martes, 26 de agosto de 2008

Las Metamorfosis

No son pocas las transformaciones físicas que experimenta una persona a lo largo de su vida. Son cambios morfológicos, afortunadamente, tan paulatinos que son absolutamente imperceptibles de día en día, pero que, con el transcurrir de los años, son realmente asombrosos y también, porqué no decirlo, absolutamente descorazonadores por el escarnio que operan en nuestra propia imagen.

Antes de que el amigo Louise Daguerre viniera a hacer el amor al suido (vulgo: joder la marrana) con su ocurrencia de plasmar la imagen de una persona para siempre, el único punto de referencia para advertir el cambio en nuestro aspecto físico era la memoria, propia o ajena. Y ésta, siempre era y es más benévola que una cruel fotografía.

Ahora basta echar un vistazo a esos álbumes familiares, dar para atrás a las hojas y ver cómo lo que otrora fueron turgentes carnes y apolíneas formas devienen hoy en flacideces varias y descolgamientos múltiples. Desolador.

Pero no es de esos cambios, que son del común, de los que quiero reflexionar aquí. Pretendo dejar constancia de otra serie de transformaciones que he ido sufriendo a lo largo de mi vida y que no resultan tan evidentes para los demás pero sí lo son para mí.

No se trata de una transformación morfológica, sino más bien de cambios conceptuales, más emparentados con la Metafísica que con la Física misma y que tienen, como principal consecuencia, una influencia atroz en mi propia autoestima como luego se verá.

Una de esas pequeñas metamorfosis es realmente sutil, como sutil es la diferencia entre los dos conceptos que definen sus dos estados diferenciados que conforman la misma: la transparencia y la invisibilidad. Efectivamente, puedo asegurar que con los años he pasado de ser un ser transparente a ser un ente invisible y ello, insisto, ha sido nefasto en para mi autoestima. Me explico.

El concepto de “transparente” es obvio que hace referencia a aquellos cuerpos o entidades físicas a través de las cuales es posible la visión. Pongamos como ejemplo un simple cristal. En cambio, el concepto de “invisible” se refiere a algo que no podemos ver; que está ahí, pero no podemos verlo. Sería paradigmático el caso del aire. Sabemos que esta ahí, lo notamos y hasta lo respiramos, pero no podemos verlo.

No se le escapa al atento lector que, en cierta medida, son dos conceptos muy próximos y que yo diría que uno englobaría al otro pues lo invisible es, en cierta medida, transparente pues podemos ver a través de ello puesto que realmente no lo percibimos.

Pues bien, como digo, una de las transformaciones que he sufrido con los años, ha sido el cambio de transparente a invisible, y todo ello referido a la visión de los distintos elementos del género femenino.

Efectivamente, en su momento pude comprobar que, cuando era joven, yo era completamente transparente para el género femenino. Cualquier mujer, en especial aquellas que eran de mi interés, veían a través de mí sin dificultad ninguna. Con ello quiero decir que con meridiana claridad veían cuáles eran mis intenciones. Intenciones que, aún no entiendo por qué, ellas siempre etiquetaban de “no excesivamente sanas” o de “definitivamente perniciosas”. Queda claro que con estos antecedentes uno gozaba de pocas oportunidades ante mis ocasionales interlocutoras que, de inmediato, se ponían en estado de alerta u optaban directamente por batirse en retirada. Frustración, grave frustración era lo que yo sentía y, en consecuencia, mi autoestima sufría considerablemente pues deducía de esos hechos mi incapacidad para acercarme al sexo opuesto sin levantar sospechas.

Pero, con los años, la cosa cambió. Inicié una pequeña metamorfosis que me mudó de transparente a invisible y la cosa fue a peor. Quiero decir, que a partir de cierta edad las mujeres dejaron de verme (pese a estar presente, claro está). No me veían ni a mí ni a mis intenciones que, me adelanto a decir, no experimentaron ningún cambio con los años como hombre de sólidos principios que soy. He constatado empíricamente este hecho con un sencillo experimento replicado una y otra vez. Cuando veo venir frente a mí a un par de ejemplares del género femenino hago lo posible por cruzarme con ellas pasando por medio ambas con evidente mala educación. Da lo mismo, ellas no se percatarán del hecho, seguirán hablando de sus cosas sin interrumpir un ápice su discurso y sin hacer la más mínima mueca, sin el más mínimo atisbo de haberse percatado de que ante sus narices ha pasado un ente físico, un hombre de carne y hueso (e intenciones, por supuesto). Nada. Ni un leve pestañeo. No me ven, y sin embargo existo. Doy fe. Soy invisible, pues. ¿Acaso esto es mejor que la transparencia? Quia. Si de positivo tiene que, al fin, ya no me ven las intenciones, qué importancia tiene si ahora tampoco me ven a mí. Conclusión, de nuevo una nueva afrenta a mi ya maltrecha autoestima. Uno no es nadie si no existe para, al menos, la mitad de la población mundial. Y, la verdad sea dicha, para la otra mitad no es que cuente mucho tampoco. Y así las cosas, cómo pretenden que uno mantenga unos mínimos niveles de amor propio.

Pero ésta malhadada circunstancia de la transparencia vital no es más que uno de los factores que han contribuido a pulverizar mis niveles óptimos de autoestima. Otros innumerables factores, de los que hablaremos en otra ocasión, han contribuido a la merma de la misma con el paso de los años, y esta penosa merma, a su vez, ha sido la desencadenante de otra de las metamorfosis conceptuales de las que he sido sujeto a lo largo de mi desarrollo ontogenético.

Efectivamente, con el gradual deterioro de mi autoestima he ido advirtiendo cambios en mi autopercepción personal que me han llevado a un lamentable y degradante discurrir por los distintos reinos biológicos: animal, vegetal y mineral.

Cuando mi autoconcepto, fruto de la excesiva juventud, era netamente positivo e incluso, diría yo, manifiestamente supravalorado, tenía yo para mí que era un “hombre”. Es más, determinadas circunstancias, que por pudor no habré de mentar aquí, me llevaron a la vanidad más absoluta y llegué a acariciar la idea de que era un “hombre objeto”. Vanidad y más vanidad. Los años y los hechos me abrieron los ojos y llegué a comprender que tenía más de lo uno que de lo otro. Esto es, era más “objeto” que “hombre”.

Pero asumida la idea de que no era más que un objeto, me dio por reflexionar sobre qué tipo de objeto sería. A qué reino biológico pertenecería. Estaba meridianamente claro por aquel entonces: era del reino animal. Abundaba en esa idea la opinión más cercana que tenía como referencia: mi esposa, la cual insistía a menudo que yo era un “pedazo de animal”. Opinión compartida por otras personas de mi entorno que presumían de conocerme bien.

Quedaba, pues, por establecer qué especie de animal era si asumía tal condición. Estaba claro, las mismas fuentes me daban la respuesta. Ora me veía perteneciente a la familia de los équidos, más concretamente un equus asinos (vulgo: burro); ora como miembro de los pórquidos o suidos, concretamente un sus domesticus (cerdo). Ambos animales estaban en boca de mi santa esposa con demasiada frecuencia cuando hacía alusión a mi humilde persona.


Pero los años, no pasan en balde, y el tiempo disipa la niebla y le acerca a uno a su verdadero ser. Eso, unido al hecho de que la vida de un adulto empieza a declinar; comienzan a desaparecer los azarosos vaivenes propios de la juventud y principia una vida sosegada que se torna más tarde en absoluta quietud. Digamos, en resumen, que uno empieza a “vegetar”.

Percatarse de ello y pensar que ya no era ni siquiera “animal” fue todo uno. En efecto, fui tomando conciencia de mi condición vegetal pese a mi apariencia antropomorfa.

Mi autoestima se desmoronaba por momentos. Mi metamorfosis aún no había concluido y me estaba degradando por momentos, hundiéndome en un proceloso abismo sin fin.

Yo era un vegetal. No me quedó la menor duda de ello cuando, fui víctima de un homeópata que me hizo comer tantos congéneres del reino vegetal (puro canibalismo, pensé más tarde), que ya no hacía la digestión, sino la función clorofílica. Además, cuando, rara vez, tenía todavía algún acceso de cólera, ya no me ponía rojo de ira, sino verde como el "Increíble Hulk”.

Pensar, pensaba poco; que no es propio de los miembros del reino vegetal, pero lo hacía lo suficiente como para preguntarme de nuevo por el tipo de vegetal que podría ser. Y, cómo no, las mismas fuentes me decantaron por un miembro de la familia de las crucíferas, una variedad de la Brassica oleracea. Esto es, estaba hecho un auténtico “berza”. He de añadir que, de siempre, debía haber sospechado mi tendencia al “vegetalismo”, toda vez que mucha gente siempre creyó de mí que era un auténtico “cardo borriquero”. A eso se le llama visión de futuro.

Optimista será el que crea que la metamorfosis ha dado a su fin. Nada más lejos. Los miembros de las nuevas generaciones que me rodean manifiestan sin tapujos (ni educación, por supuesto) su opinión sobre mí repetidas veces, hasta el punto que estoy empezando a pensar que tienen razón y que soy un auténtico “fósil”. Esto da una nueva vuelta de tuerca a mi escuálida autoestima y me aproxima peligrosamente al reino de lo mineral haciéndome claro candidato a ser un fósil de origen vegetal.

Pero, pese a todo, aún me queda un prurito de vanidad y me consuelo en pensar que seré un extraño caso objeto de curiosidad de todos los miembros de la comunidad Peleobotánica. En fin, quien no se conforma, es porque no quiere.

No hay comentarios: