jueves, 14 de febrero de 2013

¡Adiós, Manolo!

Ya está. Se acabó. Lo dejo. Está decidido. Ya sé que todos los años digo lo mismo y que luego me arrepiento, pero esta vez es la definitiva. Otras veces me he doblegado a las insistentes peticiones de ese público que tanto me quiere y al que tanto debo, pero esta vez he decido acabar, de una vez por todas, con mi dilatada carrera de stripper.
Lo que empezó medio en broma medio en serio hace ya casi dos décadas hoy se ha convertido más en una obligación que en una devoción. No voy a negar que en el fondo de mi corazón lo lamento pues  sé que en cuanto se acerca el carnaval oigo inconfundible la poderosa voz del escenario que me llama. Pero uno se hace mayor y ya no está para estos trotes.
Parece que fue ayer cuando, ante la tremenda demanda de “picha-boys”, para la tarde-noche de Comadres, fui reclutado “in extremis” para dar cuerpo (nunca mejor dicho) a un espectáculo ante cientos de mujeres desaforadas que querían hartarse de carne antes de la cuaresma.
Siempre de riguroso incógnito salvaguardado por un coqueto antifaz de terciopelo dorado exprimí todo mi potencial erótico-festivo al servicio de un público femenino de lo más exigente, ávido de emociones fuertes y que, por un día, dejaba a un lado convencionalismos sociales caducos y estereotipados y daba rienda suelta a sus más desatadas pasiones sin importarles nada ni nadie. Y yo allí, dispuesto a dar satisfacción a sus deseos, de una manera lo más profesional posible.
He de reconocer que estos últimos veinte años, ese momento de gloria que suponía el día de Comadres, era suficiente dosis de autoestima como para sobrevivir el resto del año. Autoestima que como sabes aquellos asiduos a este blog no es algo de lo que esté precisamente sobrado como queda relatado.
Pero, desgraciadamente, siempre fue un éxito callado, imposible de compartir pues el anonimato me hurtó la ocasión de poder difundir a los cuatro vientos aquel apoteósico éxito del que yo, y sólo yo, era el protagonista.
Y es que daba gloria verme. Lo que en un primer momento fue fruto de una improvisación obligada por las prisas se convirtió luego en una cuidadísima y esmerada puesta en escena, trabajada durante todo el año. La primera vez no hubo tiempo más que a recortar un bañador Meyba a cuadros que rescaté del rincón más apartado de mi armario. Unos pantalones “acampanados” y “alejiados” que mi hermano lució en los setenta y una camiseta tres tallas más pequeña que la mía completaban todo mi ajuar en el debut.
Aún así, el éxito fue clamoroso y las féminas aplaudieron hasta enronquecer. Tuve que hacer tres bises y salí a saludar en cinco ocasiones. Aquello no era más que el principio.
Más tarde aquella paupérrima indumentaria dio paso una colección de tangas a cada cual con más glamur. Cada año estrenaba uno con toda la ilusión. Y cada año quedaba totalmente inservible. Tal era el paroxismo que alcanzaba el público que los billetes se sumaban por cientos prendidos en tan minúscula prenda hasta el punto de que la goma daba de sí quedando totalmente destrozado. ¡Qué pena! Aún recuerdo con cariño aquel tanga plateado con lentejuelas que me quedaba monísimo. O aquel otro de cuero vuelto con flecos a media nalga que era una pocholada y que causó tanta expectación.  Y qué decir de aquel azulín con vivinos en amarillo que era una auténtica cocada. Todos destrozados.
Pero el espectáculo es el espectáculo, y yo lo daba todo por mi querido público. Al que tanto quiero y tanto me debe (¿o es al revés?).
Ahora bien, debo apresurarme a decir a aquellos (y resalto lo de “aquellos”) que no tuvieron ocasión de verme en escena que no saquen conclusiones precipitadas. La envidia es muy mala y el éxito ajeno despierta muy malos quereres. Quiero decir que no piensen que me vanaglorio de lo que no es. Nunca pude ni quise presumir de lo que no soy. Yo no soy uno de esos “picha-boys” de gimnasio: puro músculo, de apolíneas formas, de poderosos y esculpidos músculos y  abundantemente dotados de virilidad. Quiero decir con una notoria dosis de masculinidad. No sé si me explico.

En absoluto. Por así de decir,  yo era (soy) a los stripper tradicionales lo que el Bombero Torero era a Santiago Martín “El Viti”. Es decir, mi espectáculo, en su modestia, no tenía más pretensiones que ser un mero entretenimiento erótico-cómico-festivo. Donde lo natural contrastaba con la artificiosidad.  Donde los potes caseros reemplazaban a los anabolizantes,  y donde con convexo superaba a lo cóncavo (¿o es al revés?).
Nada de nombres tan sonoros como vacíos del tipo: Steven Strip, Mika Boy, Tsavo Danze. Mi nombre artístico nunca indujo a error: “Manolo”. Así, sin más. Auténtico, “autóztono”, racial, sin mariconadas. El nombre de un artista lo dice todo de él. Y ahí radicaba la clave de mi éxito que, por otra parte, nunca se me subió a la cabeza.

Pero ¡ay! , todo eso ya se acabó para mí. Tanto brillo, tanto esplendor también tiene su ingrato reverso  que con el paso de los años se va haciendo una pesada carga hasta hacerse del todo insoportable. Ya estuvo bien de constipados de caballo. Y es que esta fiesta cae en muy malas fechas para destaparse.
Se acabó no poder sentarse en una semana; y es que me dejaban las nalgas en carne viva con las dichosas uñas francesas.  Por no hablar de los mordiscos en las pantorrillas.
No más enfriamientos de próstata por culpa de la dichosa barra de acero inoxidable que nunca acababa de calentarse. Se acabaron los dobletes: apenas si me daba tiempo a desmaquillarme cuando ya estaba de nuevo al pie del curro, tosiendo, sangrando pantorrilla abajo, trabajando de pie y yendo al baño cada cinco minutos. Un drama.

Ya no puedo más. Cuelgo el tanga. Renuncio al dorado oropel de mi anónima fama. A partir de hoy volveré a ser lo que siempre fui: un hombre gris que guarda en su interior un alma  showman.  El día de Les Comadres, nunca más volverá a ser lo mismo (mal está que yo lo diga). Miles de mujeres quedarán huérfanas de mí, de mi cuerpo, de mi arte, pero quiero que sepan que siempre las llevaré en mi corazón.
El Manolo ha muerto, ¡viva El Manolo! (¿o es al revés?).




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