lunes, 10 de mayo de 2010

El platilllero


Yo, una vez, fui platillero. Esto es algo que muy pocas criaturas pueden decir. Sin embargo, no me siento especialmente orgulloso de esta inusual proeza. Tanto las especiales circunstancias que me llevaron a ello, como las que acompañaron el pequeño período de tiempo que duró la experiencia pueden calificarse, sin lugar a dudas, de absurdas, grotescas y, como se verá, vergonzantes. De ahí que no sea yo muy dado a mencionar este episodio que ocurrió durante el mes y medio que permanecí en el campamento de instrucción previo al servicio militar (¡Dios mío, la “mili”!).
Todo empezó en una formación de las innumerables que ocupaban nuestros días. Dos alféreces gritaban a la acobardada tropa preguntando quiénes sabían tocar algún instrumento. Un paso al frente, como siempre, era que sí.
Pese a estar advertido de la máxima que rige la vida militar (“voluntario ni para comer”) desoí el consejo y avancé sin temer las consecuencias. A los adelantados nos fueron preguntando por el instrumento con el que estábamos familiarizados: la trompeta, uno; el saxo, el otro; aquél, el bombardino; el tambor, el de más allá. Así fueron dando cuenta los reclutas de sus habilidades musicales.
Cuando llegó mi turno me sentí ridículo al decir: yo, el piano.
No, no. El piano, no. No servía. ¡Qué se le va hacer! Ya comprendía yo que, por mucho que los pianos tengan pedales, aún no se ha inventado la forma de que se parezcan a los de la bicicleta para hacerlos avanzar.
Ya iba a volverme a mi sitio cuando uno de los brigadas me detuvo. Bien pensado, si que serviría: ¡yo sería el platillero! Y así empezó todo. Diez años de estudios codeándome con Chopin, Bach, Litz y Debussy, para acabar dándole a la síncopa con los platillos. Típica lógica militar.

Pues bien, a partir de ese momento me aparté de la disciplina del resto de la compañía y entré a formar parte de la honorable banda del C.I.R. Mis jefes directos eran dos brigadas: uno encargado de la sección de instrumentos de metal y el otro de la sección de cornetas y tambores. Ambas secciones ensayaban, por separado, en un enorme pinar del recinto militar, lo suficientemente alejadas una sección de la otra y ambas del resto del Regimiento. Por aquello de no molestar.
Yo en un principio y, por intuición musical, me fui a la sección de percusión, esto es, detrás de los tambores. Pero el brigada musical no estaba muy de acuerdo con la opinión de que los platillos fuesen de su sección; entendía, en buena lógica militar (no musical) que, puesto que eran de metal, debía estar con el resto de instrumentos de esa índole y me mandó con la otra sección. Tras un pequeño peregrinaje por el bosque llegué a la par de los instrumentos de metal y me acoplé. Pero, héteme aquí, que el otro brigada discrepaba de la tesis de su compañero de armas (e instrumentos) y me expulsó a cajas destempladas (nunca mejor dicho) y me devolvió a la otra sección. Otro paseíto, otro acople y otra expulsión: yo debía estar con la otra sección... Total, que aquellos primeros días me los pasé deambulando por el bosque con los platillos bajo el brazo tratando de encontrar asilo musical en alguna de las secciones.
Cuando ambas secciones se juntaron para un ensayo general. Yo pedí a los brigadas que aclararan definitivamente mi ubicación. Como era de esperar encontraron la solución “más lógica” (militarmente hablando): yo ensayaría sólo y me uniría a ellos durante las comparecencias generales en medio del bosque.
Estupendo. Me había constituido en una tercera sección unipersonal y como tal busqué una parcelita en el bosque suficientemente alejada de todo y de todos. Y como no era cuestión de estar dando platillazos yo solo, como un tonto, me senté en una piedra y me coloqué los platillos a modo de espejo para dorar mi tez con el reflejo del sol. Así permanecía horas hasta que recibía aviso de un ensayo general en el que yo aprovechaba para hacer gala de mis grandes progresos y exhibía mi virtuosismo platillil.

Pero la cosa empezó a torcerse, nunca mejor dicho. Descubrí que uno de los platillos tenía una fisura en parte de su estructura, de manera tal que cuando golpeaba con fuerza uno contra otro, el defectuoso tornábase de cóncavo en convexo y así encajaba el uno en el otro y no sonaban. ¿La solución? No cabía otra que dejar de tocar, poner el platillo descompuesto en el suelo y darle una estratégica patada en el centro devolviéndole así su concavidad, pero a la par aumentando un poco más la fisura.
La operación debía repetirse cada vez que la exigencia de la marcha militar en ejecución requería de un sonoro platillazo. Es decir, cada dos por tres (o tres por cuatro, que resulta más musical). Por ello, a cada rato, yo repetía el patadón. La cosa se complicaba cuando el ensayo general incluía la marcha al ritmo de la música. Entonces me salía de la fila (grave pecado militar), me detenía mientras los demás proseguían su marcha, echaba el platillo al suelo, pegaba el patadón y echaba a correr detrás de los otros hasta ocupar de nuevo mi lugar en la formación y seguía andando
Todas estas maniobras desquiciaban a los brigadas y me lo hacían saber no de muy buenos modales. Yo les explicaba la circunstancia de los platillos y les solicitaba un cambio. Imposible. No había más platillos. ¿Qué hacía entonces?
Otra muestra de lógica militar determinó que lo mejor sería que, mientras no fuese estrictamente necesario, hiciese ademán de tocar pero sin tocar. Esto es: me convertí en el primer intérprete de platillos en “play-back” de la historia militar española. Así iba yo muy ufano, pinar arriba y abajo, haciendo grandes esparavanes con los brazos pero sin emitir sonido alguno.
Pero como quiera que, muy de cuando en cuando, era imprescindible la intervención de los platillos para la buena marcha del tema que se ejecutaba, el deterioro de los platillos iba en aumento; circunstancia de la que advertí debidamente a los brigadas que no prestaron demasiada atención.
Pero, llegó el día de la Jura. El día de la verdad. Cinco mil reclutas poblaban el campo de maniobras. En la grada principal, la plana mayor: todos engalanados y con sable al cinto. La grada general, abarrotada de un público expectante que buscaba en vano a su retoño, entre un ejército de clones. Seguían las indicaciones previamente pactadas: soy el sexto empezando por la derecha y el decimonoveno por la derecha, de la compañía segunda contando desde atrás y quinta desde la izquierda. Yo no tenía ese problema: soy el platillero. Puesto que solo había uno, era fácil localizarme entre todo aquel mar caqui.
Pero yo temblaba. Había llegado el gran día y nadie me había dicho si ese día tocaba o ponía el “pleibac”. La decisión fue mía: tocaría a medio gas.
Todo parecía discurrir dentro de unos cánones normales desde una óptica militar. Pero el diablo es un profesional y quiso estar presente: llegó el momento del himno del C.I.R. que requería de un sonoro platillazo al comienzo de su ejecución. Me la jugué: sorprendí a todos que un rotundo golpe de platillo y ahí empezó mi desgracia.
El platillo no resistió el impacto y se rompió. Cayó al suelo con enorme estruendo. Como quiera que el campo de la jura tenía una notable pendiente, quiso la desgracia que cayera de tal modo que empezó a rodar campo abajo entre las piernas de los soldados.
Yo dudé unos segundos. Pero imprudentemente me arranqué: eché a correr tras el platillo ante el asombro de todo el mundo. Como la disciplina militar impide que, bajo ninguna circunstancia, se rompa la formación o se mueva uno lo más mínimo, todos guardaron compostura y no se rieron más que entre dientes. Pero como la grada civil no está sujeta a tales obligaciones, estalló en sonoras carcajadas siendo la rechifla y el vituperio de tan desalmada plebe.
Pero ya era tarde para rectificar y seguí campo abajo, dando un espectáculo lamentable corriendo tras el plantillo que fue a parar a decenas de metros más allá. Luego, lo recogí y emprendí una nueva carrera campo arriba hasta situarme otra vez en mi sitio, acción que fue premiada, por toda la concurrencia, con sonoros vítores y aplausos que sonaban inequívocamente a pitorreo.
No tan contentos parecían estar los brigadas que me miraban con los ojos sanguinolentos de incontenible ira. De no ser por la debida formación, me hubiesen disparado allí mismo, o ensartado con su batuta. Eso decían sus ojos.
Me vi ante un pelotón de fusilamiento o cumpliendo largos años de castillo; o en el mejor de los casos, limpiando letrinas el resto de la mili. Pasaría doce meses sin volver a casa, metido entre cagajones, por culpa de unos miserables platillos, cuya rotura se veía venir hacía semanas pero que nadie, más que yo, quiso remediar.
En fin, acabado el acto, todos desfilamos en retirada y en el momento de romper filas, fue tal el barullo y la algarabía que me escabullí como pude de los brigadas. Dejé los platillos ocultos en unos matorrales y me perdí entre la muchedumbre de padres y reclutas que se abrazan sin cuento.
Por una vez la uniformidad jugaba en mi favor: sin platillos en la mano era uno más de los muchísimos reclutas que por allí pululaban. Me fui del recinto militar y me incorporé días más tarde en mi nuevo destino. Nunca más hice mención de mi etapa de platillero, no fuese a ser que hubiera una orden de busca y captura y diesen conmigo.
Aun hoy, cuando me cruzo con un militar, procuro tener los brazos lo más quietos posible no vaya a ser que ... Nunca se sabe.

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