domingo, 22 de septiembre de 2024

Daltónicos y demás

 

En un desafortunado intento de justificar su abultado sueldo, las mentes más preclaras del Gabinete de Asesores de la Alcaldía de Gijón, centraron su atención en los datos estadísticos facilitados por el INE.

De toda la panoplia de cifras que facilitaba tan polémico Instituto, llamó su atención un curioso dato: el 50% de las muertes por ahogamiento en la playa de San Lorenzo, en los últimos cinco años, eran personas daltónicas.

Alarmados se dijeron: “¡Nos estamos quedando sin daltónicos, por amor de Dios! Urge una solución.”

Es preciso puntualizar un detalle que, tan sesudos personajes, no tuvieron en cuenta: en el último lustro, en efecto, habían fallecido ahogadas (en la temporada de baños, en esa playa en concreto) tan solo 2 personas y quiso la fortuna que una (¡sólo una!) de ellas, es decir el 50%, fuese daltónica. Si se tiene en cuenta que la prevalencia de dicha enfermedad es de un 10% de la población, cualquiera que entienda un poco de estadística determinará que el porcentaje es engañoso o, al menos, irrelevante.

Pero no. Olvidándose del simple hecho de que los daltónicos no tenían porqué ser tontos y tenían la capacidad de preguntar de qué color ondeaba la bandera de salvamento, el Gabinete se puso en marcha buscando una rápida y efectiva medida que redujera ese porcentaje cuando antes. Se barajaron diversas medidas hasta que uno de ellos dio con la solución. Pero no fueron conscientes de que con ella estaban destapando la caja de los truenos.

La solución consistía enarbolar banderas de alerta con un indicativo que avisara de las condiciones de la mar. Esto es, a las banderas de toda la vida, verde, amarilla y roja, se les añadiría símbolo inequívoco del estado correspondiente de la mar, con independencia del color que, obviamente, los daltónicos no advertirían. De esta manera, el daltónico que quisiera solazarse en las límpidas pero gélidas aguas del Cantábrico, podría saber el riesgo que corría tan sólo con consultar los símbolos de la bandera que ondeara en los distintos puestos de salvamento. Solucionado.

Pero, qué va. La medida, aunque no suficientemente publicitada ante la población en general (que se preguntaba extrañada por el significado de aquellos extraños garabatos sin sentido), si fue objeto de especial interés por parte de un organismo en concreto. La ONCE. Ésta hizo saber al Ayuntamiento su malestar por lo que consideraban un agravio comparativo: si se advertía a los daltónicos del riesgo que corrían ante un eventual baño, porqué no se hacía lo mismo con el colectivo de invidentes que tampoco tendrían capacidad de ver las mencionadas banderas con o sin garabatos.

En efecto, concluyó el Gabinete en pleno, no les faltaba razón. Así pues, habría que incorporar a las banderas un aviso sobre el color que lucían mediante su correspondiente código braille. Y así se hizo, si bien fue bastante laborioso y costoso incorporar los preceptivos puntos indicativos del color. Pero además, apuntó el más avispado de los gabineteros, habría que incorporar una escalera en cada mástil con el fin de que los invidentes pudieran alcanzar la bandera y encaramarse en lo alto para pasar sus dedos por ella e informarse de lo que allí se decía. Dicho y hecho. Se ejecutó el plan y esta vez se publicitó por los medios, aun así gran parte de la población, desconocedora de tal medida y asidua de la playa, se extrañaba de ver, al pie de cada mástil, una escalera de mano en la que, eso sí, también se había grabado, en braille en sus escalones, el propósito de la misma y el preceptivo numerando los mismos uno a uno para que el invidente en cuestión pudiera estar informado en cada momento de qué escalón pisaba. Solucionado.

Pero, ¡qué ilusos! Días más tarde, fue el colectivo de los Sordos de Asturias quienes pusieron el grito en el cielo: Así que el Ayuntamiento velaba por la seguridad de los daltónicos y de los invidentes (antes conocidos como ciegos) advirtiéndoles de los peligros que escondían las procelosas y traicioneras aguas del Cantábrico y, en cambio, se agraviaba a los sordos que, por su triste condición, no eran capaces de oír los avisos sonoros (léase silbatos) de los salvamentos advirtiéndoles de los posibles peligros con el consecuente riesgo de perecer ahogados.

Tienen razón.  Acordaron los avisados miembros del Gabinete. Pero, ¿cómo atajar semejante agravio? Pues, fácil, apuntó de nuevo el listo de los asesores: basta con incorporar unas luces. Más concretamente, y para que salga más barato, se pone un semáforo en desuso en cada escalera y listo. A todos les pareció una magnífica idea por lo que se felicitaron y se procedió a la pertinente instalación para asombro de los conductores no informados que no entendían la utilidad de aquellas señales tan “desubicadas” respecto al tráfico rodado. Pero aún así, zanjaron la cuestión. Solucionado.

Pero… De nuevo se engañaban. Apareció un colectivo de agraviados más. En esta ocasión se trataba de los mudos. Éstos también pusieron el grito en el cielo (en este caso metafóricamente, como es obvio) y transmitieron sus quejas “por escrito” (claro está) al Ayuntamiento: se prestaba mucha atención y ponían recursos a disposición de colectivos como los daltónicos, los invidentes, los sordos para aumentar su seguridad en el baño y nadie se había percatado del riesgo que corrían los mudos. Éstos, en un trance de ahogamiento, no tenían modo y manera de llamar la atención del personal de salvamento mas allá de agitar sus manos con denuedo. Les era materialmente imposible gritar auxilio por lo que corrían serio riesgo de perecer tragados por las olas.

No les falta razón; se dijeron de nuevo los atribulados miembros de tan insigne consejo de asesores. Pusiéronse pues a darle vueltas a posibles soluciones que contentaran al colectivo. Se desató una tormenta de ideas: se dijo de unos walkie-talkies; imposible, el agua los estropearía y el modo “talk” ("hablar", para los de francés), era obvio que no servía de nada. Se apuntó que, tal vez, unas banderolas; se descartaron, pues deberían ser demasiado largas para ser vistas desde la costa…

Envalentonado por sus anteriores éxitos, el más despierto de los “atormentados” asesores apuntó la idea que cuajó como la más idónea: pistolas de bengalas. Aquel mudo que deseara darse un baño, tendría que acercarse al personal de salvamento y, tras previa acreditación de su condición de mudo, podría solicitar (por señas, por supuesto) una pistola que se le impondría a la cintura como si de un cowboy se tratara. En caso de peligro, desenfundaría raudo y veloz y dispararía la bengala para advertir de su angustiosa situación a los miembros del salvamento. Solucionado.

Pero, de eso nada. Por increíble que parezca, apareció un nuevo colectivo del que, a decir verdad, pocos tenían conocimiento pero que estaba debidamente registrado como Asociación. Se trataba de la A.A.A. (Asociación Asturiana de Ageusia). ¿Age… qué? Se miraron unos a otros, incrédulos y desconcertados. Rápidamente, el más apocado de los “gabineteros”, pero un águila en eso del Internet, consultó en Google y, no sin cierta suficiencia, les aclaró: “Sí, hombre, el trastorno ese en el que la persona pierde por completo el gusto”. Le miraron atónitos por lo que consideró necesario una aclaración: “Sí, hombre, sí… que no gustan; bueno no. Que no gustan, no. Que no saben. Bueno, tampoco. No es que no sepan; saber, si saben, pero no gustan. Bueno, tampoco es que no gusten; gustar, si pueden gustar… a otras personas y eso... pero saben que no gustan.. En fin… No sé si… ¿eh?” Como no sabía cómo salir del jardín en que se había metido, optó por sumarse al colectivo de los de la pistola y enmudeció.

Pero, ¿qué alegan esos agéusicos?, preguntáronse. Al parecer, argumentaban, se prestaba la debida atención con otros colectivos desfavorecidos a la hora de darse un baño en la mar, pero nadie había pensado hasta entonces que los pacientes con ageusia, al no distinguir los sabores, corrían el peligro de beber el agua del mar sin advertir su condición de salobre por lo que podían perecer tras su ingestión. Era por tanto, necesario proveer a la playa de las señales correspondientes que avisaran de que la playa de San Lorenzo era de mar salada, cuya ingestión podría procurar la muerte accidental de algún miembro de su colectivo, que por escaso que fuera, tenía los mismos derechos que el resto.

Aunque con alguna reserva, prevaleció la opinión de que era mejor no entrar en conflicto con ninguna organización y/o colectivo, y se consideró entonces oportuno que, a la entrada de cada escalera, se pusiera un aviso bien visible que advirtiera a los agéusicos del peligro que corrían por la ocasional ingesta de agua. Solucionado.

Ya, pero… Surgió una nueva problemática en la postrera reunión del comité. Alguien puso sobre la mesa una cuestión que hasta entonces había pasado inadvertida: Era necesario poner el letrero para los aquejados de ageusia también en braille, pues ser agéusico no era incompatible con ser ciego. Cierto. Pero, alguien dijo: ¿y si además eran analfabetos y no sabían leer? Pues habría que advertir los por los altavoces de la playa. Pero, entonces, no lo podrían oír los sordos. Además, y si el letrero, se ponían en letras rojas, los daltónicos tampoco lo verían y si, además eran agéusicos, no se enterarían del letrero… Y si, y si… El número de combinaciones y permutaciones  entre daltónicos, ciegos, mudos, sordos, agéusicos y demás se elevó de una manera tal que se enredaron en un bucle infinito.

Se desató entonces, una tormenta de idioteces (que no de ideas) que empezó a crecer y crecer sin mesura en una magnífica apoteosis de la estulticia.

A día de hoy, que se sepa, siguen enclaustrados en una reunión eterna de la que son incapaces de salir con una solución que satisfaga a todos y cada uno de los colectivos sin minusvalorar o agraviar a nadie. Según algunas filtraciones las últimas deliberaciones se inclinarían por la idea de prohibir el baño, clausurar la playa, rellenarla de tierra y hacer unos huertos de ocio y darlo todo por... ¡solucionado!

lunes, 25 de marzo de 2024

 Las razones del Camino

Muchas veces me planteé hacer el Camino de Santiago. Casi tantas como veces la gente me preguntaba por qué no lo hacía. Esa gente asume como lógico que, como me gusta caminar, debería gustarme la sacrosanta experiencia del Camino. Quien dijo caminar, dijo Camino. De cajón.

Es el de Santiago el camino por antonomasia. Esta experiencia cuasi-mística no sólo atrae a los caminantes y andariegos. Es más, diría que el verdadero caminante mira reticente esa posibilidad.

Son varias las razones que se arguyen como justificativas para empezar a andar ese trayecto, bien por partes o del tirón.

En mi opinión, por lo que tengo oído, la principal son las crisis personales. Cuando alguien entra en crisis se convence de que la ruta Jacobea le va a devolver el equilibrio emocional.

Que la juventud desbarata las neuronas o solivianta las hormonas, a caminar. Que los "temidos cuarenta" ponen patas arriba tu estabilidad emocional, a patear. Que uno se jubila y no sabe qué hacer con su vida, andar es la solución. Que la depresión te nubla la vista y oscurece tu mundo, a Santiago.

Un apartado especial entre los anteriores son los que se sienten atenazados por la crisis personal derivada de un divorcio o bien por los que creen que pueden evitarlo a base de ampollas en los pies. No hay estudios al respecto pero estoy convencido de que hay un notable porcentaje de recién divorciados que puebla la nutrida prole de los peregrinos.

Pero no hay que olvidar que, al menos en teoría, el Camino de Santiago está ahíto de una buena ración de sentimientos místico-religiosos. Hollar por donde holló el Apóstol confiere al simple hecho de andar de una carga espiritual que conmina a las almas más puras y celestiales a lanzarse a emular al Santo.

Al parecer, sienten los creyentes la presencia de Santiago a su lado en todo momento. Caminando con ellos, comiendo con ellos, durmiendo con ellos... Tal cual si fuera un compañero más en el viaje, un amigo. Vamos que es como el “tío Santi” que todo lo arregla.

Muy próximos a estos fieles, están los místicos puros. Desnudos de cualquier ideología religiosa sienten en su interior una misteriosa llamada ancestral, atávica, mágica... que los hace caminar siempre hacia el Oeste hasta que la mar les pone freno. Y aun cuando fueran expertos nadadores en aguas abiertas detienen su marcha en Finisterre haciéndole, de paso (nunca mejor dicho), un feo al Apóstol a quien dejan de lado y apenas miran de soslayo mientras continúan su marcha un poco más allá: al fin del mundo. ¡Nada menos! Eso sí, bajo la escéptica mirada de los visitantes de Ushuaia.

Pero, de todas las motivaciones que echan al peregrino a recorrer tan populosa ruta, a mí, la que más me llama la atención es la de aquellos que están convencidos de que haciéndolo "se van a encontrar consigo mismos".

No son pocos los que, postrados al pie del Santo (agachando la cabeza para que no les desnuque el botafumeiro) sueltan una lágrima y aseguran que, por fin, se han encontrado consigo mismo. Entornan los ojos transidos de una emoción que los hace realmente envidiables. Son hombres (o mujeres) nuevos tras la revelación casi divina de haberse visto a sí mismos cara a cara. Así, tal cual, como si en su vida hubieran visto un espejo.

Pues bien, cuando me planteo (o me plantean) la posibilidad de hacer la Ruta Jacobea hago un sosegado ejercicio de introspección y repaso una por una las distintas motivaciones que podrían justificar el esfuerzo y nunca encuentro encaje en ninguna de ellas.

Yo no estoy en crisis. O sí. De hecho, creo que mi vida es una sucesión continua de crisis y más crisis de toda índole. No obstante, la juventud queda muy atrás y tengo desgastadas las neuronas y las hormonas están de capa caída. Otro tanto con los "cuarenta"; es más yo la crisis de los cuarenta la tuve a los dieciocho. Y es que siempre pequé de adelantarme a los acontecimientos.

La jubilación aún está por llegar y son tantas las cosas que tengo pendientes, tantas las ocupaciones que fui posponiendo y aplazando para ese momento, que no hay lugar al "jubileo" en mi jubilación.

En cuanto a la depresión, mejor no entrar en detalles. Baste decir que lo que menos me apetece cuando estoy "depre" es ponerme a caminar.

De todos modos, si fuera una crisis el desencadenante que arrancara mis pasos hacia Santiago, debo decir que no sólo tendría que hacer el Camino una vez, sino muchas. Creo que estaría adelante y atrás tan de continuo que llegaría a hacer un surco. Estoy convencido de que entraría en bucle, que es casi lo mismo que decir que entraría en crisis. Así que el Camino no puede ser la solución de ninguna manera. Al contrario, se convertiría en un problema, en una nueva crisis y vuelta a empezar. Así que no.

En cuanto al divorcio, no entra en mi planes, de momento. Soy un hombre felizmente casado y, sobre todo, muy marido muy cumplido y obediente. De hecho, creo que ahí radica el éxito de mi matrimonio: si mi mujer no me dice que me divorcie, no lo pienso hacer. Y yo no me atrevería a divorciarme sin permiso de mi mujer.

Otra cosa sería si se diera el caso de que ella me ordenara hacer el Camino de Santiago... entonces sí. Lo haría. Pero por obediencia; no por motivación.

La motivación religiosa me pilla muy a desmano. Nunca quiso la Providencia iluminarme con el Don de la Fe y mostrarme el camino (nunca mejor dicho). Antes al contrario: tengo cierta alergia a la mística religiosa. Cada vez que pienso que en el Camino voy a toparme a cada paso con un montón de meapilas (con perdón) que, sentados en torno a una guitarra, entonen canciones parroquiales, siento que me reverberan las meninges. "Tantu cura, tantu fraile, tantu cenobita, tantu sacristán..." decía una canción, seguro que basada en el Camino.

Soy manifiestamente reluctante a los curas sin sotana y a las monjas ye-yé; detesto a los santurrones especialmente cuando se apodera de ellos el saltarín espíritu del "boyescáu". Quita, quita.

Algo parecido siento por los místicos, los iluminados, los poseídos por una energía cósmica o terrenal. Me repelen los que tienen la palabra "magia" a flor de boca. Todos ellos con su pequeño (o gran) rasgo excéntrico: el que no abraza árboles, adora a la luna; el que no es vegano, practica yoga; el que no sigue el tarot, apela al horóscopo como guía de vida. El que no se comunica con los extraterrestres coleguea con duendes y orcos. O lo que es peor, todo a la vez. Son personajes que no me inspiran demasiada confianza ni me incitan a la comunicación o al diálogo. Abomino.

Sin embargo, debo reconocer que el atractivo que supone llegar a "conocerse a uno mismo" es algo que despierta mi curiosidad. Veo tan satisfechos a los que dicen haber alcanzado esa quimera, consista en lo que consista, que me hace dudar. ¿Será esa motivación suficiente y necesaria para adentrarse en el proceloso mundo en el que habita la poco atractiva fauna del Camino de Santiago?

Pues bien, con el fin de resolver esta duda y tomar una decisión definitiva sobre la conveniencia de ganarme el jubileo, puse en marcha una iniciativa un tan curiosa como efectiva.

De un tiempo a esta parte, cuando mis ocupaciones me lo permiten, me acerco hasta la plaza de la Catedral. Abundan allí los peregrinos enfrascados todos en desempeñar lo mejor posible su rol. Son fáciles de localizar: todos tienen, más o menos, el mismo aspecto.

Aunque no llevaran visible la consabida concha que porta todo peregrino que se precie, el resto de la indumentaria los delata a la legua. Y es que, si uno es peregrino, debe sentirse en la obligación de ir gritándolo a los cuatro vientos. Orgullosos como están de su condición se dan a conocer de una manera manifiesta. No se conoce aún la figura del peregrino de incógnito.

Una vez localizado el peregrino, me acerco y le hago una pregunta absolutamente retórica pues la respuesta va implícita: "Perdone, ¿está usted haciendo el Camino?".

No hay que especificar "qué camino". Como si sólo hubiera uno en este mundo. Doy por obvio que, filosóficamente hablando, uno puede considerar que todos los caminos son el mismo y ese siempre acaba en Roma.

Como digo, la respuesta se da por supuesta. La afirmación va acompañada de una sonrisa satisfecha y orgullosa, rayana la inmodestia.

Lo que sigue, en cambio, los deja un poco descolocados. Les pregunto si me conocen de algo. Obviamente, no. Insisto y les inquiero sobre si me han visto antes; a lo largo del camino andado. Tampoco. La confusión llega a máximos cuando, sin más, les doy las gracias por su colaboración y, sin más explicación por mi parte, me separo de ellos buscando un nuevo peregrino, sintiéndome observado por los recién interpelados.

Así, lo repito con unos cuantos. Y este proceder, como digo, en varias jornadas.

Pues bien, todas mis consultas, hasta el momento, han tenido el mismo resultado: Nadie me conoce y, lo que es más importante, nadie me ha visto a lo largo del camino.

De todo ello estoy a punto de concluir que, si nadie me ha visto en el camino, es que no estoy en él.

Por tanto, si no estoy es imposible que, si yo hiciera el camino, me vaya a encontrar conmigo mismo.

Es decir, la única motivación por la que iniciaría tan larga y ardua tarea que sería hacerlo para encontrarme a mí mismo, es algo imposible. En definitiva, no merece la pena el esfuerzo. Si quiero alcanzar tan alta quimera deberá buscar en otra parte. ¡Será por caminos...!