lunes, 17 de mayo de 2010

Truman

Grande. Así lo recuerdo: gran barriga, enorme papada, manos gigantescas. Ese era el aspecto de Truman. Pepe Truman debía su apodo al hecho de que empezó a trabajar como pinche el mismo día que invistieron presidente de los EE.UU. a Harry Truman.
De semblante serio, era sin embargo la persona más amante de la burla y la broma que jamás he conocido. Socarrón en extremo, apuntillaba cualquier comentario con un ágil chascarrillo que parecía tener preparado de antemano. Su ingenio vivo contrastaba con sus cachazudos ademanes. Su capacidad para pergeñar las más divertidas bromas era proverbial de manera tal que, estando él presente, cualquier travesura se le imputaba sin hacer mayores indagaciones y cuando hacía presa en algún alma cándida éste podía darse por perdido.
Tal fue el caso de aquel pinche que tuvo en tiempos y al que él mismo apodó “Peluduru” por motivos más que evidentes. Tuvo a este infeliz zagal sumido en la más profunda de las preocupaciones durante meses al hacerle creer que era un impotente redomado.
Como quiera que en el taller de mecánica en que trabajaban había uno de aquellos gigantescos voltímetros, hizo creer a Peluduru que aquel aparato servía también para medir la potencia sexual de los varones. Demostraba su aseveración poniendo el polo positivo en un testículo y el negativo en otro, ocultando al infeliz una hábil maniobra que consistía en unir, bajo los pliegues del mono de trabajo, ambos polos, lo que producía, claro está, una subida de la aguja hasta los niveles máximos.
Cuando Peluduru repetía la maniobra en sus partes, pero desconocedor de la artimaña, tan solo conseguía unos exiguos resultados que lo sumían en la más profunda depresión. Cada mañana, el pinche al entrar en el taller repetía una y otra vez la prueba en busca de mejores resultados que no se acababan de producir. Al borde de la locura y tras meses de intentos acabaron revelándole la patraña. Ante tal revelación no sabía si matar al burlón o ponerle una vela a la Virgen en señal de agradecimiento.

No mejor suerte corrió un incauto parroquiano que era un habitual del chigre donde Truman daba rienda suelta a una de sus pasiones: la sidra. Provocar a semejante personaje era hacer méritos para acabar arrepintiéndose y el incauto aún debe estar haciéndolo. Llegó éste al chigre con un paquete bajo el brazo que depositó sobre la barra. Mientras daba cuenta de unos culinos la emprendió con Truman haciéndole saber que en el interior del paquete llevaba un centollo “pelonín” del que daría cuenta no bien hubiera llegado a su casa. Se burlaba de Truman diciendo que él, en cambio, debería conformarse con una miserable loncha de jamón de york, a lo sumo.
Insistía en la burla y Truman callaba. Pero en un instante en que el incauto hubo de ir al servicio, con una agilidad impropia de su corpachón, salió del chigre y fue a un solar contiguo donde se amontonaban escombros. Se hizo con un trozo de loza perteneciente a la taza de un inodoro de tamaño y forma semejante a un centollo. Volvió con tiempo suficiente para abrir el paquete, pegar el cambiazo y sentarse de nuevo como si tal cosa.
Cuando el aprendiz de burlón acabó la botella se despidió ufano recordándole una vez más a Truman la diferencia de suerte que tendrían aquella noche. Y, efectivamente, así fue. Fue salir por la puerta el infortunado burlón y pedir Truman que le cociesen el centollo. Cuando el primero llegó a su casa y se topó con el trozo de váter, el segundo ya había dado cuenta del suculento manjar. No sabía con quién se la jugaba el infeliz.

No sé si el mismo personaje (imagino que sí), fue también el objeto de otra de las más celebradas ocurrencias del bueno de Truman. El día era lluvioso y el parroquiano acudió con un paraguas a tomar su “botellina”. Colgó el paraguas de la barra y se enfrascó en una discusión tan encarnizada como banal, como suele ser costumbre en esos pagos.
Permaneció ajeno a las furtivas maniobras de Truman que, poco a poco, fue dejando caer dentro del paraguas chapas de botella que recogía del suelo del bar.
Acabada la discusión (que habría de continuar al día siguiente) el incauto abandonó el chigre con la suerte de que no llovía en ese momento. Tomó el autobús y al bajarse en la parada correspondiente quiso la suerte que arreciara un chaparrón. Poner el pie a tierra, abrir el paraguas y lloverle encima un diluvio de chapas con enorme estruendo fue todo uno. Despertóse gran expectación entre viajeros y viandantes y su bochorno fue tal que, presa de la ira, tomó el siguiente autobús de vuelta. Entró en el bar como un basilisco y sin preguntar quién había sido el autor de la tropelía se fue directo a Truman esgrimiendo el paraguas en inequívoca intención de atizarle un paraguazo. Así lo hizo, pero, prevenido aquél de la maniobra se acurrucó dejando franca la espalda. Allí fue a parar el mandoble que fue de tal violencia que el paraguas tomó la curvatura de la espalda. De esta guisa y acabada la retahíla de improperios que fue recopilando durante el viaje de vuelta, volvió a salir del bar. Cuando intentó abrir de nuevo el paraguas la curvatura ocasionada por el golpe lo impedía y empezó toda una suerte de forcejeos bajo la lluvia que fue coreada desde dentro del establecimiento con grandes carcajadas que continuaron días después del celebrado hecho.

Como estas que anteceden son legión las anécdotas que adornan la biografía del personaje. No habría espacio aquí para comentar todas sus andanzas. Pero dese una cosa por cierta: rememorar a Truman y aflorar una sonrisa en el semblante siempre van de la mano.

1 comentario:

M. Santiago Pérez Fernández dijo...

Me has alegrado la tarde.Un saludo
Santi desde Tineo