martes, 14 de noviembre de 2023

Sensaciones de altos vuelos

 

El primer aviso coincidió con el inicio del descenso del avión. Pero como era mi primer vuelo lo atribuí a la maniobra iniciada por la aeronave. Miré a mi izquierda por tener una referencia de la que fiarme viendo la cara de mi hermano y de mi padre. Mi hermano, tan hierático como de costumbre; mi padre, con bastante crispación en su rostro apenas me miró. Pero llevaba esa cara desde el momento del despegue: también era su bautismo aéreo.

Para cuando aterrizamos en el aeropuerto de Gran Canaria mi vientre ya había solicitado mi atención repetidas veces y para entonces poco importaba si tenía algo que ver con el vuelo o no. Empezaba a ser perentorio encontrar un baño.

La espera por los equipajes se me hizo eterna y como era neófito en el asunto no se me ocurrió buscar los aseos en la sala. Así que al salir afuera y subirnos al autobús que nos llevaría al hotel creí que la cosa tendría una rápida solución.

Craso error. No contaba yo con que el aeropuerto estaba tan lejos de la ciudad y mucho menos con la circunstancia de que el autobús debía ir repartiendo, por distintos hoteles desperdigados por la ciudad, a los turistas que, como nosotros, llegábamos a disfrutar de la isla.

Como es bien sabido, el diablo es un profesional, así que como no podía ser de otra manera, nuestro hotel fue la última parada del autobús. Así que mi apuros no habían hecho otra cosa que aumentar. Sudores fríos me brotaban al rostro y apenas si encontraba postura en mi asiento. Como suele ocurrir en estos casos, cientos de descabelladas ideas se me pasaron por la cabeza como medidas de urgencia para poner fin a aquel sufrimiento, pero ninguna lo suficientemente factible.

Llegamos al fin a nuestro hotel, cuyo nombre omitiré para preservar mi anonimato. Pero aún quedaban por delante los trámites de "check-in": que si los "deneís", que si los "baucher", que si las instrucciones del regreso... ¡Una eternidad!

Cuando, por fin, nos dieron la llave de la habitación yo la hice mía y subí escaleras arriba apretando el paso y otras partes de mi anatomía en un último esfuerzo para no montar un numerito.

Entré en la habitación y, de inmediato, entré en el aseo. La taza del váter estaba sellada por un precinto higiénico que, en un primer momento, me sorprendió: era la primera vez en mi vida que veía aquella sofisticación que, apurado como estaba, no supe interpretar del todo cuál era su función.

Me desembaracé del precinto sin ambages e, in extremis,  di rienda suelta, por fin, a todo cuanto llevaba a mis adentros y pugnaba por salir.

Cuando hube recuperado algo de serenidad y de juicio pude dedicar mis sentidos a su funcionamiento habitual. Así, pude oír cómo al otro lado de la puerta mi padre y mi hermano debatían sobre el número de camas que había en la habitación. La conclusión era que, tras mucho buscar, echaron de menos una. Sólo había dos camas y, obviamente, necesitábamos tres.

Sentí cómo mi padre salía de la habitación y bajaba a recepción a dar cuenta de la anómala circunstancia. Mientras yo seguía ocupado en menesteres no, por más prosaicos, menos necesarios.

Cuando mi padre hubo vuelto comunicó a mi hermano, según oí, la necesidad de cambiar a otra habitación donde darnos cabida a los tres. Así me lo hicieron saber a través de la puerta instándome a darme prisa pues había que abandonar al momento aquella habitación.

Así, pues, di por concluida mi faena de una manera que no hace falta de explicar pues imagino que será de general conocimiento. Lo que no se ajustó a la normalidad es que, al accionar la cisterna, ésta no dio ninguna señal de que contuviera agua.

En efecto, como es bien sabido, en las Canarias el agua es un bien escaso y, al parecer, las restricciones son frecuentes por lo que en aquel momento la cisterna no desprendía ni gota de agua.

Ante mi perplejidad y la insistencia en que abandonara la habitación a la carrera no supe muy bien qué hacer. Opté por lo más obvio: bajé la tapa del inodoro y coloqué con esmerado mimo el precinto en la misma posición en que lo había encontrado y abandoné el aseo y la habitación dejando solamente un oloroso recuerdo de mi fugaz presencia en el lugar.

Sólo cuando tomamos posesión de la nueva habitación y tuve un momento para pensar fue cuando reparé en lo sucedido, de lo que, obviamente, no di noticia a nadie. Y fue cuando de nuevo me dio un escalofrío al pensar en la cara de los huéspedes que entraran a continuación en aquella habitación,  fueran la baño y retiraran el precinto del inodoro que avisaba de pulcro estado higiénico en que se encontraba.

Durante toda la semana que estuvimos en el hotel temía que, al pasar, por delante del recepcionista éste me diera el alto y me afeara mi conducta. Salía y entraba a toda prisa mirándolo de soslayo y  siempre me pareció advertir en él una mirada recriminatoria.

Hasta que no abandoné la isla no pude respirar tranquilo del todo. Pero es el día de hoy que cuando entro en un hotel y veo una taza de váter precintada con un sello higiénico no puedo dejar de pensar que algún día, al proceder a desprecintarlo, me toparé con una desagradable sorpresa. Y es que el karma tiene estas cosas.

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