lunes, 29 de marzo de 2010

Terapia blanca

Harto de arrastrar un humor melancólico durante algún tiempo decidí poner fin a la situación de una vez por todas. Bueno, seré sincero y diré que más que de melancolía debería hablar de una depresión de órdago, y más que de “algún tiempo” debería reconocer que estos últimos cuarenta años han sido nefastos. Y es que, parafraseando a Miguel Mihura, hay décadas que uno no está para nada.
Efectivamente, son cerca de cuarenta años intentando conseguir sacudirme de encima esta tediosa depresión que me devora el ánimo. Siempre con la vaga ilusión de que algún día todo empezase a cambiar y me convirtiese en un hombre moderadamente feliz, de esos que salen en las pelis. Pero, la verdad, esto no ponía trazas.
Así, pues, decidí ponerme en manos de un profesional que me echara una mano en algo que yo, al parecer, no soy capaz de solucionar por mí mismo.
Dudé, y mucho, sobre el tipo de profesional que me convenía. Es decir, debía recurrir a la versión clásica de los “aliviapenas” o decantarme por la versión más moderna.
Me explico: la versión clásica, la de toda la vida, sería aquella de la que han echado mano todos cuando sentían aflicción en el alma desde que el mundo es mundo: el confesor. Esta opción tenía a su favor el acreditar excelentes resultados a lo largo de la historia y tener un jefe todopoderoso del que echar mano si las cosas no iban bien.
Pero la verdad, he de reconocer que, como hombre de mi tiempo, comprometido con la modernidad y todo eso, no me siento excesivamente cercano a la Iglesia. Así las cosas, opté por una versión más actual: el psicólogo.
¿Qué es, al fin, un psicólogo más que un cura sin sotana? La función, la misma; las técnicas, similares. Tan sólo discrepan, y no tanto, en sus prescripciones: mientras el primero “receta” varios padrenuestros y múltiples avemarías y preconiza el arrepentimiento; el segundo, pone a disposición del afligido todo una batería de terapias envueltas en una verborrea incomprensible plagada de tecnicismos (lo que equivaldría a los latinajos del sacerdote) hasta conseguir la “modificación de la conducta” antes denominada por el clero “propósito de la enmienda”.
Las terapias de estos nuevos confesores son ahora cada día más absurdas y sorprendentes. Porque cuanto más audaz y peregrina sea la recomendación tanto más importantes se sienten y tanto más “científicos” se creen. Tratan, de esta forma, de quitarse de encima la maldita y desprestigiosa etiqueta de “filósofos del sentido común”.
Hay que decir que alguno va más allá en su intento de alcanzar el máximo estatus científico representado, a su manera de ver, por un galeno y no se sustrae a expender recetas de las de “verdad” y extienden una papela prescribiendo tisanas, fervidillos y demás remedios escritos, eso sí, con la letra más incomprensible posible para poner aún más énfasis en su afán emulador.

Así pues, tenía que optar por encontrar un consejo de conducta dentro de los cánones del sentido común pero a cambio de vender mi vida y mi alma a la Iglesia, es decir a Dios; o por el contrario, exponerme a la heterodoxia más peregrina y alejada del sentido común y acercarme a las fuentes del saber universal y científico que brota del fácil verbo de los psicólogos. La elección resultó fácil. Lo cierto es que resulta prometedor ponerse en manos de una persona que, a priori, lo sabe todo de la vida: lo que es bueno, lo que es malo, lo que nos conviene y lo que no. Una persona conocedora del mundo arcano, que está próximo a lo divino y lo humano; que dicta sin ambages las recetas del bienestar cuando no de la felicidad más absoluta. Quién puede sustraerse a encomendar su vida, su alma y todo su ser a alguien tocado de semejantes atributos que le harían merecedor de un escaño en el monte Olimpo donde codearse con sus iguales.
En fin, que esa fue mi decisión y de seguido me encaminé a un prestigioso psicólogo en busca de una mano amiga que me reflotara de mi personal naufragio.
Efectivamente, se cumplieron todas mis expectativas. No bien le hube contado someramente mis cuitas, que él que había escuchado muy atentamente subrayando con algún monosílabo partes de mi discurso (“efecto greenspoon” lo llaman), ya tuvo absolutamente claro cuál era mi problema. Y de inmediato dio paso a marcar las directrices generales de lo que habría de ser su intervención terapéutica.
Como digo, mis expectativas se vieron satisfechas por completo en lo que se refiere a lo peregrino de la terapia.
Empezó por preguntarme si me gustaba el fútbol. Un poco extrañado y confundido le participé que no era precisamente devoto del balompié. El torció el gesto por primera vez y me adelantó que eso tenía que cambiar.
Insistió en el tema y me espetó de repente que “¿cuál era mi equipo favorito”? Más confuso aún le dije que, pese a no ser muy aficionado, como le había comentado, de ser forofo me sentía en la obligación de serlo del equipo de mi pueblo. ¡Qué menos!
De nuevo torció el gesto y anotó algo en su libreta a la par que decía un: “bien, bien, bien...” que sonaba como un rotuno “mal, mal, mal”.
La primera entrevista no dio para más. Salí intrigado y preguntándome qué tendrían que ver mis males con el fútbol. Y debo confesar que, de camino a casa, me fui fijando en todos los televisores que desde la calle pude ver, mirando con inusitado interés los partidos de fútbol que estaban poniendo en ese momento. ¿Qué tendría que ver aquello con mi estado de ánimo?, me repetía.
Tras una semana dándole vueltas al tema volví al “terapeuta cognitivo-conductual”, que así rezaba en la placa de su puerta.
Sin darme apenas tiempo a sentarme, ya me estaba contando su peculiar estrategia para hacerme un hombre completamente feliz. De ahora en adelante, tendría que ver como mínimo un partido de fútbol al día. Tendría que comprar todos los días un periódico deportivo, especialmente uno que, al parecer, era muy proclive a los intereses del Real Madrid. Y, por supuesto, tendría que hacer lo posible por hacerme un “madridista” recalcitrante.
La explicación era tan simple como convincente. Gustándole a uno el fútbol es más fácil encontrar la felicidad y despachar la depresión. Más que si a uno le gusta el hockey sobre patines, me dijo. Este puede ser un deporte muy bonito, pero resulta muy difícil asistir, y por tanto disfrutar, de sus partidos. En cambio, en el caso del fútbol, la oferta diaria es realmente numerosa. Revistas de hockey no hay en el mercado, en cambio la oferta en fútbol también es bastante copiosa. Encontrar gente afín con la que poder compartir la afición al hockey, es bastante poco probable. En cambio, de fútbol entiende todo el mundo y hay personas con las que no cabe hablar de otra cosa.
De esta guisa, uno puede tener la mente ocupada en algo que le gusta gran parte del día, todos los días de la semana, todas las semanas del mes; es posible establecer relaciones sociales en cualquier momento y en cualquier parte. Todo esto evita el aislamiento, le aleja a uno de la paranoia y le permite experimentar la satisfacción de poder saciarse de algo que le gusta de una forma que con cualquier otra cosa sería impensable.

¿Y lo del Madrid? Pregunté, un poco apabullado. Muy fácil: Resulta más fácil ser feliz siendo del Madrid que no siéndolo. Y me puso un ejemplo: Tras un domingo tedioso en compañía de los suegros o cualquier plasta de amigo (que no habla de fútbol) y ante la perspectiva de un horrendo lunes, si al final del día “nuestro equipo” pierde, el sentimiento que nos queda es de auténtica derrota que nos acerca peligrosamente a la depresión.
En cambio, si pese a todos esos males al final del día viene la reconfortante victoria de “nuestro Madrid” las cosas terminarán cambiando de color y alejando la depresión. No todo está perdido, pensaremos. Si, por el contrario, el domingo fue plenamente satisfactorio, una derrota empañará el contento y no así si la victoria está asegurada, lo que incrementará aún más nuestra euforia.
Es decir, concluyó, que para tener mayores garantías de ser feliz hay que ser forofo de un equipo que gana siempre y no hay otro que el Madrid que, aun en el caso improbable de que pierda, siempre nos quedará la convicción moral de que es el mejor equipo del mundo. O eso dicen.
Y eso fue todo. Salí de la consulta y entré en unos grandes almacenes y me compré una bufanda del Real Madrid, una gorra a juego y con el Marca bajo el brazo me fui a mi casa dispuesto a ser un hombre feliz.
De esto hace unos meses. He de decir que he conseguido grandes avances. En general, me encuentro bien, apenas me doy cuenta de que la gente me mira por la calle por mi extraña indumentaria y cuando me siento recaer entro en un bar y me pongo a ver el primer partido que estén echando. Si tengo suerte y es del Madrid, me entra un subidón... ¡Ah, los psicólogos! ¡Que Dios los bendiga por tanto bien que hacen a la gente y al mundo!

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