miércoles, 26 de noviembre de 2014

K-Ghon: El héroe anónimo

No soy yo hombre dado a grandes alardes de valentía. Antes al contrario, si de algo me confieso pecador es de un exceso de prudencia lo que es una eufemística forma de decir que soy un auténtico cagón. Nunca mejor dicho como bien se podrá comprobar más adelante.
 Así pues, pierde su tiempo quien busque mi nombre en los murales lapidarios de héroes patrios. Soy cobarde, sí, pero aspiro a ser longevo y los valientes héroes lo son durante poco tiempo. Más vale viejo cobarde que joven héroe muerto.
Ahora bien, dejada constancia del anterior principio, debo decir que en alguna que otra ocasión me vi obligado a afrontar con valentía ciertas situaciones  que pusieron  en riesgo mi vida aunque fuera de forma más o menos consciente. Debo reconocer, no obstante, que en esas contadas ocasiones, lo que pudiera interpretarse como un acto de valentía no fue más que una huida hacia adelante so pena de males que, si bien nunca serían tan graves como la propia muerte, si me hubiesen traído nefastas consecuencias.

Dejo hoy aquí reseña de una de esas ocasiones e inauguro con ello un tema hasta ahora inédito en este blog. Tema que por escabroso nunca me atreví abordar pese a que supondría, sin duda,  un inagotable filón de anécdotas personales pero que, por contrario, puede llevarme hacia una deriva  de insondables repercusiones.  El tema en cuestión no es otro que la  escatología. Y no me refiero a los menesteres postmortuorios sino a los más mundanos de origen fisiológico.
Pero, sin más prolegómenos, entremos en materia. Hallábame yo cumpliendo el servicio militar cuando, sin yo quererlo, me vi asomado al abismo de una muerte trágica a la par que ridícula y todo ello por una inoportuna llamada de la naturaleza. Y es que la fisiología tiene sus razones que la razón no entiende.
Era mi primer servicio como conductor. La tarea era simple: ir a buscar a "mi general" a su casa y llevarlo a su oficina en el Cuartel General del Ejercicio sito en los suntuosos y céntricos jardines de la plaza de Cibeles, en Madrid.  Acabada la jornada, desandaba el camino y lo retornada a su hogar sin más complicaciones.
Ahora bien, toda vez que yo era un novato, a la par que suplente del chófer oficial, no tenía las preceptivas credenciales que me permitieran el acceso al edificio del Cuartel. En consecuencia, por extraño que pueda parecerle a todo aquel que no conoce los entresijos del Ejército,  debía permanecer de 9 a 5 en el aparcamiento, al pie del vehículo oficial. Sin comer, sin beber, sin... Sin nada de nada.
Pero he aquí que la fisiología humana no entiende de las estrictas y absurdas reglas militares. Y mi vientre tuvo la inoportuna ocurrencia de recordarme que él había ido a la "mili" conmigo pero que tenía vida propia. Así que empezó a susurrarme  su apremio por resolver sus asuntos lo que me provocó un escalofrío y arrancó de mis labios un lastimero: ¡ Ay, Dios!
No sabía yo del paradero de ningún habitáculo habilitado para menesteres tan prosaicos toda vez que aquellas no eran mis habituales dependencias. No obstante, deduje que en el cuartel anejo al noble edificio, donde residía la tropa, habría en abundancia. Allí me dirigí pero se me informó tan desabridamente como era habitual que no se podía pasar pues estaban a la espera de "dar novedades"; lo que en la jerga cuartelera quiere dar a entender que acaban de limpiar y debía permanecer "limpio"  así hasta que llegara la autoridad competente a dar el visto bueno a la faena realizada.
Sea como sea, a mí se me encogió el corazón un poco más. Los avisos de mi vientre empezaban a subir de tono de forma alarmante. Salí de allí  con un preocupante temblor de piernas y a punto del desmayo. No obstante, no podía darme al abandono so pena dejar tras de mí un maloliente reguero de evidente origen.
Tras un instante de abatimiento y vacilación recordé el botiquín. Allí tenía yo un conocido que seguramente me auxiliará en un momento tan aciago. A duras penas llegué pero no tuve  éxito. Mi amigo no estaba y el capitán médico no entendió bien lo de la urgencia y me echó a cajas destempladas.
Pues bien, allí estaba yo de nuevo en el punto de partida, esto es, en el aparcamiento, rodeado de coches y jardines. Empecé a darle vueltas a la cabeza acuciado por la desesperación. Se desató entonces una virulenta tormenta de ideas en busca de una solución por descabellada que ésta fuera.
¡En el jardín! Tras un matorral. Aunque no tenía papel; ese sería el menor de mis problemas. En una fugaz faena "de alivio" podría salir del atolladero. Pero ¡quiá! Todo el jardín estaba patrullado por los energúmenos de la policía militar y si me interceptaban en plena faena eran capaces de fusilarme allí mismo.
¡En el coche! En el piso del asiento del conductor y disimulando el resultado con la alfombrilla podría colar. Pero que va. Amén de la dificultad física, el rastro oloroso cuando el general subiera al vehículo sería imposible de explicar. Aquello además podría ser considerado como maltrato de material, falta de respeto a un superior y atentado a cientos de preceptos de la disciplina militar. ¡Castillo! Ya me veía preso en un castillo.
¡Dos cuerdas! Necesitaba dos cuerdas. Atadas convenientemente a los tobillos dejaría que todo siguiera su cauce natural y la gravedad se encargaría de regalarme unos bonitos pero malolientes bombachos. Afortunadamente no disponía de ellas, si no...
Pero ¡qué hacer! Sin el preceptivo pase la Guardia Civil que estaba apostada a la entrada del edificio principal me daría el alto al momento lo que coincidiría, seguramente, con el colapso de mis esfínteres.
Mi vientre vociferaba insistente su urgencia y me recorrían gruesas gotas de sudor frío por la espalda. Así que presa del aturdimiento y movido por la desesperación tomé una grave y valiente decisión que podría costarme la vida: intentaría entrar corriendo en el edificio a riesgo de que las metralletas de los guardias civiles dieron un postrero alivio a mi padecimiento.
Así que corrí. Corrí sin mirar atrás, no sólo por huir de los más que posibles disparos sino de pura necesidad. Pasé entre los guardias como una exhalación y mi inesperado comportamiento debió hacer dudar a los números a los que imaginé mirándose entre sí. Sea como sea, aquel momento de vacilación me confirió unos metros de ventaja; los suficientes como para correr escaleras arriba y perderme entre los laberínticos pasillos del enorme edificio.  No obstante, oí detrás de mí gritar dándome el alto y encogí los hombros como toda defensa ante una posible ráfaga de proyectiles.
Ya estaba dentro pero... ¿dónde estaban los aseos? Nunca había entrado yo en aquel edificio y me encontré "corriandando" por unos interminables pasillos plagados de puertas con letreros que apenas si me daba tiempo de leer.  Sentía un preocupante murmullo que me seguía a cierta distancia así que cuando vi a través de una puerta semiabierta que había un despacho vacío entré con decisión y cerré la puerta tras de mí.
No podía más. Eché un atolondrado vistazo a mí alrededor y vi en una esquina, tras una mesa, una papelera metálica. Aquello, en aquel momento, me pareció lo más parecido a la taza de un inodoro que había visto en mi vida. En una desesperada maniobra me desembaracé del pesado cinturón, bajé mis pantalones caqui e hice toda la puntería que la situación me permitió, lo juro.
Huelga decir no hubo lugar al deleite en modo alguno. Antes bien, mis ojos no se despegaban de la puerta acristalada que traslucía el paso de uniformes al otro lado. En cualquier momento podría entrar alguien. Qué digo alguien; el propietario del despacho. Así que en cuanto pude di por finalizada mi tarea.
Pero... a qué iba a limpiarme. Ni siquiera busqué en mis bolsillos pues los sabía vacíos y llevado por un desenfreno de acontecimientos irracionales me sorprendí a mí mismo cogiendo una carpeta que había encima de la mesa anexa en la que entre otras cosas destacaba en rojo un sello que decía: "Confidencial".  Extraje el primer folio de aquel expediente y con el procedí al preceptivo aseo personal. Me deshice del papel tirándolo muy ordenadamente a la papelera y procedí a adecentarme a la carrera.
Asomé la cabeza fuera del despacho y cuando no divisé a nadie salí de un salto e intenté caminar con la mayor apariencia de normalidad que pude.  Pero me detuve. Sentí una insana curiosidad, miré hacia atrás y miré el cartel pegado a la puerta del despacho: "General de Brigada J. Rodríguez Ventosa // Departamento de Relaciones con la UE".
Mi salida habría de ser por la misma puerta que la fugaz entrada pero el anonimato que confiere la uniformidad jugaba a mi favor: todos los soldados somos iguales y nadie se fija en la credencial del que sale.
Al poco tiempo, estaba de nuevo en el aparcamiento al lado del coche oficial. Con las piernas aún temblando. Sin comer. Sin beber. Pero nada más.
Lo que pudo acontecer en aquel fatídico despacho es algo que nunca quise detenerme a pensar. Mi arrojo y decisión aunque a  la desesperada, rozó la valentía pero tampoco era caso de jactarme de ello ni en aquel entonces ni ahora. Prefiero, en este caso, ser un héroe anónimo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Eso si es valentía y lo demás cuento.
Santiago

Anónimo dijo...

Eso sí es valentía y lo demás cuento.Jajajajaja.
Santiago