lunes, 18 de noviembre de 2013

Mi lado femenino

Toda mi vida he tratado de guiarme por una máxima: Intentar ser un "buen hombre"; que casi es lo mismo que un "hombre bueno".  Ser un "hombre hecho y derecho", como decía mi madre. Ser un "hombre de bien"; ser un "hombre cabal", un "hombre de pies a cabeza", "un hombre que se viste por los pies". En fin, ser un Hombre, con mayúsculas.
Todos mis pasos en la vida se han dirigido en ese sentido sin que, lamentablemente, los resultados hayan sido los apetecidos. Ha tenido que pasar medio siglo para que me diera cuenta de que estaba totalmente equivocado. Iba en la dirección errónea, justo en la contraria. El sentido era bueno; la dirección, no. ¿O es al revés? En fin, me refiero a que, los años y ciertas acontecimientos que sería prolijo relatar, me mostraron el camino a seguir:  para ser mejor "hombre" debía ser más "mujer".
Efectivamente, curiosa paradoja esta, pero cargada de sentido: para ser más hombre tengo ser más mujer. La panoplia de virtudes que de suyo adornan a la mujer es la condición ideal para alcanzar la excelencia personal.
Me doy cuenta de lo que siempre había deseado alcanzar era esa pulcritud, esa limpieza, ese orden, esa delicadeza. Anhelaba esa ausencia absoluta de sucios apetitos, insanos deseos, pensamientos impuros; deseaba tener su exquisita sensibilidad, su asertividad, su empatía. Esa capacidad de entrega, de trabajo, de compromiso con los demás, especialmente con los débiles: niños, ancianos, enfermos... (¡Aunque sean hombres!).
Tardé en advertir que si conseguía añadir a mis escasas y poco cultivadas virtudes personales al menos alguna de toda esa retahíla de virtudes femeninas, de todo ese arsenal de dones que adornan la naturaleza de la mujer, habría de convertirme yo en aquello que siempre pretendí: un hombre de bien.
Una vez que vi la luz, de súbito se despertó en mí mi lado femenino. A duras penas fue desperezándose "esa" otro yo (o ese "otra" yo) que, como una bella durmiente, había yacido inerte esperando el iniciático beso que le devolviera a la vida.
Tras unos lánguidos bostezos y unos perezosos estiramientos; después de unos remolones y atolondrados primeros pasos mi feminidad comenzó a andar y juntos caminamos en el sentido correcto (¿o es en la dirección correcta?).
Como si del bálsamo de Fierabrás se tratare, de inmediato me sentí mejor, más hombre, más mujer, no sé... mejor persona, al fin. ¡Qué satisfacción! ¡Qué plenitud! ¡Qué goce!
Pero... Siempre hay un 'pero', empero. El cambio no sólo habría de reportarme parabienes y satisfacciones. Mi tardío descubrimiento y mi acción consecuente habrían de depararme un efecto secundario en absoluto inesperado. ¡Pardiez! ¡Qué contrariedad!
En efecto, amigos, tanto despertó en mí mi lado femenino que, siendo hombre aún, se experimentó en mí una crisis de identidad sexual que aún no he sabido resolver convenientemente.
La naturaleza quiso (pues yo no tuve parte en ello, lo juro) que yo naciera varón. Esto es, con todos los atributos de serie. Más o menos notorios algunos (más bien menos) pero atributos masculinos, al fin y a la postre. Así pues, se me planteaba un gran dilema. Era claro que si quería ser "mejor" debía ser más mujer pero, llevado al límite (para qué quedarse en medianías), sería una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. ¿Qué debía hacer entonces? ¿Dar un radical paso y eliminar de raíz cualquier vestigio de varón? Sólo de pensarlo me dan escalofríos; siento cómo un respingo me recorre ciertas partes del cuerpo (que el pudor me impide nombrar).
Así, descartada la cirugía, aquí estoy sumido en la más absoluta desesperación debido a esta crisis de identidad sexual.
Por  un lado mi condición de varón aún prevalece muy a mi pesar; por otro, oigo insistente mi voz femenina que me llama cual sirena que llama a Ulises.
Y en tanto resuelvo la cuestión, me dio por hacer memoria y tratar de averiguar si en el pasado esa voz ya resonó en mis oídos y no la quise oír.  Es decir, me he puesto  a darle vueltas a la cabeza y pensar en dónde está el germen primigenio de mi crisis identitaria. Cómo pudo haber pasado inadvertida esa voz todo este tiempo.
He hecho balance de mi historia personal en busca de episodios que, si bien en su momento pasaron inadvertidos, ahora, a la nueva luz de los acontecimientos, tomen un nuevo sentido (¿o dirección?).
Y, efectivamente, he rescatado algunos en los que oí una vocecita que me llamaba al lado bueno pero a la que no pude, quise o supe prestar la debida atención.
Así es, amigos,  ya en mi más tierna infancia recuerdo un episodio que, si bien en su momento no pasó de ser la anécdota graciosa de un niño, ahora quiero interpretar como reveladora de algo más trascendente.
En aquellos años una de las figuras más sobresalientes de la actualidad nacional era la reina Fabiola. Sus esponsales con el rey Balduino de Bélgica coparon todos los titulares de la prensa del régimen (de Franco, se entiende). Yo, aunque niño, no permanecí ajeno a aquel egregio  acontecimiento, tanto es así que recuerdo que a la sazón había en mi casa una pequeña manta azul celeste y con ribetes de lamé, muy "amorosa" ella, que confortaba mis frías noches de invierno. Pues bien, tengo el vago recuerdo, adulterado por los comentarios de mis adultos, de que yo desfilaba por el pasillo de casa con aquella manta a modo de capa diciendo con afectación "yo soy la reina Fabiola" y me contoneaba muy principesco.  Esta representación causaba el regocijo de los presentes de forma tan notoria como lo es la vergüenza que ahora siento al recordarla.
No sé si he acertado en describir gráficamente la imagen; si así fuese creo que sobran los comentarios. Y si bien hasta hace poco la evocación de aquel recuerdo dibujaba en mi rostro una indulgente sonrisa, ahora ésta ha devenido en una enigmática mueca de difícil interpretación. Podría decirse que la hilaridad de antaño tornóse en el sofoco de hogaño.

Años más tarde, ya un poco más crecidito y con motivo de una gira artística por tierras canguesas tengo memoria de otro episodio que hizo tambalearse por primera vez mi identidad sexual. Aquello ya no fue una vocecita, fue algo más sonoro.
Debo aclarar que lo de la "gira artística" no es petulancia, es real y forma parte de mi otra vida oculta que quisiera olvidar pero que algún día tendré a sacar a la luz a modo de liberadora catarsis. Pero esa es otra historia que contaré en otro momento.
Pero, a lo que voy, hallábame yo, como digo, por tierras de Cangas de Narcea. No me había prodigado yo mucho por aquella zona: vamos, que no había ido nunca. Era mi primer contacto con el paisaje y el paisanaje. Y si bien el primero no me sorprendió en absoluto, fue el segundo el que hizo que se tambaleara mi, hasta entonces, asentada sexualidad.
En efecto, pese a lo poco observador que soy, pronto llamó mi atención un hecho que me sorprendió a la par que inquietó: los ojos de los hombres. Sí, sí como lo oyen. Algo había en los ojos de aquellos hombres cangueses que atraían mi mirada una y otra vez.
Así es, todos los hombres que me rodeaban lucían unos ojos (dos, cada uno) de una belleza inusual lo que les confería una mirada turbadora.  Cuando me sorprendí a mí mismo deteniendo mi mirada en la suya, posando mi pupila en su pupila (que diría Becquer, no Boris) me asusté. ¿Cómo podía ser que aquel saco de hormonas (masculinas) que era yo por entonces, pudiera deleitarme en la turbadora mirada de aquellos aguerridos hombretones de formas y gestos tan varoniles?
Un estremecimiento recorrió mi columna vertebral y se detuvo a la altura de mi cerebelo que reverberó durante un momento. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso había despertado una pasión ignota para mí? ¿Qué mágico encanto se desprendía de aquellos hombres que hacía tambalear los más sólidos pilares de mi virilidad? ¿Me vería obligado a salir del armario o, al menos, a mirar a través de la cerradura?

Dudé. Bien sabe Dios que dudé. No obstante, la duda me paralizó y no adopté decisión alguna de la que luego pudiera arrepentirme. Es decir, que no me dio por abrir el armario de par en par. Antes al contrario, permanecí víctima de un sobrecogimiento reflexivo de vacuos resultados. En otras palabras: me quedé con la mente en blanco y sin saber qué hacer o decir.
Y, de repente, algo, no recuerdo exactamente qué, hizo que se me encendiera una lucecita en el cerebro que vino aclarar mis tinieblas: ¡Antracita!
Eso era; no era yo, era la antracita. Me explico: sabido es (o debía ser si no fuera por la ESO) que la comarca de Cangas era, por aquel entonces, rica y próspera gracias a las minas de carbón.  Concretamente, de antracita.
Y por tanto, la mayoría de los hombres de la zona tenían por ocupación las labores mineras. Como quiera que, al parecer, el polvo de antracita se adhiere de forma especial a las pestañas éste se convierte en una suerte de "rímel" natural difícil de erradicar por los métodos higiénicos naturales, o sea, con agua y jabón. La forma más útil de borrar tan evidente huella es, según tengo entendido, llorar mucho. Pero, claro está, no está muy bien visto entre los aguerridos mineros cangueses andar llorando por las esquinas como plañideras. ¿Se imaginan ustedes a un relevo entero de mineros sentados en la "casa de aseo" llorando desconsoladamente  como nenazas por mor de limpiarse los ojos?
Así, pues, no les queda más remedio que hacer de tripas corazón y salir a la calle como si fueran cabareteras y, de paso, haciendo deambular por el filo de la navaja de la identidad sexual a más de uno.
No digo yo que alguno que otro, aproveche la circunstancia y se deje arrastrar por el vicio y, como el que no quiere la cosa, ponga un poco de colorete aquí o de un toque de carmín por allá. Pero como digo es ya es vicio y motivo de otro análisis distinto.

Afortunadamente para mi tranquilidad aquella reveladora explicación de la antracita vino a tranquilizarme lo suficiente. Eso y la bienhadada circunstancia de que mis bolos artísticos no volvieron a llevarme de nuevo por aquellas tierras, alejándome así de la tentación por exposición.
Era la segunda vez que desoía desdeñosamente la voz de mi lado femenino. Y por eso me pregunto ¿qué hubiese sido de mí si me hubiese dejado llevar por el canto de mi sirena interior  y hubiese dado rienda suelta al otro (otra) yo? ¿Hubiese alcanzado antes la excelencia personal? ¿Habría sido mejor persona desde entonces?
No sé, a lo mejor son preguntas absurdas y nada de esto tiene sentido. ¿O es dirección?








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