viernes, 11 de enero de 2013

En un lugar de La Mancha

En un lugar de la  La Mancha… No, no se trata de ningún error, ni tampoco de un burdo remedo cervantil. Tampoco me ha vuelto a ocurrir lo de aquella vez que me decidí a escribir una novela y, cuando llevaba cien páginas, me di cuenta de que me estaba saliendo, sin querer, “Cien años de Soledad” (pero fue por pura casualidad, lo juro).
Nada de eso.  Se trata de que la historia que sigue no puede empezar de otra manera. Pero su parecido con El Quijote acaba ahí, en el comienzo. El resto tiene más parecido con la  “13, Rue Percebe” que con ninguna otra cosa. Y, claro está, también  con “La Parada de los Monstruos”.

En efecto, en la calle La Mancha, de Pumarín, para más señas, hubo alguna vez un bloque de viviendas. Este bloque contaba con dos portales y cada uno con cinco pisos.  Cada piso tenía dos manos. Total diez familias por portal, incluida la mía, que la malhadada fortuna quiso que se constituyeran en penoso muestrario de deformidades físicas y mentales. En una pequeña parada de monstruos.
Si, como en su momento  hizo el gran Ibáñez con su famoso edificio, cortáramos por la mitad aquel singular bloque de viviendas podríamos ver las penosas interioridades que cada uno ellos albergada.

Así  es, en una descripción ordenada por pisos, el catálogo que sigue a continuación no tiene desperdicio como bien se podrá juzgar.

En el bajo izquierda, vivía Leni. Una niña gordita y buena de cuyos padres apenas si guardo recuerdo pero cuyo abuelo tenía un avanzado estado de demencia senil. Sembraba el pánico entre la chiquillería amenazando a troche y moche con su bastón. Todos andábamos huidos de las locuras de aquel personaje al que temíamos encontrar por la escalera. No obstante, no era, de los distintos especímenes del edificio, el más raro, ni mucho menos, como se verá.

En la mano derecha, vivía Jose. El “mocín” del barrio: nada se escapaba a su control o a sus caprichos; que eran muchos. Su padre no tenía más deformidad que una simbólica en forma de abultada cornamenta. En efecto, su mujer tenía tan pequeña estatura como gran corazón a juzgar por lo que era capaz de “amar”. Sus piernas eran diminutas pero de gran facilidad de apertura. Tenía la inocente costumbre de “acoger”  hombres en su casa (las noches que  su marido no estaba, claro) haciéndoles trepar por el accesible balcón trasero que daba a un oscuro jardín.
Nosotros, la chiquillería, no éramos  ajenos a aquella práctica a la que, sin embargo,  no éramos capaces de dar sentido, más allá de pensar extrañados  que los Reyes Magos viniesen de uno en uno y en fechas tan intempestivas. Nadie se atrevió nunca a comentar con el “mocín” la suerte que tenía tener tantas visitas reales tal vez porque en nuestro fuero interno ya entendíamos que aquello no podía ser normal.

En el primero izquierda, vivía Germanín. Una mula parda. Su padre era ciego y como casi todos los ciegos que yo conocía tenía mala leche y un saxofón. Bueno, tampoco conocía muchos y alguno tenía un acordeón. Su mujer era vidente; quiero decir que veía, no que adivinaba el futuro. Por no adivinar no adivinaba ni el argumento de las películas en la televisión y recurría de continuo a su marido (el ciego, no se olvide) para que le explicase lo que estaba “viendo” en la pantalla. Eso sí, era tan lista que cuando su marido, en los descansos de la película, iba al baño a aliviar su vejiga, corría y se le adelantaba para  encenderle la luz porque decía que si no meaba fuera de la taza. Un portento.

En el otro primero, el derecha, vivía Juli. Su madre era “normal” pero su padre, Emilio, era manco. Tara esta que paradójicamente no le impedía en absoluto empinar el codo. Digo yo que lo haría con el otro brazo pero entonces no entiendo cómo se apoyaba en la barra. Cuando venía contento del bar cantaba por tonada y acompañaba sus melismas con expresivos movimientos de muñón lo que aportaba cierta originalidad a sus interpretaciones nunca del todo bien acogida por los vecinos de portal.

Un piso más arriba, en el segundo izquierda, hubo una sucesión de diferentes vecinos. Del que guardo más memoria era del padre de Josín. Era panadero y como trabajaba de noche y dormía de día, apenas si lo veíamos. Hasta que se volvió loco y no trabajó más. Digo yo que sería por vivir tanto tiempo al revés de los demás.  Pero su locura era inofensiva: a veces,  lo cruzábamos por la escalera y nos decía preocupado que tenía que bajar urgentemente a la calle porque había dejado mal aparcado el helicóptero. Huelga decir que en Pumarín, por aquel entonces, había poca gente que se pudiera permitir tener un helicóptero propio.  Si uno quería utilizar tan práctico transporte tenía que esperar al mes de agosto y subirse en el que ponían en la Feria de Muestras. Nada que ver con lo de ahora que ya se sabe que mucha gente vive por encima de sus posibilidades.

En el segundo derecha, no había niños; sólo tres adultos. Pero, ¡qué tres! Hay que reconocer que la suerte (la mala, claro) se había cebado con aquella planta. No recuerdo más nombre que el de Amparo, que era sorda y fea. Bueno más sorda que fea. O tal vez no.
 Su marido era contrahecho; tanto que tenía dos jorobas. Sí, como los camellos, pero en otra disposición. Tenía una por delante y otra por detrás. Tal vez para contrapesar; no olvidemos que la naturaleza es sabia; cruel, pero sabia.
Vivía con ellos una sobrina mayor que no estaba bien. Quiero decir que estaba mal, pero no sabría decir de qué. Quizá lo que mejor la describa es el calificativo que por entonces se utilizaba para aquel tipo de anormalidad. Efectivamente, por aquel entonces, eso de los eufemismos y lo “políticamente correcto” no estaba al uso y a nadie le parecía mal cuando alguien decía de aquella señora que era “fata”. Pero fata, fata.

En el tercero izquierda habitaban “los rana”. Era estos tres hermanos muy seguidos que se habían ganado a pulso el sobrenombre toda vez que, por una extraña razón, todos los tres tenían la tara contraria a lo que solía ser habitual. Me explico: eran (y son) muchos los sujetos que no pueden pronunciar la “erre” y pronuncian una “gue”. A esta circunstancia, se añade una extraña e incomprensible predilección de estos individuos por hacer alocuciones que pongan de relieve su defecto. Así no es raro oírles decir discursos tales como “íbamos en cago por la caguetega cuando se nos gompió una güeda que ega guedonda, te lo jugo”.
Pues bien los “rana” no sabían pronunciar la “g” y la cambiaban por una “r” de manera que se los oía decir a menudo: “no me da la rana” y de ahí su mote.
A su padre nunca lo veíamos y a su madre, Catalina, a duras penas. No es que no saliese mucho a la calle; al contrario, siempre acudía presta a resolver los entuertos en que se metían sus hijos que no eran pocos, sino que era tan pequeña que costaba distinguirla. Tenía un miedo telúrico a las cucarachas lo cual no era de extrañar pues al estar tan cerca del suelo debía verlas como animales prehistóricos.

En el tercero derecha estaban “los cajas”. Otros tres hermanos cuyo apelativo se debía también a un defecto en la pronunciación pero que sería prolijo explicar aquí. Todos y cada uno de ellos lucían una espléndida cabeza (herencia del padre) de frente despejada y rematada con un remolino en el flequillo cuya rebeldía les acompañaría de por vida. Su padre, Manolo, sin llegar a ser contrahecho, digamos que no era un buen mozo. Su escasa estatura a duras penas se veía disimulada por el descomunal tamaño de su cabeza que debía utilizar para menesteres distintos a los de pensar. Su madre, Generosa, era manifiestamente bizca, de manera que cuando reprendía a su prole ninguno de ellos sabía nunca a quién se dirigía exactamente.

En el cuarto izquierda, la suerte fue menos generosa que la madre de “los cajas”. Allí vivía Araceli que compartía con muchos de sus convecinos la baja estatura. Tal fuera el agua. Su marido, Luis, poseía la tercera joroba del edificio, ya que este sólo tenía una y en la espalda, como suele ser normal (¿normal?). Pero por el contrario también era sordo como la mujer de su colega chepil. Tan sordo que ningún vecino del portal necesitó nunca poner el volumen de su televisor. Como por entonces todos veíamos lo mismo, es decir, la-primera-cadena, el sonido lo aportaba él generosamente. Incluso, nos regalaba, a menudo, con efectos especiales de su propia cosecha pues sus bostezos eran lo más parecido al rugido de un león que uno pueda imaginarse. Ni que decir tiene que cuando ponían por la tele aquella mítica serie de “Daktari” sus rugidos aportaban un gran realismo a la ambientación.
Con ellos vivían una sobrina, Felita, que como todas las sobrinas del edificio arrastraba la misma tara: era fata. Esta más. Llama la atención la similitud entre la familia del cuarto y la del segundo pero juro por lo más sagrado que no es que mi imaginación flaquee y repita personajes. Se trata de una triste fatalidad del destino. Y no estoy haciendo un juego de palabras: la fatalidad viene de “fatal” no de “fata”.

Por último, en el cuarto derecha, vivían dos hermanos de cuyo mote no me acuerdo. Uno, esmirriado y larguirucho; de piernas como palillos y flequillo solapado sobre sus gafotas. Este daba en mortificar a su hermano pequeño, un niño gordo, miedica, acusica y mimoso, repelente donde de los hubiera. Ambos tenían a su madre al borde de la locura y  se quejaba, a voz en grito, de la triste suerte que le había caído al tener que bregar con tres hombres en casa. ¡Pobre! Ahora bien, deformidad física no tenían mucha; sin embargo mental, aunque no aparente a juzgar por lo que luego fue de sus vidas cabe pensar que muy normales no eran, no.

Como colofón he de decir que, por motivos obvios, se han modificado los nombres de los protagonistas. Pero esa licencia es la única que me he permitido, pues todo lo demás responde fielmente a la verdad. ¡Lo juro! Sé que resulta difícil de creer que tal cúmulo de engendros coincida en un sólo edificio, máxime si se tiene en cuenta que era un edificio “normal” y no especialmente reservado a fenómenos de la naturaleza. Por otra parte, debo añadir que si hago memoria y repaso bloque por bloque, piso por piso, en general, Pumarín no debía de ser precisamente un barrio donde la “normalidad” fuese algo “normal”.

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