parar los calcetines cuando desaparecen? Donde quiera que sea, gran parte de los que pueblan ese lugar son míos.
Pues bien, esas botas aún se conservan. Las heredó mi señor padre que las saca a pasear a menudo y les mantiene la dieta, por supuesto.
Mención muy especial merece un pijama que me acompañó durante muchos años y que aún se conserva para asombro de propios y extraños. Tiene un color indeterminado, tirando a beige, y con pintas. Se trata de un “esquijama” de material sintético que tiene la especial capacidad de generar energía electroestática en cantidades sorprendentes. Después de pasar una noche en la cama, cuando me desprendía de él y lo arrojaba sobre la cama, todo el bello de mi cuerpo se erizaba en la misma dirección que había tomado el pijama. El cabello también seguía la misma pauta hasta tal punto que no necesitaba peinarme: perdida la electricidad se asentaba sobre mi cabeza todo en el mismo orden y dirección tal cual me hubiese lamido una vaca. Un portento. Más sorprendente aún era que, por la noche, brillaba en la oscuridad. La energía acumulada desprendía un luminoso halo en derredor de mi cuerpo de tal manera que no necesitaba encender la luz para ir al baño en plena noche. Cualquiera que se cruzase conmigo por el pasillo de casa creería, sin ambages, que estaba ante la presencia de una aparición divina rodeada de un halo de santidad. Como imagino que habría más pijamas que el mío, cabe preguntarse por el verdadero origen de ciertas apariciones marianas de relumbrón y relativamente recientes.
El pijama en cuestión tenía un problema que venía derivado de que en mi casa había otro igual: el de mi hermano. Este, en color granate chillón. Pues bien, cuando se daba la circunstancia de que ambos, mi hermano y yo (que a la sazón dormíamos en camas vecinas), nos levantábamos a un tiempo se desataba de inmediato toda una parafernalia de fenómenos eléctricos entre uno y otro. Chispazos, rayos, descargas y toda profusión de luminarias fruto de la carga energética que ambos pijamas albergaban. Todo realmente inofensivo pero muy vistoso y espectacular como si de una noche de fuegos artificiales se tratase.
Con todo, pese a los años que gasté el pijama nunca fui del todo consciente de su peculiar aspecto hasta que fui a la mili. Mi madre entendió que era la prenda apropiada para llevar en aquella ocasión y así lo hice. Aún hoy me da cierto apuro contar la experiencia vivida. Recuerdo un pabellón larguísimo que albergaba no menos de doscientos reclutas en interminables filas de literas. Yo dormía en un extremo y los baños estaban justo en el contrario. El momento anterior a la retreta siempre era de gran algarabía como corresponde a esa circunstancia y a la edad de los mozos. Pues bien, cuando aquella noche emprendí camino al baño, con la sacrosanta costumbre de dar una postrera relajación a mis esfínteres, advertí extrañado que, a mi paso, se iba haciendo un sepulcral silencio a lo largo de todo el pabellón y luego seguía un intenso murmullo. No sin cierta congoja por la expectación que despertaba mi sola presencia procedí a mi tarea mingitoria y al salir y recorrer el camino a la inversa el murmullo había devenido en carcajadas y alusiones a mi pijama. De entre tanta hilaridad destacó una voz que en perfecto “cordobés” exclamó: “¡Adiós, tú, Spiderman!”. Y con ese nombre me quedé. Con ese nombre y con el pijama, claro está. Y aún lo conservo por si alguna vez tengo oportunidad de participar en alguna fiesta de pijamas de la que seguro me echarán por “abusón”.
En fin, otra ocasión habrá de hablar de aquellas “pachangas” que mortificaron cruelmente mis infantiles pies, o de aquel “plexiglás” con gorra a juego que me acompañó años al colegio, o bien las corbatas de “estiraytoma” que aderezaban mis galas domingueras, las sempiternas zapatillas de cuadros convertidas en chinelas con mirilla para el dedo gordo tras su prolongado uso, los jerséis de lana convertidos chalecos imposibles, los vaqueros artesanos pobre remedo de unos quiméricos Lee, la elegante y versátil batita de “buatiné” ... Todo un universo textil que, al echar la vista atrás, me produce, con carácter retroactivo, cierto sonrojo, pero que, como contrapartida, me ofrece el consuelo de que, a pesar de todo, no me ha traumatizado más que un poco. Un poco. Bueno, no tan poco.

domingo, 18 de diciembre de 2011

El difícil camino hacia la elegancia


Yo hubiese querido ser un hombre elegante. Pero en mi camino hacia la elegancia se cruzó mi santa madre. No estoy hablando de una elegancia inglesa tipo David Niven, sino de algo menos solemne o encorsetado, hablo de algo más recatado. Una elegancia más de andar por casa, vamos. De esas que te permite saber combinar colores, saber cuál es la mejor elección en cada momento, esas cosas. Se trata, más bien, de un “saber vestir”.
Pero, como digo, me tocó en suerte una progenitora con un curioso sentido de la estética masculina. Y preciso lo de “masculina” porque, en lo tocante a su persona y, por extensión, al género femenino gozaba, sin embargo, de un gusto exquisito. Digamos que, pese a no abogar decididamente por lo del “hombre y el oso”, sí consideraba que el hombre, como tal, debía estar tocado de otras virtudes más esenciales y no tan frívolas como el saber vestir.
En ella primaba más la limpieza que la estética; el orden que la presunción; el sentido práctico que los vanos aderezos, y el ahorro que el buen gusto en la indumentaria.
Cuando yo era niño decíase que el “uso de razón” era algo que se adquiría a la temprana edad de siete años, coincidiendo con la primera comunión. Ignoro si la primera ingesta de la sagrada forma confería al sujeto esa capacidad o si, por el contrario, se administraba la hostia (con perdón) a aquél que se consideraba había adquirido ya criterio propio. Sea como sea, tengo para mí que el “uso de razón” se adquiere cuando uno toma conciencia de sí mismo, y eso, en mi caso, tuvo lugar a la avanzada edad de 17 años. A no ser que yo, como todos, a los siete años tuviera la “razón” pero no el “uso”, pero esa es cuestión a tratar en para mejor ocasión.
El caso es que, como digo, yo adquirí conciencia de mi propio ser bien avanzada la adolescencia. Y cuando digo mi “ser” quiero decir por dentro y por fuera. Y esto significa que hasta entonces no fui consciente de que, si bien interiormente no era un dechado de perfección, exteriormente, al parecer, era un auténtico esperpento, según me fue referido por cuantos coetáneos me topaba al paso, especialmente si del género femenino se trataba.
Hasta entonces había sido un maniquí en manos de mi señora madre que padecía de lo que se da en llamar “Síndrome de Kent”. Ya saben, el de la Barbie. Hasta aquel entonces en ningún momento me habría planteado, y mucho menos cuestionado, que sus elecciones, en lo relativo a mi indumentaria, pudieran ser objeto de reproche alguno. Antes al contrario, bien orgulloso me sentía de poder lucir aquellos modelitos que tan amorosamente me confeccionaba con sus propias manos y de los que ella se mostraba tan contenta y orgullosa. ¡Qué pantalones! ¡Qué jerseys! ¡Qué manos, las de mi madre!
Pero algo empezó a quebrarse en mi interior cuando, la crueldad de alguno de mis compañeros, y especialmente “compañeras”, me hicieron ver una odiosa realidad. Con sus críticas y sus burlas (sí, burlas) sobre mi aspecto fueron abriéndome la puerta a un nuevo mundo desconocido y arcano del que yo no había tenido noticia hasta entonces.
Fui tomando conciencia de aquellos horrorosos colores, de aquellas combinaciones imposibles, de aquellos cuadros, aquellas rayas, de aquellas formas trasnochadas... ¡Dios mío, qué había hecho conmigo mi madre! Era un monstruo sin yo saberlo. Debo reconocer que sentí vergüenza con carácter retroactivo: ¡diecisiete años de vergüenza! Es mucha vergüenza.
Como no podía ser menos, el adolescente que aún vivía en mí decidió rebelarse y cambiar las cosas. No obstante, era difícil pues no tenía yo nociones bastantes respecto a cómo proceder con la elección de mi vestimenta. Se me habían hecho llegar, de forma inconexa y apresurada, unos principios básicos respecto a combinación de colores (marrón y azul, ¡nunca!) o de figuras (cuadros y rayas, ¡jamás!) que apenas si eran suficiente base sobre la que asentar una incipiente elegancia en el vestir pero que, al menos, y duras penas trataban de paliar mi estrafalario aspecto.
Los primeros intentos de modificar ese estado de cosas fueron recibidos con recelo, cuando no con manifiesto rechazo, por mi madre a la que no se le escapaba una y sabía que aquella rebelión obedecía a influencias foráneas: “¿Quién te meterá a ti eses coses en la cabeza?”- refunfuñaba cuando yo ponía resistencia a enfundar un jersey azul con un pantalón marrón.

Todos mis males devenían, como digo, de estar por completo en manos de mi madre que tenía unos principios muy arraigados. Lo importante era ir limpio y doy fe que yo era un jaspe con patas. También era amiga del orden, de modo y manera que la elección periódica de camisa, jersey y pantalón obedecía a un riguroso orden en función de cuál de esas prendas estuvieran más arriba en el montón correspondiente del armario ropero. Si el jersey que tocaba era azul de cuadros, el pantalón marrón de rayas y la camisa verde estampada pues... a jorobarse. Es lo que toca y “¡no se te ocurra desordenar el armario!” eligiendo colores so pena de cortarme las manos.
Su sentido práctico y del ahorro hacía que la gran mayoría de la ropa que yo gastaba fuera confeccionada por ella misma. Rara vez se recurría la amplia oferta comercial del ramo pero de hacerlo ella reducía esa oferta a uno o dos establecimientos que no se caracterizaban precisamente por ir a la vanguardia de la moda, por mucho que llevaran sugerentes nombres como “Novedades Eloína” o “Confecciones La Nueva Ola”. De lo que sí puedo dar fe es de que vendían un género de primerísima calidad a juzgar por la duración del mismo. Por ello, decir que yo “gastaba” una prenda es una auténtica hipérbole. Gastar, lo que se dice gastar, aquello no se gastaba nunca. Duraba años y años, y sólo cuando los cuellos de los jerseys me cortaban la circulación de la sangre; los pantalones a duras penas me tapaban los tobillos, o los botones de las camisas saltaban cual proyectiles a los ojos de los viandantes debido los prodigios que la sabia naturaleza obraba en mí, sólo entonces aquella prenda se retiraba de su uso ordinario.
Obsérvese que digo “uso ordinario” pues aun entonces esa prenda, previa ingeniosa transformación (mi madre fue pionera en el reciclaje), adoptaba un nuevo uso (bayetas, cinturillas, retales...) que prolongaban su vida “ad eternum” . Yo tengo visto como una camisa mía se transformaba en un mantel, o un jersey de lana en un par de calcetines, o un pantalón de pana en el tapizado de una banqueta.
Capítulo aparte merecen los zapatos. Entre las muchas virtudes de mi señora madre no estaba la de hacer zapatos, luego se veía obligada a recurrir a establecimientos especializados en el ramo. Pero éstos eran del mismo jaez que los textiles. Me adelanto a decir que calzo un número 37, a todas luces talla en exceso pequeña en correspondencia con mi estatura. Añado que padezco de un modélico pie cabo. Ambas características las imputo, sin duda, a que, dada la duración del calzado, siempre prolongué su uso más allá de lo aconsejable comprimiendo mis pies y evitando que éstos expansionaran naturalmente. Es decir, mi madre era fiel seguidora de la técnica china de empequeñecer los pies con la que alcanzó notables resultados.
Con todos estos antecedentes era de esperar que mi aspecto exterior no fuera precisamente atractivo. Tanto es así que cuando, tras arduos esfuerzos conseguía alguna cita con alguna chica de mi interés, al verme llegar en lontananza con aquel peculiar aspecto se batía en retirada, hecho éste del que tuve conocimiento años más tarde cuando mi querida esposa me confesó que en más de una ocasión estuvo a punto de huir despavorida antes de que nadie pudiera relacionarla conmigo. ¡Traidora!
Debo añadir que hubo un período crítico en el que mi lucha por sacudirme de encima la influencia materna auspiciado y fomentado por agentes externos puso en marcha una contraofensiva materna que consistía en boicotear con contundencia cualquier intento de trastocar el estado de cosas. En aquel período, si alguien me regalaba alguna prenda o a mí, cosa extraña, se me ocurría comprarla, mi madre se encargaba de inmediato de destrozar la pieza “sin querer” en la lavadora, con la plancha, en el tendal... Aún recuerdo aquella maravillosa chaqueta de lana que me había traído de un exótico viaje y que yo no me quitaba ni para dormir. Cuando no quedó más remedio que lavarla y mi madre se hizo cargo de ella me puse en lo peor. Y así fue: mi madre hizo uso de sus amplios conocimientos en “jibarización” y la redujo a un tamaño tal que a la mismísima Barbie le hubiese tirado de la sisa. ¡Qué disgusto, qué aflicción!
Pero he de decir que a día de hoy son un hombre casi por completo rehabilitado. Gracias a los sabios cuidados y consejos de mi esposa luzco un aspecto relativamente normal, si bien aún, de cuando en cuando, cometo alguna torpeza de forma totalmente inconsciente. Vaya en mi descargo el hecho de que desarrollo mi actividad laboral en Oviedo y que, como es mundialmente conocido, allí el listón en cuestión de elegancia en el vestir está muy alto. Pero, gracias a Dios, ya se encargan mis compañeros, esos del Oviedín de toda la vida, de reprenderme convenientemente si cometo la tropelía de poner una camisa de cuello debajo de jerséis de cisne o cuando quito la americana al superar el termómetro los 48 grados, etc. etc. Y es que uno no acaba nunca de aprender.
Espero haber aprendido lo suficiente como para que, llegado el día de mi muerte, pueda ser, como dijo James Dean, un “bonito y elegante cadáver”. Por si acaso ya he elegido una urna funeraria en tonos azulados haciendo juego con el color de mis ojos. No sólo hay que morir con dignidad, también hay que hacerlo elegantemente.