miércoles, 19 de noviembre de 2008

Clavos y Tornillos

El estudio del dimorfismo sexual depara curiosas y sorprendentes sorpresas; basta con reparar un momento en algunas especies de aves o insectos, donde el tamaño, la forma y el color pueden ser abrumadoramente distintos. Hasta tal punto que diríase que macho y hembra son especies diferentes.
En cambio, en el caso de la especie humana las diferencias no son en absoluto tan evidentes, siempre y cuando descartemos como tales los muchos aderezos culturales de los que ambos sexos suelen hacer gala. Más allá del tamaño y el peso, no hay más diferencias que las que se observan en algunos caracteres sexuales secundarios. Y ¡benditas diferencias!, pues me apresuro a decir, que son éstas las que proporcionan abundante regocijo a unos y otras. Más a unos que a otras, me temo.
Pero por tratarse de diferencias morfológicas bastante evidentes apenas si hay controversia respecto a las mismas. Así, pues, no es esa la aproximación que pretendo hacer aquí al tema del dimorfismo sexual humano. Para los interesados en esa perspectiva más científica remito al lector a los parsimoniosos estudios abordados por los más doctos en Psicobiología que han tomado como paradigma de estudio una peregrina, por no decir ridícula, tesis: la contribución al dimorfismo morfológico por parte del órgano bomero-nasal de la rata de laboratorio. Profusa documentación habrán de encontrar en la abundante literatura científica que sobre el tema se halla en los más especializados establecimientos del ramo.

Pero como digo, no es ese el acercamiento que aquí pretendo por carecer de interés la controversia que éste pueda suscitar. No ocurre lo mismo, ni de lejos, cuando el dimorfismo sexual entre hombre y mujer se aborda desde una perspectiva intelectual o conductual. Aquí sí que uno se adentra de lleno en un proceloso jardín del que salir indemne se torna labor de titanes.
Pero, en mi afán de liberarme de mis miedos, decido lanzarme al ruedo, prescindir de lo políticamente correcto y tomar el toro por los cuernos y sin medir ni temer las consecuencias de tan audaz propósito me dispongo a exponer aquí una novedosa y audaz teoría que contribuya de una manera determinante a establecer cuáles son las principales diferencias entre machos y hembras de nuestra especie.

Recurro para ello al conocido recurso del pensamiento analógico como medio para esclarecer cuáles son las características que permiten establecer diferencias entre los hombres y las mujeres (y viceversa). Y, aunque sea brevemente, determinar cómo esas sutiles pero claras diferencias suponen un serio revés para el definitivo entendimiento entre ambos, cuando no plantean un abierto enfrentamiento entre los mismos (y mismas); enfrentamiento que recibe por mal nombre la “guerra de sexos” y que, dada la proporción de unos y otras en la demografía mundial, adquiere unas colosales dimensiones, pudiéndose considerar, por tanto, uno de los conflictos globales de mayor calado en la Historia Universal.

Sé que, por mi humilde condición de varón y por todo lo que aquí se vierta seré tildado de inmediato de “asqueroso machista” por, al menos, la mitad de los que se acerquen a este blog. ¿Adivinan qué mitad?
Ante lo que yo considero una injusta, infundada y prejuiciosa valoración me adelanto a decir varias cosas:

Una. Que una lectura detenida y desapasionada del texto revelerá bien a las claras mi reconocimiento primero y admiración después por lo que considero una clara superioridad en las cualidades femeninas.
Dos. Que mi condición de varón, es algo que me ha venido dado “de serie” y que, hasta ahora, poco o nada he podido hacer por remediarlo; pero sirva en mi descargo que actualmente sobrellevo del mejor modo posible una galopante crisis de identidad sexual que me aboca sin remisión hacia la transexualidad, sino física, al menos conceptual como digo más abajo. Pero eso es algo que abordaré más detenidamente en mejor ocasión.
Y por último: Que soy consciente de que dijera lo que dijera, cualquier aseveración está sujeta a un inevitable prejuicio “feminista”, y que cualquier acto que intentará en mi descargo, incluida una flagelación con látigo de siete colas en la plaza pública no conseguiría más que arrancar una exclamación propia de la afamada “sensibilidad femenina” que sería del siguiente jaez: “pues... no me das ninguna pena”. Curiosa sensibilidad es esa.

Pero basta ya de prolegómenos, y entremos en materia, no sin antes anunciar que me hago absolutamente responsable de lo que sigue y que estoy dispuesto a dar todas las explicaciones que se consideren necesarias o acometer todos los actos de desagravio que se me exijan con cristiana e humilde resignación del que se sabe pecador. Pues antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un hombre sea perdonado por hablar (aunque sea bien) de las mujeres.

El enunciado general de mi tesis respecto al dimorfismo sexual se resume en una simple pero asequible analogía: los hombres son clavos; las mujeres, tornillos.
El desarrollo de tan audaz y novedosa teoría, ya es harina de otro costal y requiere un parsimonioso análisis de todo lo que en sí encierra para alcanzar una correcta interpretación de tan escueta pero contundente aseveración.

Hagamos, pues, una detenida descripción de estos cotidianos objetos; un pequeño estudio de sus características, tipos, funcionalidades e, incluso, de su idiosincrasia, si de tal pudiera hablarse al tratarse de objetos inanimados. Luego, será el momento de extrapolar el análisis a los distintos sexos y nos pasmaremos ante la absoluta identidad entre los conceptos: hombre-clavo y mujer-tornillo.

Ambos objetos, tienen básicamente una misma función, esto es, tienen un mismo sentido en este mundo: se les utiliza para unir fuertemente un objeto a otro con muy distintos fines. Es decir, conceptualmente podría decirse que comparten funcionalidad básica que es lo mismo que decir, que básicamente serían una misma cosa. Pero hay notables diferencias entre ambos.

Un clavo es un instrumento muy simple tanto en la forma como en el uso. Y subrayo lo de “simple”. Salvo en características como el tamaño, poco difieren unos de otros. Los hay más grandes y más pequeños, pero al fin y a la postre son una misma cosa. Otro tanto cabe decir de su funcionamiento. Su uso no requiere sutileza alguna, basta con golpear sobre su cabeza para que éste se introduzca en el material elegido en cada caso, siempre y cuando éste posea una dureza ligeramente inferior al propio clavo. Si el golpe no fuera suficiente, basta repetir la operación tantas veces como se considere oportuno hasta alcanzar los resultados requeridos. El instrumental necesario para tal operación tampoco requiere especial sofisticación; aunque preferentemente suele hacerse uso de un martillo, es posible realizar idéntica función con los instrumentos más variados: una piedra, un palo, un cenicero, etc. Todo depende del grado de “pensamiento divergente” que tenga el operario ocasional y que le permita transformar el objeto más insospechado en un elemento de fuerza con el que atizar sin reservas el consabido clavo.
Su extracción (difícil por otra parte) requiere de nuevo el uso de la fuerza; cuando aquélla es posible, siempre lo será en detrimento de la forma primigenia del artilugio, pues de habitual tal operación acaba descabezando o doblando ostensiblemente el artefacto, que sólo se enderezará de nuevo a base de golpes. En conclusión: los clavos son todos iguales; igualmente simples en su forma y en su utilización; basta aplicar con ellos un elemental mecanismo basado en la fuerza. Y una vez usados, se hace casi imposible su reutilización en condiciones óptimas y empleando de nuevo la fuerza.

Los tornillos, en cambio, requieren un estudio más detallado. Comparten con los clavos su variedad en el tamaño, pero su similitud se limita a eso. Existe una amplísima variedad de formas y características cada una de ellas diseñada específicamente para cumplir una misión bien diferente. Varían en el calibre, en el paso de rosca y, sobre todo, en su cabezal que establece de manera determinante qué especializado utensilio es necesario para su uso.
Existen tornillos de cabeza plana, redondeada, barraqueros, pavonados; a su vez, pueden ser de ranura lisa, en estrella, de tipo Allen o Torx; los hay roscachapa, tirafondos, spitz... con tuerca y hasta con contratuerca.
Cada uno de ellos, como digo, necesita de un utensilio que se adapte no solo en forma sino también en tamaño a sus características. De nada sirve un destornillador plano ante un tornillo de cabeza de estrella, pero de igual modo de poco sirve una llave Allen del 4 cuando el tornillo tiene cabeza del 6. Cualquier intento de utilizar una herramienta no indicada al tornillo acabará con la integridad del mismo sin haber conseguido el más mínimo resultado en la introducción del mismo allá donde se pretenda.
Por otra parte, la introducción de los mismos, en absoluto, requiere el uso de la fuerza que, en ocasiones, llega a ser, incluso, contraproducente al extremo de descabezar la pieza. Su uso requiere de la habilidad y no de la fuerza; son necesarios sutiles movimientos de muñeca a la vez que se ejerce una leve presión sobre el mismo. Una introducción demasiado rápida puede producir el sedado de la pieza y su consecuente fractura. Es, pues, necesaria su introducción a un determinado ritmo que vendrá determinado por múltiples factores circunstancialmente concurrentes: grosor, temperatura, dureza de la pieza y velocidad de introducción... En ocasiones, resulta más fácil la introducción cuando ésta se ayuda con cualquier material deslizante como la parafina, o bien se hace necesaria la operación previa de taladrar un agujero teniendo la precaución de que éste sea del grosor y tamaño adecuado, tanto del taco que se introducirá previamente como del tornillo que en él se introducirá. Si broca, taco y/o tornillo no se adecuan unos a otros la labor será infructuosa. Toda una odisea.
La extracción requiere de idéntica pero contraria habilidad y llevada a efecto como es preceptivo se conseguirá remover la pieza en idéntico estado que cuando se introdujo.
En definitiva: los tornillos son todos distintos, son más sofisticados en forma y en uso, están reñidos con la fuerza y requieren, en cada caso, de una herramienta diseñada al efecto que se adecue a sus características. Es decir, son elementos harto difíciles en su uso y las circunstancias pueden variar en cada momento.

Obviamente, no se les escapa al lector más avispado de quién hablamos cuando lo hacemos de clavos y de quién cuando lo hacemos de tornillos. Efectivamente, todos los hombres somos iguales e igual de simples. Sólo la fuerza tiene sentido cuando se trata con nosotros y no cabe ninguna especialización o sofisticación. Es lo que hay: cualquiera puede entender nuestro simple funcionamiento sin gran preparación. Somos clavos y punto.
Pero los tornillos, ¡oh, cielos, los tornillos! Quién no se ha visto en la situación de tener que usar un tornillo, ir a por el correspondiente destornillador y al proceder a su uso advertir que no, que no es aquel el utensilio adecuado; dar la vuelta y cambiar un destornillador plano por otro de estrella, pero al volver advertir con disgusto que no, que no es de ese tamaño, volver y rebuscar hasta darse cuenta de que ¡no tenemos el adecuado! Y se acabó el asunto.

Pero esa situación se repite hasta el infinito pues cualquier labor que nos propongamos hacer y que requiera el uso de un tornillo siempre será, cada vez, con un tipo diferente, que requerirá, claro está, unas nuevas condiciones, justo las imprescindibles para esa ocasión que no para la siguiente.
No creo que nadie dude que las mujeres son igualmente difíciles de tratar que los tornillos y que no todos los hombres tenemos las herramientas necesarias para el uso de todos los distintos tipos de tornillos. Nadie, en su sano juicio, pondrá objeciones al hecho de que cada mujer, como cada tornillo es diferente y que se requiere un tratamiento único y especial con cada una y en cada momento. Que lo que sirve para una no sirve para otra, que lo que sirvió para una en una ocasión puede no servir para ella misma para la próxima. Hay dudas quizás sobre la idea de existe una mujer distinta (aunque sea la misma) para cada situación.

En sólo una cosa las mujeres superan a los tornillos y es su capacidad de mutación.
En efecto, la mujer añade sofisticación a su condición tornillística gracias a su capacidad para transformarse ora en tornillo barraquero ora en roscachapa, de cambiar de cabeza de estrella o cabeza Allen. Circunstancia ésta, claro está, que complica sobremanera la cuestión pues cuando uno cree haber encontrado la forma y manera de “tratar” un tornillo conocido, de repente, éste varía su tipología y la herramienta que hasta ese momento servía ahora queda por completo fuera de lugar y uso. Ante nuestra frustración el tornillo "se retuerce" de risa o de furia que es peor. Vaya que si es peor.

Así, las cosas, a veces sueño con ser un tornillo. ¡Qué vida tan interesante! ¡Qué sofisticación! ¡Qué especificidad! ¡Qué prodigio de ingenio! ¡Qué maravilla! Y yo, aquí, un simple clavo igual a cientos y cientos de clavos más, sin nada que aportar. ¡Qué mala suerte la mía! Decididamente me quiero convertir en tornillo. Aunque... si no fueran tan retorcidos...






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