jueves, 6 de agosto de 2009

¿Lechuga? No, gracias



Recientemente ha llegado a mis manos un artículo de prensa que, en términos generales, suscribo sin reservas. Estoy convencido de que el firmante es un alma gemela a la mía lo cual me reconforta en extremo puesto que abre un esperanzador resquicio de esperanza que me libera de la angustia de sentirme solo. Efectivamente, durante todo este tiempo me creí solo ante el mundo en mi cruzada contra el “lechugismo” imperante en esta nuestra sociedad actual.
Y entiendo por “lechugismo” a la recia dictadura que, desde distintos sectores sociales, se nos impone tratando de convencernos de todas las bondades que las ensaladas nos ofrecen. Y entiendo, a su vez, por “ensaladas” aquellos preparados en los que abunda con gran profusión toda clase de elementos del reino vegetal, pues me adelanto a aseverar que tolero aquellas otras que coquetean con elementos no precisamente vegetarianos (huevos, atún, queso...), e incluso apetezco de aquellas otras que se adentran valientemente en el ubérrimo mundo de los manjares verdaderamente suculentos, “verbi gratia”: ensalada de pulpo sobre cama de langostinos salpicado con virutillas de jamón ibérico y tropezones de higo macerado en brandy.

Efectivamente, sostengo que existe una confabulación internacional de oscuros intereses que pretende imponer como saludable y, peor aún, como exquisita la ingesta habitual de lechugas varias y otros forrajes por el estilo. Y más tarde demostraré que se trata de una imposición que, como tal, atenta contra la esencia de la más elemental democracia gastronómica, pues si democracia implica el gobierno de las mayorías, lo es siempre con el respeto de las minorías.
Sostengo yo y, al parecer, mi alma gemela que las ensaladas (las verdes, digo) son un auténtico coñazo que alguien (luego diré quién) inventó para entretenernos pastando hierba mientras llegan los manjares verdaderamente sabrosos, apetecibles y que hacen de nuestra vida un auténtico placer (en ausencia o escasez de otros).
Consiento en que, puestas en la mesa, las ensaladas hacen bonito pero, ¡qué caramba!, también tiene el mismo efecto estético un florero o un sencillo centro de mesa y no por eso tengo que comérmelo. Si se trata de una cuestión estética, sea. Pero con todo y con eso, he de confesar que, en más de una ocasión y como acto de rebeldía ante la imposición lechugil, he aderezado con el aliño correspondiente un centro de mesa y luego me lo he comido antes de que me sirvieran los entremeses para escándalo de mis acompañantes y disgusto del camarero.
Siempre estuve convencido de que en las ensaladas me encontraba con ciertos hierbajos con peor aspecto que las “malas hierbas” que yo arrancaba de mi jardín. Por ello me preguntaba: ¿porqué estas sí y aquellas no? No entendía la razón de que tuviera sobre mi plato y, peor aun, dentro de mi estómago cosas que no consideraba válidas para mi propio jardín.
Tal es el paralelismo entre unas especies y otras que en cierto momento tentando estuve a deshacerme de la máquina cortacésped y, convoy de aliño en mano, salir al jardín, arrodillarme y ponerme a pastar directamente de la “suculenta” pradera: ¡Qué mejor! ¡Qué más fresco!
¿Quién ha decidido qué malas hierbas pueden entrar a formar parte de mi dieta? ¿Qué criterios se han seguido para semejante elección? Me adelanto a descartar criterios de sabor habida cuenta de que, en un empírico afán de alcanzar una respuesta, he llegado a ingerir toda clase de plantas forrajeras que, convenientemente aderezadas, perfectamente podrían haber entrado a formar parte de cualquier ensalada al uso. Doy fe.
La respuesta a tales cuestiones creo haberla encontrado en el artículo al que me refiero. Su autor, muy acertadamente, sostiene que algún astuto y avispado cocinero que, al no saber qué hacer con las malas hierbas de su jardín y tras agotársele el herbicida selectivo, las fue arrancando y dándoles sonoros nombres como rúcula, brotes de primavera, canónigo, etc. Luego se dedicó a vendérselas a sus clientes en forma de ensaladas avaladas, claro está, por su prestigio. Completaría el cuadro unos comensales tan crédulos como influenciables socialmente que lo dieron por bueno, ya que ¿quién se atreve a poner objeciones a un chef con prestigio? Convencido estoy de que si uno de estos gurús de los fogones sostiene que hay que sustituir el café por cagarrutas de cabrito el arbusto del cafeto afrontaría su pronta extinción y Juan Valdez engrosaría las listas del paro.
Si a todo esto añadimos que la clase médica y adláteres parecen tener como único fin el hacernos la vida más ingrata y difícil (actitud manifiestamente denunciable ante el tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo y que contraviene los principios más básicos del juramento hipocrático); y para ello no escatiman en perversiones como la de recomendar la ingesta abundante y prolongada de lechugoides, ya tenemos el cuadro completo; ya están sentadas las bases de la dictadura lechugil. Comer verde no sólo resulta moderno y estético, sino saludable.
Así las cosas no hay forma de sentarse a una mesa sin que alguien proponga con entusiasmo digno de mejor causa la feliz idea de comenzar el ágape por una ensalada. Idea secundada con no menor entusiasmo por el resto de los asistentes sin que haya lugar a discrepancia alguna. Y es aquí la dictadura toma cuerpo y se manifiesta la ruina de la democracia puesto que aunque uno haga ostensibles reparos a tal idea nadie lo librará de ver sobre la mesa tan insulso y poco aprovechable condumio. E incluso se verá obligado a la degustación con la mejor cara so pena de ser tachado de individuo socialmente “raro”.
Y es que con la ensalada ocurre una cosa que no ocurre con el resto de las viandas. Me explico. Si a una cena asisten varios comensales con el fin de compartir unas suculentas raciones en buen amor y compaña siempre es costumbre, en virtud de un tácito acuerdo, pedir diferentes manjares que sean del agrado de todos, bien entendido que, habiendo de dónde escoger, porqué hacerlo de aquellos guisos que a alguno de los comensales disguste. Pues bien, esta regla no escrita pero absolutamente razonable no reza en el caso de las ensaladas. Si uno, como es mi caso, manifiesta abiertamente su oposición a comer tales fruslerías y entiende como mejor el trocarlas por alimentos más sustanciosos y contundentes de nada servirá. La dictadura lechugil entra en acción y aplastará sin miramientos cualquier objeción o acto rebeldía y al rato verá ante sus narices un centro de mesa supuestamente comestible que será recibido con profusión de comentarios festivos absolutamente desproporcionados. Tan desproporcionados como su precio; porque eso es otra: la tarifa que los restaurantes aplican a cuatro miserables brotes verdes está tan fuera de lugar que la OCU debería tomar cartas en el asunto, cuando no la Fiscalía pues hay hechos tipificados como estafa que son absolutamente veniales en comparación con tamaño atraco.
Pero basta ya de tanta imposición, tanta dictadura, tanto atropello. Ahora sé que no estoy solo: cuanto menos somos dos y seguro que habrá más. Pongamos freno a tales tropelías. Es llegado el momento de que todos los que se sientan subyugados por esta dictadura lechugil unamos nuestras fuerzas y levantemos la voz. ¡Basta ya!
Y desde aquí proclamo: Víctimas de la lechuga y el hinojo, uníos. Represaliados de la endibia y la borraja, haceros oír. Damnificados del apio y la escarola, rebelaros. Oprimidos por la rúcula y el canónigo, en pie. Todos juntos, por fin, unamos nuestras fuerzas al liberador y unánime grito de “¡¿Lechuga? No, gracias!”.

martes, 7 de abril de 2009

Locuacidad impresionante

Si hay algo que llama poderosamente mi atención es la capacidad que tienen las mujeres para entablar conversaciones duraderas a partir de un tema, aparentemente trivial.
Claro está que su capacidad para la expresión verbal parece estar suficientemente contrastada desde un punto estrictamente científico. Son muchos los estudios que ponen de manifiesto una predisposición genética que les confiere un cerebro “lingüístico”, con un mayor número de conexiones neuronales en las áreas relacionadas con la compresión y expresión verbal.
Bien. Pero con todo y con eso sigue maravillándome que su proverbial locuacidad sea capaz de alargar hasta extremos inverosímiles una conversación sobre un tema sobre el cual dos hombre no serían capaces de enlazar más de cuatro palabras seguidas.

Refrenda lo que digo la realidad cotidiana. Y mi propia realidad no es una excepción. Cada mañana me desplazo al trabajo en autobús en un trayecto que no demora más allá de treinta minutos. Pues bien, asisto maravillado, cada día, a un ejemplo de lo que digo.
Pongo por caso lo que sigue.
Acurrucado en mi asiento, en una suerte de catatonia directamente relacionada con lo intempestivo del horario, asisto a la subida al autobús de una fémina que da en sentarse en el asiento anterior al mío donde permanece, en estado de asombrosa vigilia, otra mujer de parecido aspecto a la recién llegada.
No bien se acomoda se inicia el portento.
-¡Ay! ¿Qué fuiste a la peluquería?
-Sí, boba... Hacíame una falta....
-Pero ... ¿Qué pusiste meches?
-No, no. Sólo corté les puntes y eché un plis.
-Buena falta me hacía a mí porque téngolo...
-No fía, tampoco está tan mal. Tú sólo con lavar y marcar ya vas lista.
-Calla, calla, muyer, si tengo unos pelos de lloca que paqué. Pero ye que me da tanta pereza.
-Y a mí también, chica, pero ye que llega un momento en que empieza a enrédaseme el cepillu que no hay manera...
-Y, entonces, ¿cómo no aprovechaste pa poner les meches?
-Ay, porque eso a mí sí que me da pereza. Casi, que prefiero haceme la permanente y así estar unos mesinos sin ir.
-Pues a ti suele quédate muy bien.
-¿Tú crees?
-Sí, chica. Si fuese yo... pero tú. Quédate todo tan mono.
-Pues tu, chica, con esi pelín tan agraciao que tienes... no sé como no lo dejes así. Con un bañín de color y listo.
-No sé, ye que me veo rara... son tantos años... chica.

¡¡Y así treinta minutos!! Y porque el viaje toca a su fin que si en vez de ir de Gijón a Oviedo, fuera de París a Tombuctú la conversación seguiría en los mismos términos sin solución de continuidad. ¡Qué barbaridad! ¡Qué capacidad para el diálogo!
Por otra parte resulta imposible transcribir exactamente el transcurso literal de la conversación pues, por motivos obvios, la plasmación literaria de una conversación conlleva una sucesión temporal de intervenciones alternantes. Sin embargo, en el plano real las intervenciones tienen lugar de forma no sucesiva, sino más bien simultánea. De manera que aun cuando no haya terminado la alocución de una interlocutora, la otra ya está iniciando la respuesta que antes de acabar se verá solapada por la interpelación de la contraria y así sucesivamente. Y todo ello con la absoluta seguridad de que ambas las dos están enterándose por completo de lo que está diciendo la otra sin perder un ápice. ¡Una maravilla! ¡Un portento!

Si una situación semejante se produjera entre dos interlocutores varones, puedo dar fe que sería harto distinta.
Cuando el recién llegado iniciase la conversación todo quedaría resuelto en escasos segundos de una manera semejante a la que sigue:

-Hombre... ¿Qué? ¿Vinieron los indios?
-Ya ves... ya me hacía falta, ya.
-Bien, hombre, bien...
-Si.

Y eso es todo. ¿Qué más se podría decir? Ya está dicho todo se dirán ambos interlocutores. Uno ha cortado el pelo y el otro, en un alarde de perspicacia y dotes observadoras, se ha percatado de ello y se lo hace saber con una frase tan original como jocosa. El otro siente la necesidad de justificarse y el primero lo entiende y lo aprueba. Y es que lo del pelo no da para más. O eso se creen ellos.

Bien. Antes de que las atentas lectoras, como siempre suele ocurrir, se sientan agraviadas con estos comentarios; algo totalmente injustificado si atendemos a la admiración que me causa lo descrito. Antes, digo, de que eso ocurra y que manifiesten (con razón, por supuesto, como siempre) que si se tratase de otros temas la cosa cambiaría, me adelanto a darles la razón, como digo.
Efectivamente, sólo hay un tema en el que los hombres son capaces de mostrar una habilidad semejante. Se trata, por supuesto, del fútbol.
Es curiosa esta habilidad tan específica y especializada. No hay estudios al respecto que expliquen cómo el fútbol es capaz de transformar el tosco cerebro de un hombre en un grácil y flexible cerebro de mujer dando de sí una locuacidad sin parangón. Estaríamos hablando de un potencial lingüístico que se plasmaría en verbo fácil a partir de un único y determinado estímulo. Sería lo que los psicólogos darían en llamar especificidad estímulo-respuesta, pero cuya funcionalidad depende de resortes y mecanismos psico-fisiológicos difíciles de interpretar.

En efecto, no son escasas las veces que he asistido en el mismo escenario a una prueba palpable de lo antedicho. Hecho que añade unas peculiares características difíciles de explicar como es el hecho de la conversación se inicia, a juicio del observador (oyente), sin las claves suficientes para determinar de qué o de quién se está hablando. Hecho éste que denota, a su vez, una extraña especialización y una asombrosa capacidad para intuir, a bote pronto, de qué y quién se debe hablar en ese preciso momento.
Así, la escena sería la siguiente: Un grupo reducido de hombres está (como siempre) medio adormilados en la última fila del autobús. Se incorpora al grupo uno con un poco más de ánimo y comienza el espectáculo:

-Qué... ¿viste? ¿Qué te decía yo?
-Calla, calla. No me hables. Pa matalos.
-Ye que así, no vamos a ninguna parte.
-Eso mismo díjelo yo, hai un par de meses.
-Y luego sal el otru faltosu y diz que... bueno, ¿pa qué? ¿tú creeslo?
-Esi, otru babayu...
-Sí, home, sí. Babayu pero ahí lu tienes...
-Pero ye que ye too igual ¿oíste?... Yo voy borrame.
-Y haríes bien. Yo, si no lo hago, ye pol guaje.
-Pues voy decite más: no voy anque me paguen.
-Ye que non hai derechu... Con les perres que ganen.
-Había que matalos a toos...
-A toos.

Y así hasta Oviedo. Obsérvese, la extraña capacidad de hablar de algo y de alguien sin haber hecho ninguna referencia a ello ni a cuándo ocurrió, y sin embargo ambos interlocutores son capaces de reconocer, no sé bien gracias a qué invisibles claves, el tema, los protagonistas, la situación espacio-temporal... todo. Se diría que se trata de una misma conversación iniciada, quién sabe cuándo, y que continúa justo en el punto donde se dejó la última vez que tuvo lugar el encuentro. Una maravilla.
Lástima que tal capacidad en el caso de los varones se reduzca única y exclusivamente al fútbol. Suponiendo que de lo que estén hablando sea de eso, claro.

Yo mismo... sin ir más lejos

Ahora que me he convertido en un hombre de mi tiempo, en una persona moderna, en un individuo de lleno inmerso en las nuevas tecnologías, todo ello gracias a montar mi propio blog y decidido como estoy a ser un “blogger” como es debido voy a seguir las reglas propias de esta actividad.

Observo, no sin cierta perplejidad, que todo “bloguero” que se precie abre su alma al mundo y muestra sin tapujos sus intimidades. Así, sin recato alguno, deja plasmado su perfil indicando todo aquello que le gusta o disgusta, lo que odia o quiere, lo que apetece o abomina y sobre todo cuáles son sus manías.

En principio, dos serían las objeciones que pondría yo a tal forma de proceder. La primera sería que escaso valor tiene como imagen la que uno tiene de sí mismo como no se vea complementada con la que los demás tienen de uno. La segunda es que abriendo de par en par las puertas de tu personalidad, qué interés y atractivo puede tener el ir descubriendo a la persona. No obstante, hago caso omiso estas iniciales objeciones decidido como estoy, digo, en hacer lo que dicta el reglamento no escrito de un buen bloguero.

Vayan pues aquí una pequeña muestra de rasgos y manías que dan en caracterizarme. Dejo para otro momento, en que el pudor me lo permita, el desnudo integral de mi personalidad (si en realidad existe tal).
  • Tengo la absurda manía de despertarme cada día a las seis de la mañana. Pero es la única manera que he encontrado de hacer callar al maldito aparato que, con gran estruendo, le da por sonar cada jornada. A continuación, suelo maldecir una y otra vez sin abrir la boca para no despertar a nadie.
  • Lo primero que hago al levantarme es poner el pie derecho sobre el suelo. Manías. Lo segundo, poner el izquierdo. He intentado pasar de lo segundo pero resulta harto incómodo y me crea serios problemas de desplazamiento. No soy a moverme bien sobre un solo pie. No hay forma de llegar a tiempo a ninguna parte.
  • Cuando, por fin abandono mi casa y me encamino al trabajo, me despido de mis perros. Ellos apenas se enteran: abren lánguidamente un ojo pero siguen inmóviles en su camastro. Yo maldigo de nuevo en voz baja. Cien mil años de evolución, cultura, conocimiento y tecnología y ese es el resultado: yo me voy a trabajar y ellos viven mejor que yo. ¡Vida de perros... ¡ ¡La mía!
  • Suelo comerme las uñas, especialmente cuando estoy nervioso o cuando veo la televisión. Intenté dejarlo pero se me llenaban de suciedad, así que procuro ponerme nervioso más a menudo como medida de higiene. Si viera más la televisión también serviría, pero entonces mermaría mi higiene mental.
  • Procuro ocupar siempre la misma plaza en el tren que me lleva al trabajo. He intentado cambiar de sitio pero no es lo mismo: aunque sean más confortables creo que las otras plazas son de pago.
  • Como todo el mundo (pero yo lo confieso) me hurgo la nariz en los semáforos. Con el producto de tal actividad fabrico bolitas perfectas que suelo tirar disimuladamente a los viandantes que pasan por la acera.
(Nota: advierto al incauto lector que no todo lo que se cuenta aquí obedece fielmente a la verdad, sin ir más lejos lo de los semáforos no es del todo cierto pues también lo hago en otras ocasiones).

  • No soporto la impuntualidad, me parece una falta de respeto. Tengo la manía de la precisión: cuando quedo a una hora siempre, siempre, siempre llego media hora más tarde; así todo el mundo sabe a qué hora llegaré y no les falto al respeto. ¿Impuntual?, no: preciso.
  • No soporto la mentira. Prefiero faltar a la verdad antes que mentir, resulta más elegante. ¿No es cierto?
  • Rechazo rotundamente cualquier comportamiento machista y, por supuesto, la violencia que genera. La deseada y deseable sumisión de la mujer debe ser consustancial a la propia naturaleza de su sexo y nunca impuesta por la fuerza. Faltaría más.
  • Son un agnóstico absolutamente convencido y espero serlo durante muchos años si Dios quiere.
  • Soy una persona en extremo tolerante, dialogante y flexible, así pues no tolero de ninguna manera bromas al respecto y esa es mi última palabra y no pienso cambiar de opinión.
  • Deploro los halagos pues creo que fomentan la vanidad a la que considero ajeno. Si hay algo de lo que estoy especialmente orgulloso es de haber alcanzado altos grados de perfección personal con el propio esfuerzo y sin haberme sustentado en el halago fácil de los demás, por muy merecido que éste fuera en todo momento.
  • Soy un hombre de sólidos principios, son los más sólidos que he tenido hasta el momento después de haber probado con muchos otros que resultaron ser poco útiles para mis propósitos en la vida.
  • Tras años de abnegado esfuerzo y dedicación diaria he alcanzado altísimos niveles de virtuosismo en la mediocridad. Eso implica estar tan equidistantemente alejado de la genialidad como de la idiocia.
  • En absoluto son un hombre racista. Como muestra diré que a mi me parece que a los negros les sienta muy bien su color y lo considero un rasgo distintivo de su idiosincrasia que en absoluto debería ser motivo para el maltrato, antes al contrario, deberían evitar esas circunstancias apartándolos lo suficientemente lejos como para que nadie les pueda causar daño. ¿Qué tal en un continente propio?