viernes, 9 de diciembre de 2011

Matones aéreos



El aeropuerto de vuelos domésticos de México D.F. es como todos los demás. Y, como todos los demás, permite observar la más diversa fauna, con las peculiares características de cada país, por supuesto.
Era el caso de unos personajes que deambulaban, matando las interminables horas de espera, por entre las tiendas del “dutifrí”. Tenían estos tipos un aspecto realmente llamativo: sombreros blancos al más típico estilo JR rematado con dos tiras de cuero acabadas en borlitas plateadas, camisas negras de satén y botas camperas de tacón alto bien repujadas y pobladas de remaches. Al verlas pensé en la algarabía que se iba a desatar cuando pasaran el escáner de seguridad.
Pero lo más chocante de su aspecto era el enorme crucifijo que portaban colgado al cuello. No casaba del todo bien con aquel estilo de matón a sueldo y que parecía la encarnación de algún héroe de narcocorrido de los troveros de Sinaloa.
No cabía duda, aquella extraña amalgama entre lo sacro y lo mafioso era una de las muchas y muy variadas manifestaciones de la peculiar manera de vivir la Religión que tienen los mexicanos.
La suerte quiso que aquellos grotescos personajes hubieran de viajar con nosotros en el mismo vuelo. Sentados unas filas más adelante, aún habrían de depararnos un hecho aún más llamativo y sorprendente, pues no sé muy bien de dónde sacaron la estatuilla de un santo. Y digo “estatuilla” quedándome más corto que el dedo meñique, pues sabréis que el santo aquél que portaban los cuates tenía dimensiones portentosas y en ningún caso hubiera dicho que se trataba de una figura “portátil”. Antes bien, estoy por asegurar que debieron de tener alguna disputa con el sobrecargo del avión al respecto de si la figura en cuestión debiera o no pagar pasaje. Si los niños mayores de 7 años lo hacían, cómo no iba hacerlo aquel pedazo de santón por muy quieto que se estuviera.

Sea como fuere, el caso es que allí estaba, a bordo. Y no bien se hubieron acomodado los hombretones, empezaron un extraño trajín con la figura: se lo pasaban de mano a cada cierto tiempo en lo que imagino era una suerte de turno de plegarias.
Pese a lo extraño de la maniobra he de decir que, personalmente, me sentí muy seguro y desapareció el consabido cosquilleo en las tripas propio de los momentos previos a todo vuelo. Estaba claro que en aquella ocasión estábamos a salvo de cualquier percance aéreo. No creo que el “santón” se atreviera a contrariar aquellos hombretones, cuya ira imaginaba terrible. Estoy seguro de que cualquier plegaria en su boca sería lo más parecido a una orden cuyo incumplimiento acarrearía graves consecuencias, así pues, el santo estaría muy solícito y haría lo más diligentemente posible los trámites precisos con la autoridad competente (léase Dios) con el fin de procurar un viaje placentero a sus “amigos”. Y por extensión a nosotros.

Pero no eran estos siniestros individuos los únicos personajes curiosos que componían el pasaje. Justo a nuestro lado viajaban también otros dos pasajeros que, si bien no destacaban por su aspecto, si lo hacían por sus comportamientos. El uno estaba enfrascado en una atentísima lectura de la Santa Biblia; el otro, lo estaba en una conversación telefónica con su “mamacita” y para la que no hubiese necesitado el “celular” a tenor del volumen de su cháchara. Y tanto el uno como el otro parecían del todo ajenos al resto del mundo o por lo menos a éste. Y digo parecía pues los acontecimientos posteriores pusieron de relieve lo contrario.
El vuelo estaba a punto de partir. Las puertas ya estaban cerradas, y habíase iniciado ya el grotesco cursillo acelerado de seguridad que las azafatas se empeñan en impartir pese a no interesar a nadie cuando, de improviso, hubo un parón.
Se abrieron de nuevo las puertas ante la extrañeza y alarma de todos y entró con gran fatiga una bella señorita que paseó su palmito por todo el pasillo luciendo un generoso escote que hizo volver el cogote a más de una fila en pleno. Más de uno pensó que aquel ejemplar bien merecía un retraso y más de una masculló que aquello era un ejemplar caso de retraso “mental” del piloto. ¡Machista asqueroso!

El caso es que la diosa fortuna quiso que fuera a sentarse precisamente, entre uno y otro personaje, el de la biblia y su parlanchín compañero. Ambos los dos dieron con premura por finiquitada su respectiva ocupación; el uno con un sonoro cerrar de libro que rozó el divino desaire y el otro con un “que-Dios-la-bendiga-mamasita-adiós” que evidenció un total desarraigo filial.
Los dos se adornaron con las más afectadas y bobaliconas de las sonrisas y se deshicieron en amabilidad hacia la recién llegada. Prestos se pusieron a la tarea de colocar los bultos de la señorita (las maletas, me refiero) en el compartimento correspondiente haciendo sobrado hueco para ellos a costa de aplastar los suyos (las maletas, ya saben). La dama les premió con una coqueta sonrisa y ellos echaron una primera y furtiva ojeada a las procelosas oscuridades de su escote.
Tras el despegue se desató entre ellos en animadísima charla a tres bandas aderezada con frecuentes ojeadas a aquel llamativo balcón que se les ofrecía ante sus ojos. Estoy seguro que si aquel avión hubiese carecido de ventanillas, aquel par de pardillos en absoluto se hubiesen percatado de ello.

A mitad del vuelo uno de los matones se incorporó y se dirigió al excusado. Pero lo extraño del caso es que llevaba en sus brazos a su bien idolatrado santón. Ignoro si es que temía que una micción de altura supusiera un riesgo añadido al hecho de volar o bien era que el santo tenía problemas de próstata. En definitiva, que por delante de nosotros pasó la extraña pareja y pudimos, a continuación, ver al matón ensayar diferentes movimientos para poder entrar en el diminuto habitáculo con su acompañante.

Tras un tiempo prudencial, salieron ambos y, de vuelta a su asiento, la damisela, a la que no había pasado inadvertida la curiosa estampa de santo y matón, interpeló a éste:

-Bonita figura, Señor. –Y añadió, coqueta- Me refiero al santo, por supuesto.
-¿Le gusta, señorita? Es San Cristóbal, patrón de los viajeros. Es muy milagrero, aquí donde le ve. ¿Le gustaría echarle una rezadita?
-Si a usted no le incomoda… Señor.
-Faltaría más, señorita. Ándele y agárrelo usted misma.
-Pero siéntese, señor. Aquí al ladito mío. Seguro que a este señor tan simpático no le importará cambiarse de sitio.

El hijo de su madre. Quiero decir: el hijo de la mamacita a punto estuvo de objetar algo pero echó un vistazo a aquella imponente figura de negro que le miraba como una frialdad que apagaría un fuego y decidió tragar saliva y levantarse.

-Así que dice usted que es San Cristóbal. Dijo la damisela con el santón ya en su regazo. El santo diríase que también se había quedado petrificado al verse tan cerca de un busto tan señalado. O ya lo estaría de antes. Desde luego muy tieso estaba.

-No, no, no –se apresuró a terciar el lector bíblico- Les aseguro que, como experto en la materia, ese no puede ser San Cristóbal. Si lo fuera debería llevar en su hombro al niño Dios y éste santo no lo lleva. ¿Lo ven?

Esas habrían de ser sus últimas palabras en aquella conversación. El matón le miró a la par que levantaba levemente el ala de su sombrero.

-Le digo yo, señor, que este es San Cristóbal. Es el santo patrón de toda mi familia y no le vamos cambiar de nombre ahora, después de tantos años, por muy experto que usted sea, señor.

El experto bíblico quedóse cual estatua de sal como si la esposa de Lot se tratara. Con la mano en alto sosteniendo la sagrada Biblia en actitud de argumento inapelable que no pasó de ademán. Pero la cosa aún podía empeorar y empeoró.

-¿Qué le hubo, güey? ¿Algún problema? No bien vi, que al no presentarse y que lo hizo un piche cagón vine a ver qué vaina estaba ocurriendo.

Era el otro matón. Más grande y amenazador si cabe, que contemplaba la escena de pie ante la fila de asientos del dispar trío.

-Nada hermano, aquí estaba platicando con esta señorita y el piche santurrón este, no más va y dice que el santo no el santo. Que nuestro santo no es San Cristóbal. Y dice que es un experto. ¿Cómo lo ve?

Y entonces tal sucedió como si el tiempo hiciera un bucle hacia atrás y repitiera la misma escena que un minuto antes.

-Oiga, señor –dijo el segundo matón y levantó levemente el ala de su sombrero- Le digo yo, señor, que este es San Cristóbal. Es el santo patrón de toda mi familia y no le vamos cambiar de nombre ahora, después de tantos años, por muy experto que usted sea, señor.

El experto bíblico bajó la mano y con ella la Biblia, claro está, y seguramente deseó verse fuera del avión y puso cara de estar pensando en un paracaídas.

-Mire compadre, vamos a hacer una cosa. Por qué no se va a platicar sobre el santo con mi mamá que está sentada no más al lado de su piche amigo. Ella le platicará quién es el santo. Hágame el favor y déjeme sentarme acá a la vera de mi hermano. ¿Qué le parece?

Debió parecerle de perlas pues, sin abrir la boca más que para decir un educado “señorita” a modo de despedida, corrió pasillo adelante a encontrarse con su amigo y dispuesto a engrosar su cultura santoral de la mano de la que, al parecer, era la madre de aquel par de facinerosos, es decir, la matona madre.
Y allí se quedaron los cuatro: los matones, la señorita y el santo, en animada plática. El santo en el regazo de la dama hierático y solemne con una sonrisa benevolente y un poco picarona. La damisela extasiada con tan buena compañía, hacía ojitos a diestra y siniestra y los matones sin quitar ojos ora al santo, ora a la santa; ora por devoción, ora por … mirar.

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