Desde Herodoto hasta Denis Tito, que al parecer ostenta el cuestionable honor de ser el primer turista espacial, el viajero que inicia su andadura lo hace movido por las más diversas razones. Los hay que buscan (y hallan) aventuras y emociones; otros aspiran a postrarse extasiados y boquiabiertos ante las maravillas que el hombre legó a la posteridad: catedrales, templos, mausoleos...; están los que anhelan escrutar hasta el último rincón de los más afamados museos en busca de las grandes obras del arte universal; o aquellos que beben los vientos por perderse en exóticos paisajes plagados de la fauna más diversa, desde la más grande y peligrosa a la más diminuta y molesta; sin olvidar los que, algo más prosaicos y ávidos de sol, sucumben al encanto de playas de arenas sedosas y aguas cristalinas; y, por supuesto, están también los coleccionistas de países, esto es: los que buscan contabilizar en su pasaporte el mayor número de visados posible y para ello atraviesan desiertos o arrostran decididos duras penalidades por ver estampado en su documento el sello de Tombouctou o Samarkanda.
Yo, personalmente, me inclino más por la gente. Sin menospreciar, incluso compartiendo algunas de tan variopintas motivaciones, tengo para mí que conocer un país es conocer a su gente: saber cómo pulula por sus calles, cómo vocea en sus mercados, susurra en los templos o conversa en los cafés. Saber qué come y cómo, qué bebe y dónde, lo que les divierte, lo que les une entre sí o les separa de mí. Todo ello ayuda a componer esa imagen que, junto a paisajes, monumentos, templos o museos, nos vamos formando de un determinado país.
El viaje a la Patagonia, no podía ser una excepción. En principio, ofrecía la oportunidad de conocer un paisaje (¡y qué paisaje!) y dos países: Argentina y Chile. Respecto a su gente, hay que admitir que, dada la idiosincrasia de la Patagonia, habría que prestar más atención a la cualidad que a la cantidad, pues la cantidad, a decir verdad, es más bien escasa. Pero, por suerte, lo pintoresco de sus personajes compensa con creces su escasez.
Son los patagónicos (en especial los dan en llamar “pioneros”) gente peculiar que confiere a la tierra un carácter especial. O tal vez es al contrario: es la peculiaridad de la tierra la que hace tan especial a la gente. ¡Tanto da! Sea como sea, a la Patagonia se la conoce mejor charlando con personajes como Pedro, el de Lago Posadas, que sabedor de ser él mismo una leyenda, la cuenta (hasta en catalán, si se tercia) mientras la paladea orgulloso; o bien probando el exquisito “lemoncelo” que su esposa prepara y que conserva claras reminiscencias de su oriunda y lejana Italia.
Se aproxima uno más a esa despoblada tierra donde los pueblos parecen islas, caminando y bebiendo cerveza artesanal con Pablo el guía-carpintero-lavandero de El Chaltén que, apasionado, nos dio a probar el dulce fruto de los notros como si en él se encerrara la esencia de los Andes patagónicos de los que se decía enamorado. Se la entiende más y se la saborea mejor probando la deliciosa tarta de limón que ofrecía el peculiar cantinero de La Leona, cuyo aspecto sería un ejemplo de extemporaneidad y desubicación, si no estuviéramos en Patagonia. O bien, escuchando la apasionada erudición de glaciarismo de Federico de El Calafate, que aderezaba sus alocuciones con música del país y las salpicaba de alusiones políticas que me traían recuerdos de un reciente pasado español un tanto naïf.
Se empapa uno de Argentina, atendiendo serios y aplicados la verborrea del taxista que en un corto trayecto desglosaba, en breve pero sesudo análisis, la situación socio-político-económica de toda América Latina (¡toda!), haciendo hincapié, por supuesto, en la importantísima implicación que en la misma tiene la distinción entre una concepción bolivariana o sanmartiniana de la nueva América; amén de otras consideraciones y otros temas que abordó sumariamente tales como: la política de ingerencia norteamericana, la incomprensibles preferencias de los turistas fruto de una equivocada política de información turística, el problema de la seguridad ciudadana y otros temas menores, como el tráfico, la lengua, etc. Y todo ello, sólo por 20 pesos (viaje incluido, claro está).
Pero si de conocer gente se trata y, por ende, de vislumbrar la esencia de un país, el periplo patagónico habría de depararme, además, una muy agradable sorpresa. Otras gentes, no precisamente patagónicas habrían de brindarme, por añadidura, la oportunidad de asomarme al incipiente conocimiento de otro país: Portugal.
Efectivamente, la suerte, esquiva en ocasiones anteriores se revelaba propicia esta vez y me regalaba con la grata presencia de un grupo de compañeros de viaje del “vecino país”. Fue así como cada kilómetro recorrido por la Ruta 40, me iba acercando a Ushuaia, a Bahía Lapataia, pero también a Portugal.
Aquellos compañeros del “ripio”, hermanos de fatigas andinas, camaradas del bife y de la “Kilmes” o el Merlot, compadres de la empanada y el mate, estoicos sufridores del viento patagónico fueron dándome a conocer un país que, sin haber pisado jamás, adivinaba ya como una buena tierra para visitar.
Portugal también estaba allí, mientras trepábamos morrena arriba al pie del Fitz Roy o nos escurríamos sobre un glaciar, mientras ofrendábamos al Gauchito Gil o a la Difunta Correa, cuando contemplábamos la cachazuda placidez de las ballenas o escuchábamos el guirigay de la pingüinera (¡qué giro!), cuando perseguíamos al escurridizo piche y escrutábamos al esquivo guanaco, al intentar hacer fotos (“¡fotito, fotito!) al desconfiando choique o avizorábamos al cóndor o al cauquén y disfrutábamos del lobo marino (de un pelo, que no de dos) y su primo el elefante (también marino, por supuesto); mientras nos cubría la nieve en el Lago Escondido o nos azotaba el viento en el bosque petrificado y el sol en la Cueva de las Manos.
Juntos, mientras compartíamos larguísimas galopadas por las desoladoras rutas patagónicas, escuchábamos a Gieco, voceábamos con Rodrigo (“¡Maradó, Maradó...!) o tarareábamos el chamamé, fui construyendo el mosaico de un país mientras recorría otro distinto. Dos por el mismo precio ¿qué más se puede pedir?
Nada tiene de extraño que, meses más tarde, sintiera la necesidad de escaparme hasta Portugal. Cuando llegué a Lisboa, más que conocer, “reconocí” una ciudad, su ciudad, la de ellos, pero también un poco la mía. Allí estaban mis compañeros patagónicos. De nuevo juntos, tuve la sensación de hallarme de nuevo en Patagonia reviviendo cada uno de los momentos de aquel viaje. A la par, cuando pienso en Patagonia, me asaltan recuerdos de Portugal. Todo es uno, como si Portugal y Patagonia fueran un continuo y no supiera dónde empieza una y termina la otra. Tanto es así que juraría que de camino a Lisboa, a la altura de Castelo Branco, creí ver una indicación en la autopista que decía “Bajo Caracoles 63 Km.” y otro que rezaba “Estancia Don Manuel 35 km.”. No sé ... tal vez lo soñé. Y soñé también que en Lisboa di cuenta de un suculento bife, regado por un merlot mientras escuchaba tangos en una establecimiento llamado Café Buenos Aires. Sí, tal vez lo soñé.
Así las cosas, me siento especialmente afortunado de haber conocido un país cuyo visado sería la envidia del coleccionista de países. Nadie busque en catálogos viajeros, ninguno espere encontrar referencia en los foros o reseñas en los libros de viajes, desistan todos de visitar y menos conocer, un lugar que sólo está en mi memoria y seguro en la de “mis portugueses”; nadie les hablará jamás de un lugar llamado Portugonia.
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