domingo, 18 de diciembre de 2011

El difícil camino hacia la elegancia


Yo hubiese querido ser un hombre elegante. Pero en mi camino hacia la elegancia se cruzó mi santa madre. No estoy hablando de una elegancia inglesa tipo David Niven, sino de algo menos solemne o encorsetado, hablo de algo más recatado. Una elegancia más de andar por casa, vamos. De esas que te permite saber combinar colores, saber cuál es la mejor elección en cada momento, esas cosas. Se trata, más bien, de un “saber vestir”.
Pero, como digo, me tocó en suerte una progenitora con un curioso sentido de la estética masculina. Y preciso lo de “masculina” porque, en lo tocante a su persona y, por extensión, al género femenino gozaba, sin embargo, de un gusto exquisito. Digamos que, pese a no abogar decididamente por lo del “hombre y el oso”, sí consideraba que el hombre, como tal, debía estar tocado de otras virtudes más esenciales y no tan frívolas como el saber vestir.
En ella primaba más la limpieza que la estética; el orden que la presunción; el sentido práctico que los vanos aderezos, y el ahorro que el buen gusto en la indumentaria.
Cuando yo era niño decíase que el “uso de razón” era algo que se adquiría a la temprana edad de siete años, coincidiendo con la primera comunión. Ignoro si la primera ingesta de la sagrada forma confería al sujeto esa capacidad o si, por el contrario, se administraba la hostia (con perdón) a aquél que se consideraba había adquirido ya criterio propio. Sea como sea, tengo para mí que el “uso de razón” se adquiere cuando uno toma conciencia de sí mismo, y eso, en mi caso, tuvo lugar a la avanzada edad de 17 años. A no ser que yo, como todos, a los siete años tuviera la “razón” pero no el “uso”, pero esa es cuestión a tratar en para mejor ocasión.
El caso es que, como digo, yo adquirí conciencia de mi propio ser bien avanzada la adolescencia. Y cuando digo mi “ser” quiero decir por dentro y por fuera. Y esto significa que hasta entonces no fui consciente de que, si bien interiormente no era un dechado de perfección, exteriormente, al parecer, era un auténtico esperpento, según me fue referido por cuantos coetáneos me topaba al paso, especialmente si del género femenino se trataba.
Hasta entonces había sido un maniquí en manos de mi señora madre que padecía de lo que se da en llamar “Síndrome de Kent”. Ya saben, el de la Barbie. Hasta aquel entonces en ningún momento me habría planteado, y mucho menos cuestionado, que sus elecciones, en lo relativo a mi indumentaria, pudieran ser objeto de reproche alguno. Antes al contrario, bien orgulloso me sentía de poder lucir aquellos modelitos que tan amorosamente me confeccionaba con sus propias manos y de los que ella se mostraba tan contenta y orgullosa. ¡Qué pantalones! ¡Qué jerseys! ¡Qué manos, las de mi madre!
Pero algo empezó a quebrarse en mi interior cuando, la crueldad de alguno de mis compañeros, y especialmente “compañeras”, me hicieron ver una odiosa realidad. Con sus críticas y sus burlas (sí, burlas) sobre mi aspecto fueron abriéndome la puerta a un nuevo mundo desconocido y arcano del que yo no había tenido noticia hasta entonces.
Fui tomando conciencia de aquellos horrorosos colores, de aquellas combinaciones imposibles, de aquellos cuadros, aquellas rayas, de aquellas formas trasnochadas... ¡Dios mío, qué había hecho conmigo mi madre! Era un monstruo sin yo saberlo. Debo reconocer que sentí vergüenza con carácter retroactivo: ¡diecisiete años de vergüenza! Es mucha vergüenza.
Como no podía ser menos, el adolescente que aún vivía en mí decidió rebelarse y cambiar las cosas. No obstante, era difícil pues no tenía yo nociones bastantes respecto a cómo proceder con la elección de mi vestimenta. Se me habían hecho llegar, de forma inconexa y apresurada, unos principios básicos respecto a combinación de colores (marrón y azul, ¡nunca!) o de figuras (cuadros y rayas, ¡jamás!) que apenas si eran suficiente base sobre la que asentar una incipiente elegancia en el vestir pero que, al menos, y duras penas trataban de paliar mi estrafalario aspecto.
Los primeros intentos de modificar ese estado de cosas fueron recibidos con recelo, cuando no con manifiesto rechazo, por mi madre a la que no se le escapaba una y sabía que aquella rebelión obedecía a influencias foráneas: “¿Quién te meterá a ti eses coses en la cabeza?”- refunfuñaba cuando yo ponía resistencia a enfundar un jersey azul con un pantalón marrón.

Todos mis males devenían, como digo, de estar por completo en manos de mi madre que tenía unos principios muy arraigados. Lo importante era ir limpio y doy fe que yo era un jaspe con patas. También era amiga del orden, de modo y manera que la elección periódica de camisa, jersey y pantalón obedecía a un riguroso orden en función de cuál de esas prendas estuvieran más arriba en el montón correspondiente del armario ropero. Si el jersey que tocaba era azul de cuadros, el pantalón marrón de rayas y la camisa verde estampada pues... a jorobarse. Es lo que toca y “¡no se te ocurra desordenar el armario!” eligiendo colores so pena de cortarme las manos.
Su sentido práctico y del ahorro hacía que la gran mayoría de la ropa que yo gastaba fuera confeccionada por ella misma. Rara vez se recurría la amplia oferta comercial del ramo pero de hacerlo ella reducía esa oferta a uno o dos establecimientos que no se caracterizaban precisamente por ir a la vanguardia de la moda, por mucho que llevaran sugerentes nombres como “Novedades Eloína” o “Confecciones La Nueva Ola”. De lo que sí puedo dar fe es de que vendían un género de primerísima calidad a juzgar por la duración del mismo. Por ello, decir que yo “gastaba” una prenda es una auténtica hipérbole. Gastar, lo que se dice gastar, aquello no se gastaba nunca. Duraba años y años, y sólo cuando los cuellos de los jerseys me cortaban la circulación de la sangre; los pantalones a duras penas me tapaban los tobillos, o los botones de las camisas saltaban cual proyectiles a los ojos de los viandantes debido los prodigios que la sabia naturaleza obraba en mí, sólo entonces aquella prenda se retiraba de su uso ordinario.
Obsérvese que digo “uso ordinario” pues aun entonces esa prenda, previa ingeniosa transformación (mi madre fue pionera en el reciclaje), adoptaba un nuevo uso (bayetas, cinturillas, retales...) que prolongaban su vida “ad eternum” . Yo tengo visto como una camisa mía se transformaba en un mantel, o un jersey de lana en un par de calcetines, o un pantalón de pana en el tapizado de una banqueta.
Capítulo aparte merecen los zapatos. Entre las muchas virtudes de mi señora madre no estaba la de hacer zapatos, luego se veía obligada a recurrir a establecimientos especializados en el ramo. Pero éstos eran del mismo jaez que los textiles. Me adelanto a decir que calzo un número 37, a todas luces talla en exceso pequeña en correspondencia con mi estatura. Añado que padezco de un modélico pie cabo. Ambas características las imputo, sin duda, a que, dada la duración del calzado, siempre prolongué su uso más allá de lo aconsejable comprimiendo mis pies y evitando que éstos expansionaran naturalmente. Es decir, mi madre era fiel seguidora de la técnica china de empequeñecer los pies con la que alcanzó notables resultados.
Con todos estos antecedentes era de esperar que mi aspecto exterior no fuera precisamente atractivo. Tanto es así que cuando, tras arduos esfuerzos conseguía alguna cita con alguna chica de mi interés, al verme llegar en lontananza con aquel peculiar aspecto se batía en retirada, hecho éste del que tuve conocimiento años más tarde cuando mi querida esposa me confesó que en más de una ocasión estuvo a punto de huir despavorida antes de que nadie pudiera relacionarla conmigo. ¡Traidora!
Debo añadir que hubo un período crítico en el que mi lucha por sacudirme de encima la influencia materna auspiciado y fomentado por agentes externos puso en marcha una contraofensiva materna que consistía en boicotear con contundencia cualquier intento de trastocar el estado de cosas. En aquel período, si alguien me regalaba alguna prenda o a mí, cosa extraña, se me ocurría comprarla, mi madre se encargaba de inmediato de destrozar la pieza “sin querer” en la lavadora, con la plancha, en el tendal... Aún recuerdo aquella maravillosa chaqueta de lana que me había traído de un exótico viaje y que yo no me quitaba ni para dormir. Cuando no quedó más remedio que lavarla y mi madre se hizo cargo de ella me puse en lo peor. Y así fue: mi madre hizo uso de sus amplios conocimientos en “jibarización” y la redujo a un tamaño tal que a la mismísima Barbie le hubiese tirado de la sisa. ¡Qué disgusto, qué aflicción!
Pero he de decir que a día de hoy son un hombre casi por completo rehabilitado. Gracias a los sabios cuidados y consejos de mi esposa luzco un aspecto relativamente normal, si bien aún, de cuando en cuando, cometo alguna torpeza de forma totalmente inconsciente. Vaya en mi descargo el hecho de que desarrollo mi actividad laboral en Oviedo y que, como es mundialmente conocido, allí el listón en cuestión de elegancia en el vestir está muy alto. Pero, gracias a Dios, ya se encargan mis compañeros, esos del Oviedín de toda la vida, de reprenderme convenientemente si cometo la tropelía de poner una camisa de cuello debajo de jerséis de cisne o cuando quito la americana al superar el termómetro los 48 grados, etc. etc. Y es que uno no acaba nunca de aprender.
Espero haber aprendido lo suficiente como para que, llegado el día de mi muerte, pueda ser, como dijo James Dean, un “bonito y elegante cadáver”. Por si acaso ya he elegido una urna funeraria en tonos azulados haciendo juego con el color de mis ojos. No sólo hay que morir con dignidad, también hay que hacerlo elegantemente.

2 comentarios:

Oñera dijo...

Cambia de urna, que esa azul no "conjunta" con los tus güeyos.
Y copia cien veces la frase: ¡AZUL CON MARRÓN, NO!

RAMON dijo...

Está todo estudiao.
Si no mira aquí:
http://www.antena3.com/noticias/salud/operacion-laser-permitiria-cambiarse-ojos-marrones-azules_2011110300144.html