martes, 31 de julio de 2018

El Camino de Lucy

Hace aproximadamente tres millones de años, milenio arriba o abajo, una adolescente llamada Lucy caminaba por las afueras de Adis Abeba. Ni ella sabía que se llamaba Lucy ni su tierra, tan reciente que aún estaba caliente, tenía nombre. De hecho, como diría Gabo, para referirse a ella había que señalarla con el dedo.
Lucy, quien habría de llamarse así por la canción de unos "escarabajos" viajando en ácido, era ajena por completo a su fama póstuma y también al trascendental hecho de que su tambaleante y torpe caminar daría comienzo a un larguísimo camino de evolución humana que llegaría hasta nuestros días. Quién sabe si fue ella la que, de la mano de uno de sus vástagos, dejó, en su deambular por el mundo, la famosas huellas de Laetoli.
Lucy, la afarensis, fue la primera de una serie de hitos en el proceso de humanización. Una larguísima y lenta evolución biológica que, rebotando de homínido en homínido, devino en lo que hoy somos. Que si el Australopitecus, que si el Hábilis; qué decir del Erectus o de su émulo el Neandertal y dejemos de lado, claro está, a nuestro primo el Cromañón. En fin, toda una retahíla de personajes que fueron dando forma al Sapiens. Qué digo Sapiens, así a secas: Al "Sapiens Sapiens", nada menos. ¡El rey de la creación! Es decir, nosotros.

Milenios y milenos de una evolución que, de repente, metió el turbo y experimentó un tan rápido aceleramiento que aún no se sabe a dónde (o contra qué) vamos a parar. "Despegue cultural" lo llaman los entendidos y los más osados lo relacionan con el consumo de carne. De ahí que, de ser cierta esta teoría, bien podría plantearse la tesis de que son los veganos quienes están poniendo freno a este desenfreno evolutivo. Sea como sea, el caso es que anteayer mismo éramos unos monos en lo alto de un árbol y hoy somos los seres que nos balaceamos en la rama más alta del conocimiento. Tan alto estamos que miramos hacia abajo con suficiencia, soberbia, autocomplacencia y vanidad. Sobre todo con vanidad. Mucha vanidad.
Años y años de Cultura que fueron convirtiendo la observación en Ciencia, la superstición en Religión, la ociosidad en Filosofía y Arte, la alimentación en Gastronomía... Así, sublimando y sublimando, fuimos "centrifugando". Es decir, fuimos huyendo del centro hasta convertirnos nosotros en el mismísimo centro. Somos, por propia decisión, antropocéntricos. Somos el centro y la medida de todas las cosas. Y, aunque en ocasiones nos venga el bajón al reparar en lo execrables que podemos llegar a ser, estamos encantados de conocernos. Tanto que, como no podemos presumir de nosotros ante un hipotético igual (y mira que lo rebuscamos en los confines de la galaxia), presumimos ante nosotros mismos en una continua autoadulación rayana en el onanismo.

Hoy los científicos se vanaglorian de la dimensión que alcanzan sus logros, obviando los continuos desatinos y pifias que otrora defendieron como verdades incuestionables: eso son cosas del pasado que ya no pueden volver a ocurrir. ¡Dicen!
Los artistas babean ante sus propias obras orgullosísimos de su altísimo grado de sofisticación que les ha llevado prescindir de lo más básico: ya no dibujan, ni encadenan una melodía... y convierten un rollo de papel higiénico en una obra de arte. ¡Alardean!
Las religiones (y no todas) están muy ufanas al haber descubierto a un dios más humano. Tan humano que ya no les pide (de momento) que masacren, mutilen, torturen o quemen a aquellos que tienen otro dios distinto al suyo como ocurrió hasta ayer mismo. Aun no se han extinguido los rescoldos de las hogueras que quemaron a los herejes y se les llena la boca de ecumenismo. ¡Levitan!

Total: que, excepción hecha de unos cuantos cientos de miles de millones de seres humanos que se empeñan (para su propia vergüenza) en seguir siendo pobres, ignorantes y hambrientos, vivimos en un mundo de promisión. Gozamos de las más altas cotas de bienestar jamás imaginadas. El ser humano (Sapiens Sapiens) hinca la bandera de su supremacía en la cumbre de la creación y mira en derredor cómo a sus pies permanecen humilladas y vencidas el resto de especies de todos los reinos (incluido el fungi, por supuesto).

Pues bien, cada mañana cuando madrugo lo indecible para ir a trabajar y miro a través de la ventana y no veo más que oscuridad, silencio y soledad aún no tengo el ímpetu necesario para darle al coco y pensar en cosas muy complicadas, más allá de saber dónde dejé el azúcar para echar a ese café que me devuelve a la vida.
Soy un autómata que, movido por una inercia de años y años de rutina, arrastra los pies de estancia en estancia, tropezando con todo hasta dar con la puerta de salida. Pero antes de salir al "maravilloso" mundo exterior, miro al suelo y allí, acurrado en su confortable camastro, dormita mi perro. Éste advierte mi presencia, hace un leve movimiento de rabo y abre lánguidamente un ojo y me mira. Yo le miro y como sigo sin poder pensar demasiado hago una glosa apresurada de toda la disertación anterior y murmuro: "¿Y yo soy el rey de la creación?"
Miles y miles de años de evolución para que este ser "inferior" privado de conocimiento, inteligencia, Cultura, Ciencia, Filosofía, Religión e incluso Gastronomía se quede en casa sin dar un palo al agua mientras yo, un ser "superior" me dispongo a pasar todo un día de trabajo (por el que se supone que debo estar agradecido) que me permita ganar el dinero suficiente para "disfrutar" de un montón de cosas que mi perro no quiere ni necesita. Agua, comida y una caricia, eso es todo lo necesario para él, para qué más.
Cierro la puerta tras de mí y abrumado sigo pensando (pero poco) y me digo: "Algo hemos hecho mal" Y me acuerdo de Lucy. ¿En qué estaría pensando esa mujer el día que le dio por empezar a caminar?

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