lunes, 1 de julio de 2013

La Línea

I

Cuando Graciano entró en El Sindicato aún faltaba casi una hora para que pasara la línea en dirección a Oviedo. Así que pidió un solisombra para caldear sus huesos y ahuyentar la humedad que la borrina mañanera le había pegado al cuerpo. Y es que el día era uno de esos de finales de junio que parecen de primeros de octubre.
José Manuel, el hombre de la sempiterna bata gris y de las antiparras incrustadas en la nariz le sirvió la copa y le puso al corriente de las últimas novedades habidas por la comarca sin salir de detrás del mostrador. Mientras tanto empezaron a llegar parroquianas cargadas de cestas repletas de patatas, lechugas, berzas, huevos…, en fin, de todo un poco pero muy bueno. Y es que había “mercao” en la Pola y para allá se iban aquellas buenas mujeres a ganar unos duros.
Como la mañana estaba fría el bar-tienda enseguida se atiborró de gente; no estaba la cosa para esperar fuera. El inusual tiempo para aquellas fechas era, obviamente, el tema general de conversación y en más de una ocasión salió a relucir aquello del cuarenta de mayo y alguna recordó escandalizada que ya hacía tiempo que pasara Cincuesma.
De cuando en cuando, Graciano se asomaba a la puerta por ver si oía llegar el viejo autobús subiendo valle arriba. Por fin pudo distinguir un lejano roncar que anunciaba su inminente llegada. Cuando el vetusto autocar dobló la curva de la iglesia y enfiló el último tramo de cuesta hasta El Sindicato, la gente se fue agolpando a la puerta del establecimiento donde estaba la parada.
No bien el autobús se detuvo y exhaló un último y sonoro suspiró cual animal antediluviano, comenzó un frenético tráfago de personas y mercancías. El motor diesel seguía respirando con cadenciosa fatiga. Graciano ayudó, aquí y allá, a subir y bajar bultos y luego se dispuso a tomar asiento pero Salustio, el chófer, le hizo un ademán con el índice señalando hacia arriba. O sea, que de nuevo tenía que viajar en los bancos de la baca, entre  bultos, paquetes, cestas y alguna que otra gallina.
Esguiló escalera arriba en busca de un sitio y pronto se percató de la presencia de un ataúd entre toda la impedimenta, si bien no se extrañó en absoluto. Era bastante corriente que desde la Villa mandasen, por medio de la línea, un féretro para dar cristiana sepultura a algún finado de alguna parroquia aledaña. No obstante, como era costumbre, se santiguó y tomo asiento lo más cómodamente posible, lo cual era poco, a decir verdad.
Caló la boina hasta las cejas y se quitó el plexiglás para volver a ponerlo del revés, esto es: con los botones a la espalda como solía hacer en los días fríos cuando montaba su decrépita Lambreta.

El autobús reinició la marcha y tardó en coger algo de velocidad; luego, con cada cambio de marcha, iba emitiendo un sonoro quejido que ponía los pelos de punta. Fue llegar a la altura de Lloses y empezaron a caer las primeras gotas; la cosa se iba a poner cruda allí arriba, pensó Graciano. Mucho antes de llegar a L’Arbazal llovía con toda la gana y fue cuando Graciano tomó una decisión que a la postre tendría trágicas consecuencias: resolvió meterse en el ataúd a la espera de que escampara y así lo hizo sin ambages ni remilgos.
Cuando la línea se detuvo en el Alto de la Campa, ya esperaban allí dos vecinos de Lluaria y una oronda señora de Vallinaoscura que portaba las primeras cerezas del año que los señoritos de Oviedo pagarían a buen precio.
Allí, como se pudo, se buscó acomodo para ella, pero ellos hubieron de seguir los pasos de Graciano y encaramarse en los bancos de la baca. Pronto se parapetaron tras sus paraguas para guarecerse de la lluvia y el viento. El autobús emprendió de nuevo su marcha ahora más desahogadamente, pues principiaba la bajada hacia el valle de Sariegu.
Entre tanto Graciano, desde su oscuro cobijo, escuchó, e incluso reconoció, las voces de los nuevos pasajeros pero ya estaba en un placentero duermevela que le impidió mover ni un sólo músculo. Pronto habría de quedarse dormido por completo entre el monótono arrullo del motor Perkins.
Le despertó el claxon que Salustio hizo sonar prolongadamente al entrar en una cerrada curva. Tardó unos segundos en volver a retomar conciencia de su peculiar situación y al rato se sobresaltó con la sospecha de haberse pasado de parada, así que decidió salir de su ocasional abrigo no sin antes averiguar si seguía lloviendo. Así pues, levantó levemente la tapa del féretro y sacó su mano al exterior buscando esperanzado que la lluvia no le mojara su palma.

II

Andrés Avelino llevaba algún tiempo despierto. El suficiente como para haber asimilado su tragedia. La suya y la de su compadre, Jamín “Quiniela”, que parecía aún mayor a juzgar por toda la parafernalia sanitaria en la que se veía envuelto.
Quién les iba a decir a ellos que aquella mañana cuando salieron de Lluaria camino de la Pola iban a terminar ingresados en el Hospital General de Oviedo en una situación tan lamentable.
Había muerto su compadre Genaro, el del Poyeu; viejo amigo de correrías desde su juventud. Un chaval “del su tiempu” que había muerto “de repente” y les había dejado más aprensivos que desconsolados.  Se convencieron de la necesidad de ir a dar el pésame a su hija que vivía en la Pola, donde le iban a dar tierra. Pobre.
Sacaron el traje de las bodas que olía a naftalina, pusieron la corbata negra que guardaban para ocasiones como aquella y bajaron andando desde Lluaria a coger la línea en La Campa. Como, pese a estar en junio, el día barruntaba lluvia, se echaron el paraguas a la espalda, colgado del cuello, y se pusieron en camino. A  mitad de trayecto rompió a llover con fuerza.
En el collado de La Campa, encontraron a Hortensia, que había subido desde Vallinaoscura cargando con un “paxu” de cerezas que esperaba vender en El Fontán.  Allí estuvieron dando la parpayuela, en tanto que esperaban la línea que ya se oía roncar en todo el valle de Valdediós.
Su viejo conocido Salustio los saludó a los tres y, tras buscar un acomodo para Hortensia, a ellos les hizo  subir a los bancos de arriba. Aunque no era el mejor día para viajar en esas condiciones no pusieron objeción alguna. No era día aquel para quejarse de nada pues peor parado estaba su camarada Genaro, que-Dios-tenga-en-su-gloria, el pobre.
Una vez arriba, la visión del ataúd les provocó un respingo: a ver si aquella iba a ser la caja de Genaro. Miráronse aprensivos; santiguáronse, sobrecogidos y con cierto disimulo apretaron con fuerza el mango del paraguas a falta de mejor madera.
Se sentaron lo más alejados posible del féretro pero, de cuando en cuando, echaban furtivas miradas al siniestro cajón sin cruzar palabra alguna. También era mala pata viajar con aquello en un día tan…

III

El estruendo del motor apenas si permitía mantener una conversación dentro del autobús. Tan sólo Salustio, el chófer, acostumbrado como estaba y haciendo caso omiso del letrero que lo prohibía expresamente, hablaba “al alto la lleva” con la parroquiana que tenía más cerca: una moza muy rescamplada,  pero muy discreta y que parecía estar estudiada por la forma tan fina de hablar. El resto de pasajeros o bien dormitaba o bien tenía la mirada perdida quién sabe dónde.
Pasado Pedrosa y cerca ya de La Carcabada, cuando las cerradas curvas daban paso a las primeras rectas del camino, Salustio metió la directa y puso el Pegaso a tope de lo que daba.
Y fue entonces cuando ocurrió. Ante sus sorprendidos ojos, Salustio vio caer dos bultos del techo de su autobús. Uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda. Fue todo tan rápido y sorprendente que transcurrieron unos segundos antes de reaccionar, los que tardó en reconocer a Andrés Avelino y a Jamín que se habían arrojado incomprensiblemente desde todo lo alto.
Clavó el freno de inmediato y empezó el caos. Bultos y pasajeros saltaron por los aires. Gritos, lamentos, llantos, blasfemias… El acabóse.
Salustio miró los espejos retrovisores y, a duras penas, pudo ver a sus dos pasajeros suicidas, así que decidió arrojarse del autobús en busca de su paradero y conocer su estado que adivinó no podría ser nada bueno.
La peor parte habría de llevársela Jamín quien había aterrizado sobre el asfalto y rodado hasta dar con sus huesos en el pretil;  el otro, Andrés Avelino, había desaparecido en un bardal del que costó Dios y ayuda extraer.
Entre tanto, en el techo del autobús también habían ocurrido cosas. Fruto de la inercia del frenazo, el ataúd había salido catapultado hacia delante precipitándose desde lo alto hasta la carretera. Como quiera que el asfalto estaba mojado, la caja se deslizó varias decenas de metros carretera adelante hasta que, al doblar la siguiente curva, siguió recto invadiendo una finca por la que resbaló debido a su pendiente.
En la tal finca, hallábase Milín de Migia, un “guaje” de no más de catorce años que a la sazón estaba “llendando” el ganado de su familia. Éste contempló atónito el suave descenso del ataúd pradería abajo hasta que se detuvo cerca de donde él se encontraba.
Entre curioso, sorprendido y asustado dio unos tímidos pasos hacia el féretro sin saber qué pensar y mucho menos qué hacer. De pronto, se abrió la tapa y, cual si fuese Lázaro, izóse de su interior un hombre con la cabeza al revés que se tambaleaba como un borracho y extendía los brazos hacia él.
Milín no quiso ver más. Dio media vuelta y corrió. En una hábil maniobra y, sirviéndose de su “guiada”, saltó la linde tal que si fuera un campeón de garrocha. Siguió corriendo sin mirar atrás. Y corrió. Corrió hasta que le dio el alto un tío suyo con quien tropezó en una calella. El zagal hallábase desencajado, con la mirada perdida y con cierto olor nauseabundo de presumible origen, todo lo cual le confería cierto aire de estar endiablado. No respondió a ninguna de las insistentes preguntas de su tío y se puso a temblar como un flan con grave preocupación para su pariente.
Mientras tanto Graciano trataba de recomponer el ánimo y la figura pero seguía tambaleándose prado arriba ante la mirada escéptica y despreocupada de una docena de vacas que lo rodeaban. 

IV

Como cada mañana, don Nemesio, un jubilado del Carreño, se sentó ante la mesa camilla de su salita de estar y abrió el “Voluntad” por la página de sucesos, como era su costumbre.
Con parsimonia, y mientras daba cuenta de un café, leyó. Leyó y, sorprendido, no pudo por menos que alzar la voz para que le oyera su mujer que trajinaba en la cocina:
−Mira, Matilde, lo que trae el periódico: Dos heridos graves en la línea de autobús entre Villaviciosa y Oviedo.  Al parecer, se arrojaron desde el techo del vehículo en marcha al ver cómo, de un féretro que éste portaba, salía la mano de un supuesto difunto. ¡Ay que ver, qué cosas pasan, Matilde!
En cambio de la pequeña tragedia de Milín nada se decía en el diario. Sus padres lograron quitarle el mal olor a base de agua y jabón, pero el miedo no hubo forma de quitárselo de encima en mucho tiempo, algo más de lo que tardó en volver a hablar, que no fue poco. Pobre.

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